4.28.2008

Factotum: Si lo vas a intentar, dale con todo.


Matt Dillon es un gran Henri Chinaski. Tenía mis dudas. Después de todo, Matt Dillon es Matt Dilon, nada más, nada menos. Y eso no es decir poco. Estuvo en Drugstore Cowboys, de Gus Van Sant, y en Singles, de Cameron Crowe, y fue grande en There’s Something About Mary, de los hermanos Farrelly. Es uno de esos actores que entran por la puerta grande y en algún momento, sin previo aviso, pierden, por ratos, su sentido de orientación profesional. En 1983 hizo dos películas con Francis Ford Copolla: The Outsiders y Rumble Fish. Dos películas sobre seres urbano-marginales, incomprendidos, incomprensibles, rudos, duros, sensibles y siempre en peligro de extinción. Todavía no vi The Outsiders, pero Rumble Fish (está en La Liebre) se acerca mucho a lo que en el mundo del cine se conoce como perfección: pandilleros en blanco y negro, coreografiados como si se tratase del Lago de los Cines, pandilleros con corazón y con puños y con un viejo alcohólico y con novias que se les van y problemas que se les vienen. Pero, aunque ya está hecho, hoy no vamos a hablar de Rumble Fish sino de lo buen Henri Chinaski que es Matt Dillon.

Para el papel, Dillon subió de peso, tuvo que aprender a caminar y a hablar como un borracho o, más bien (y más complicado aún), tuvo que aprender a caminar y a hablar como lo hacen quienes viven sobre ese fino borde: entre la resaca y el próximo trago. Tarea nada fácil. Si estás chuchaqui, tienes que bajarle el volumen a todo lo que te rodea (parecido a lo que pasa cuando entras en un Club de la Pelea), tus movimientos bajan el tempo y tu voz se vuelve pausada. Si estás chuchaqui, no importa nada más. Si estás chuchaqui, y sabes que no te vas a arrepentir, porque simplemente no eres de ese tipo, le huyes al sol, al trabajo y al conflicto. Mejor encerrarte en un bar oscuro, pedir una cerveza fría y esperar que nadie te moleste, a menos, claro, que sea esa man que acaba de entrar por la puerta. O de plano escribir una novela en servilletas. El caso es que Matt Dillon, como si hubiese sobrevivido de un terrible accidente de tránsito o de aviación, tuvo que reformatear su disco duro, y lo logró. Camina con el estómago tieso y prominente abriéndole paso. Habla despacio y ronco y todo lo que dice parece un poema. Anda siempre con gafas de sol o con los ojos entrecerrados. Se mueve lento, con elegancia, con arrogancia y con estilo. Cuando habla con una mujer, parece que le estuviera jugando una broma, que no necesitara de mayor esfuerzo para llevarla a la cama. Como corresponde.

Factotum tiene varias secuencias memorables. Se nota que el noruego Bent Hamer, director del filme, no sólo es fan de Bukowski sino que lo respeta y lo quiere mucho. Lo lleva al extremo pero nunca, jamás, ni por un segundo, le quita la dignidad. En varios momentos clave, Hamer pone la cámara abajo, en contrapicado, y este Dillon-Chinaski se ve inmenso cuando se lleva la botella a la boca, como si ése trago fuese el último sobre la faz de la tierra, y a uno le dan ganas de beber y de dejarlo todo y de no dedicarse sino a escribir y a tomar. Ahí está el gran logro de Factotum la película, de Hamer el director, de Dillon el actor y de esa persona apellidada Bukowski: uno siente, repetidas veces, ganas de cambiar su vida por esa que le están contando. Porque sea como sea, Bukowski escribía más de lo que bebía. Era un tipo muy pero muy trabajador. Muchos de los que andan por ahí queriendo ser Bukowski creen que basta con chupar más que el resto. Por eso cada vez hay más borrachos inútiles y menos escritores entregados. Bukowski le dio con todo y, a su manera, Matt Dillon también.

Acá, The Real Chinaski.



Si han leído a Bukowski, mejor no entrar en detalles sobre la trama de Factotum (en rigor, la palabra significa: un hombre que ejerce muchos trabajos), todos sabemos que Bukowski es un todo que se dilata de libro en libro, de cuento en cuento, de poema en poema. Y si no lo han leído, no pierdan el tiempo en este blog, vayan directo a la fuente.

La frase insignia de Factotum es: If you’re going to try, go all the way. Lo que en ecuatoriano vendría a ser algo como: Si lo vas a intentar, dale con todo. Cuánta razón en una sola línea, digo yo.

Acá va el monólogo final de la película. No se preocupen, les juro que no les estoy arruinando en nada la experiencia Factotum.

"If you're going to try, go all the way. Otherwise don't even start. This could mean losing girlfriends, wives, relatives, jobs. And maybe your mind. It could mean not eating for three or four days. It could mean freezing on a park bench. It could mean jail. It could mean derision. It could mean mockery, isolation. Isolation is the gift. All the others are a test of your endurance. Of how much you really want to do it. And you'll do it, despite rejection in the worst odds. And it will be better than anything else you can imagine. If you're going to try, go all the way. There is no other feeling like that. You will be alone with the gods. And the nights will flame with fire. You will ride life straight to perfect laughter. It's the only good fight there is." -Charles Bukowski

En ecuatoriano, traducción de un servidor que espero sepan disculpar:

“Si lo vas a intentar, dale con todo. De otra forma ni siquiera empieces. Esto puede significar perder novias, esposas, parientes, trabajos. Y tal vez la cabeza. Puede significar no comer por tres o cuatro días. Puede significar congelarte en la banca de un parque. Puede significar la cárcel. Puede significar burlas. Puede significar asaltos, aislamiento. El asilamiento es El don. Todos los otros son para probar tu resistencia. Para saber cuánto lo quieres en realidad. Y lo harás, a pesar de todos los rechazos. Y será mejor que cualquier cosa que puedas imaginar. Si lo vas a intentar, dale con todo. No hay sensación como esa. Estarás solo con los dioses. Y las noches se encenderán con fuego. Llevaras tu vida directamente a una carcajada perfecta. Es la única buena pelea que existe.



Acá el clip con la voz de Matt Dillon, impresionante. Está distorcionado, no apto para menores, pero lo que importa es el audio.



Acá el tráiler de Barfly (1987), dirigida por Barber Schroeder y escrita por Charles Bukowski. Con Mickey Rourke (hermano mayor de Matt Dillon en Rumble Fish) como Henri Chinaski. Nunca la he visto en video clubs o callejones ecuatorianos, pero de pronto, si la buscamos entre todos, aparece.



Por último, si están en busca de la verdad, vayan al documental Bukowski: Born into This (2003), dirigido por John Dullaghan. En Quito, se lo consigue en La Liebre. Acá el tráiler.




4.23.2008

Los Nietos en vivo, en el Pobre Diablo


Fue hace años. Eran las doce del día y salíamos, desde las temerarias y adictivas colinas de Guápulo, hacia la costa. Nos íbamos de tour, dos ciudades, tres tocadas. Humilde, pero tour al fin y al cabo. En teoría, teníamos que salir a las ocho de la mañana. Pero éramos dos bandas de rock y a los rockeros les va mejor tocando que cumpliendo las órdenes del tiempo. Tras media hora de camino, el interior de la van olía y sonaba a disco rancia. Vino, ron, aguardiente y, obvio, pipa humeante pasando de mano en mano cual antorcha olímpica. En ese momento supe que Los Nietos caminan lo que predican, y me volví fan.

Tocamos (y de pronto volvemos a hacerlo) juntos varias veces. Al poco tiempo me aprendí de cabo a rabo un par de sus canciones. A veces, incluso, disfrutaba más de su tocada que de la de mi banda. Me paraba en primera fila y cantaba, a todo pulmón, “Tan sólo fue un impulso, nada más”, mi coro favorito de Los Nietos. Luego, por esas cosas que pasan en la vida y en el rock, cada cual siguió su camino y quedamos como panas. De esos tiempos de camaradería, acolite y auto destrucción masiva, saqué los mejores recuerdos, algún daño cerebral menor y un gran disco llamado “Ya no hay chance”. Lo que tengo, y aun escucho, es una versión, creo, del 2005, grabada y mezclada en Guayaquil. La masterización se hizo en Quito. En mi opinión, se les fue un poco la mano. El disco quedó casi demasiado limpio, demasiado pulcro, es decir, con muchos brillos arriba. Fue raro escuchar a Los Nietos tan formales después de haberlos conocido cara a cara. De cualquier manera, el disco engancha y no se diluye con las repeticiones. Es un álbum de rock a lo vieja escuela, con su parte new-retro y su parte latina, del lado del cono sur. Pero lo más importante no es el rock sino algo que, según yo, le falta a casi todas las bandas que se dicen rockeras: el nunca bien ponderado ROLL. Los Nietos tienen swing. Con ellos se puede lo mismo rockear que farrear. Y farrear en el buen sentido de la palabra: buena música, algunas peladas despiertas, buena onda, en fin, uno puede irse de largo sin caer en la vulgaridad.

Para mí, en términos de identidad, la palabra Nieto, escrita con mayúscula, es un apellido. Y así los llamaré siempre. Tito Nieto es la voz principal y toca una de las mejores guitarras rítmicas del país (físicamente es una mezcla entre Ben Harper & Eagle Eye Cherry, un Eagle Harper, digamos). Santiago Nieto hace coros que nunca mueren y toca el bajo, con un sentido de la melodía cercano al de Paul McCartney: frases pegajosas, pop y no por eso blandas. El Potter Nieto toca la guitarra líder, en cada sólo se roba la película y cuando no está en primer plano hace acompañamientos a lo The Edge: un sonido por cada dedo del pie (y también hace unas muecas que aliñan el show, no se sabe si es él quien se está tirando a la guitarra o viceversa). Los Nietos cambian de baterista con cierta frecuencia. Tal vez éste sábado 26 de abril, cuando toquen en el Pobre Diablo (Quito, sobre la Isabel la católica) lo hagan con Andrés Caicedo (Guardarraya / Can Can), un tipo que, en rigor, no es Nieto, pero ha tocado con ellos varias veces, tiene el pulso preciso para ello y es, sin duda, uno de los grandes bateros del Ecuador. Si no es Caicedo habrá sorpresa en la alineación.

Cuando los conocí, Los Nietos vivían en una casa muy pequeña, en Guápulo. Una amable caja de zapatos que tenía terraza, hamacas, cuarto de ensayo, gatos y olía siempre a algo que, las más de las veces, nadie sabía con seguridad qué podría ser. Habían llegado de Guayaquil. Lo habían dejado todo por la música. Se la estaban (entiendo que aún lo hacen) jugando y parecía que ponían toda la carne en el asador. Tito y Santiago tocaban durante el día y trabajaban en un bar durante la noche. Componían mucho, tenían varios discos en el horno y letras regadas en cada noche de trago y trampa. Por esos días pensaba que eran, lejos, mucho más valientes que yo y que casi cualquier otro músico de la zona. Hoy entiendo que cada uno tiene sus métodos y que no solo de valor vive el hombre. Sea como sea, Los Nietos siguen aquí y eso hay que festejarlo. Que no se duerman. Su disco aun no se presenta en sociedad. Esperemos que éste sea el año bendito. Mientras tanto, los tienen en vivo, superados, recorridos, quemados, revolcados, desaliñados, potentes. Jamás se han arrepentido de poner las manos al fuego para salvar una guitarra, o un cigarrillo al que le quedan unas pitadas.

Les pongo el link a su myspace, donde tienen los temas que andan promocionando. Pero la cosa es en vivo, no lo olviden. En el Pobre Diablo, este sábado por la noche.

http://profile.myspace.com/index.cfm?fuseaction=user.viewprofile&friendID=92792425


4.20.2008

Lo que aprendí de una Diabla.

Nobody comes to Minnesota to take their clothes off, at least as far as I know. Una gran línea, sin duda. Así empieza Candy Girl: a year in the life of an Unlikely Stripper, el libro de memorias de Diablo Cody, la guionista de Juno. Cody no será Virginia Woolf, pero es ella misma y aquello es algo no menor.

Candy Girl es, ante todo, divertido. Se siente sincero. Se siente cercano y querido. Como si Cody cayera a tu casa una tarde para tomar unas cervezas y decidiera, totalmente fresca, contarte cómo aprendió a quitarse la ropa con algo de ritmo. Igual, Juno es mucho mejor. Primero, porque en su liga, Juno es insuperable. Segundo, porque el cine tiene más filtros que la literatura. Es decir, un libro se arma entre el autor y el editor y pare de contar, el resto será lo que los lectores quieran que sea. Una película, además de pasar por varios borradores del guionista, pasa por las manos del director, por la boca del productor, por el ojo del fotógrafo y, con suerte, por el alma de los actores. La vida de un libro y su autor se escribe en singular. Una película es coral. Esto, según yo, es una de las ventajas que tiene el cine frente a la literatura.

Para escribir hay que estar solo. Hay que decidir estar solo. Y, lo más importante, hay que saber estar solo. Si se lo permites, la soledad puede matarte. Pero también puede darle vida a eso que no puedes seguir llevando dentro. La soledad es el comienzo y el final. La soledad son las cinco de la mañana, una canción de Bob Dylan, un vaso con gin tonic, un cenicero humeante y esa maravillosa sensación de sentir que uno acaba de escribir el nuevo Quijote. Woody Allen dice que cada vez que se sienta a escribir, lo hace convencido de estar haciendo la nueva Ciudadano Kane. O sea que se la juega entera por algo que no puede ser menos que genial. Estoy totalmente de acuerdo. Esa es. Si no te la crees tú mismo, nadie te la va a creer.

Diablo Cody se la cree entera y te la vende muy pero muy bien. Cero pretensiones. Cero poses. Cero eso de creerse mejor que el resto por haber escrito dos frases ingeniosas. A la final, si uno funcionara bien en el mundo “real”, de pronto no necesitaría escribir libros. Por qué escribir cuando uno podría estar allá afuera, en la calle, enamorándose y teniendo aventuras emocionantes. No lo sé. En mi caso, por lo menos, la cosa es muy clara. Me gusta más el mundo que escribo que el mundo en el que vivo. En el caso de Diablo Cody, se me hace que ambas cosas se juntan. Cody habla sobre ella misma sin querer endiosarse. Trabajaba en una agencia de publicidad haciendo algo que la aburría mucho. Una noche, pasó por un strip club y sin saber muy bien por qué se metió en la noche para chicas amateurs. Así empieza todo. El resto es literatura. O, mejor dicho, el resto es vida escrita. Para algunos de nosotros, ese es el único tipo de vida que existe.

A continuación cosas que subrayé con entusiasmo y con una sonrisota en la cara. Lo pongo en inglés porque siempre es mejor leer en el idioma original. El libro todavía no llega al Ecuador, pero esperamos que lo haga pronto. Ojalá llegue en inglés.
You know how in the lyrics to “Tangled Up in Blue” Dylan mentions going to a topless bar and staring at a girl’s face? He lied. Nobody looks at your face when you’re naked-not even nice Jewish boys like Zimmy.

The Ten Best Songs to Strip To:
Any hip-swiveling R&B fuckjam.
Purple Rain, by Prince.
Honky Tonk Woman, by The Rolling Stones
Pour Some Sugar on Me, by Def Leppard
Amber, by 311
Miserable, by Lit, but mostly because Pamela Anderson is in the video, and she’s like Jesus for Strippers.
Back Door Man, by The Doors
Back In Black, by AC/DC. Producer Mutt Lange wants you to strip. He does. He Told me.
I Touch Myself, by The Divinyls.
Hash Pipe, by Weezer.



You had to make the average man’s wife look like one of van Gogh’s potato-noshing peasants by comparison.
I ordered a vodka Red Bull: upper meets downer in an effervescent hybrid of bubble gum and junkie piss.

Match the stripper’s music with her personality type.
The Eagles (Good-natured alcoholic)
Mariah Carey (Ugly face, nice hair)
Creed (Methadone clinic patron)
Rammstein (Bitch)
Erotica-era Madonna (Friendly Canadian hasher)

One of the dancers had and ornate tattoo inked across the back of her shoulders that read “Lost Girl”. I’d seen a lot of art in my time stripping, everything from wicked cannabis leaves to blurred, brutal prison tattoos of boyfriend’s names. But I’d never seen anything quite so striking as “Lost Girl”. It was like a life story in two words.

On one hand, bed dances made me want to retch. On the other hand, sixty clams could by a lot of Zappa records and vodka Cokes.

Diablo sabe qué cosas son realmente importantes en la vida.

4.14.2008

Morphine: la cura para el dolor.

Mark Sandman murió de un ataque al corazón el 3 de julio de 1999, tenía 46. Cayó en Italia. Se desplomó sobre un escenario, en Pallestra, a las afueras de Roma. Mark era de Boston. Estaba en Italia de gira con su banda, habían sido invitados a un festival en un lugar abierto llamado Giardini del Principe. Habían tocado cuatro canciones. Antes de comenzar el quinto tema de la noche, Sandman se congeló, miró a las dos mil personas que lo estaban mirando a él, dijo algo que nadie alcanzó a escuchar, tal vez se despidió, y se dejó llevar por eso que lo jalaba desde otro mundo. Su espalda se dio contra el piso y el bajo que le colgaba rebotó sobre su estómago.

El público creyó que la implosión era parte del espectáculo. Durante varios segundos, los de la banda también lo creyeron. Al ver a Sandman sospechosamente tieso, el saxofonista Dana Colley y el baterista Billy Conway se acercaron, por si acaso, y se dieron cuenta de que Sandman no estaba jugando. Se hizo un silencio acompañado de los rumores en las últimas filas, donde no podían saber qué pasaba. Un fan sorteó la seguridad y subió al escenario. Era un médico que varias veces había curado sus heridas con letras de Mark Sandman. Le masajeó el pecho, con fuerza, con violencia, con amor. Intentó darle respiración boca a boca, lo intentó todo, hasta gritarle no te mueras. Nada dio resultado. Sandman se había ido. La ambulancia llegó cuando el vocalista de Morphine estaba irremediablemente muerto. Más tarde, en un hospital cercano a la locación del festival, dijeron que no había nada que hacer. En el hotel, el cuarto de Sandman estaba lleno de pastillas.

Sandman, Colley y Conway.



Morphine se formó en 1989. Grabaron cinco discos. Good (1992), Cure For Pain (1993) y Yes (1995), fueron editados por Rykodisc, un sello de media tabla. Like Swimming (1997) y The Night (2000, lanzamiento post mortem), salieron con Dreamworks, a lo grande, pero fueron consumidos en corto. Morphine tuvo mucho éxito de crítica pero poca afluencia de público en taquilla, por lo menos en su tierra. Como a toda buena banda norteamericana, a Morphine le iba mejor lejos de casa. Quizás hubiesen funcionado mejor en otro tiempo. Salieron en toda la época grunge haciendo algo que ellos mismos definieron como low rock. Eran un power (power mental) trío amorfo: bajo (de dos cuerdas, Sandman lo tocaba con slide), saxo y batería. Una cosa oscura, dañada, que si algo tiene de low es su capacidad para entrarte cuando estás bajoneado.

Mi disco favorito es Cure For Pain. Me metí en Morphine con el tema I’m Free Now, que en el coro dice: I got guilt, I got fear, I got regret / I’m just a panic stricken waste / I’m such a jerk / I was honest / I swear / the last thing I want to do is ever cause you pain. Después de eso, ya no pude salir. Supongo que por esos (largos) días yo necesitaba algo así y Sandman me lo dio y yo sólo me dejé caer. Gracias, Mark, donde quiera que estés, por seguir curando el dolor de tanta gente. En ese mismo disco, Sandman, que escribía y cantaba todas las letras, escribió: Some day there’ll be a cure for pain / that’s the day I’ll throw my drugs away. Ese día que pudo salvar a Sandman de sí mismo nunca llegó. Nunca tiró sus drogas lejos, nunca se pudo apartar de sus morfinas. Estaba complicado, la verdad. No existe un gran dolor. Así que no puede existir una gran cura. La suma de dolores pequeños, en apariencia inofensivos, esos que nos consumen de a poco, día a día, sin necesitar de nuestra atención, son los que finalmente nos borran.
Sandman sabía, y quiero creer que sospechaba el final que lo esperaba y por eso lo hizo como lo hizo. Se fue por la puerta grande, como todo rockero que se respete debería hacerlo. Sandman no se ahogó en su propio vómito después de una juerga, estando solo, hinchado y pegajoso. Sandman llegó al final de la cuarta canción, esa noche de julio, justo antes de llegar al final de su vida. Se fue con el bajo puesto, enchufado al amplificador. Murió en vivo.

Acá Sandman en acción, el hombre de arena.



Acá una selección de temas clave. La mera verdad, todo Morphine es bueno. Así que si esto les gusta, no duden en volverse adictos.











El célebre video de Early To Bed.



Y, como tratándose de Morphine nunca es suficiente, Cure For Pain en vivo.

4.10.2008

El color del dinero. Una película de Martín Scorsese. Un guión de Richard Price.

Película de 1986. Con Paul Newman, Tom Cruise y Mary Elizabeth Mastrantonio (Gina Montana, la hermana de Tony, en la Scarface de De Palma). Una historia sobre el billar contada sobre mesas de billar. De paso, bajo la mano de Scorsese, posiblemente los mejores encuadres y movimientos de cámara que la historia del billar haya tenido jamás. También, una historia sobre el miedo a envejecer mal y terminar siendo algo que uno nunca quiso.

Fast Eddie Felson (Newman) es un veterano jugador de billar que no juega más. En sus días de gloria, Ed, como le gusta que le digan, era invencible. Hizo mucho dinero ganando, pero más dinero hizo perdiendo. Su talento no era jugar muy bien al billar sino, como él mismo dice, “entender los movimientos humanos”. Ed sabía cuándo parecer un idiota para que los otros bajaran la guardia. Su táctica era la del caballo de Troya. Y su truco era simple: cero lámpara. Ed juega, se mueve y se ve como un caballero. Cuando lo conocemos, bebiendo en la barra de su bar mientras flirtea con su novia de toda una larga vida, no está jugando. Se dedica a vender whisky. Le va bien. Se viste con estilo y maneja un Cadillac blanco.

El que está jugando es Vincent (Cruise), un joven arrogante que barre el piso con quien se le pare en frente. Vincent está con Carmen (Mastrantonio), su novia. Carme es unos años mayor que Vincent, mucho más recorrida que Vincent y casi tan soberbia como Vincent. Se conocieron en una estación de policía. Al ex de Carmen lo atraparon robando la casa de los padres de su novio actual. Ella manejaba el auto en el que se suponía escaparían, así que también la arrestaron. Amor a primera vista, que le dicen.



En el bar ya no quedan rivales, Vincent le ha vaciado los bolsillos a todos y ahora nadie se atreve. Mientras alguien se envalentona, Vincent juega Stocker, su videojuego favorito. Vincent cree que Stocker es realmente difícil, todo un arte, no como el billar, donde “sólo tienes bolas y un palo y hay que meter las bolas en los huecos, no big deal”. Cree que en el futuro todo funcionará como en los videojuegos, “como en esa película, Star Wars, ¿la viste?” Cada mesa cuesta 20 dólares. Ed se sienta detrás de Carmen y cuando ella le pregunta si quiere jugar, él dice sí, pero no lo hará por menos de 500. Carmen se queda fría. Ed entra al juego de Vincent y Carmen. Se forma el triángulo que nos arrastrará a lo largo de todo el film.

Ed quiere manejar a Vincent, dice que si le hace caso, ambos pueden ganar mucho mucho dinero. Ed ya tiene el dinero, lo que le falta en la vida es acción, “El dinero ganado es dos veces más dulce que el dinero merecido”, sentencia. Vincent necesita pensarlo. Ed le habla de Carmen, le dice que ella está aburrida, y que es mucha mujer para quedarse en bares de cuarta viendo jugar billar a su novio. Entonces Vincent toma la decisión.

En el camino, Ed trata de enseñarle a Vincent todo lo que sabe, no del billar, sino de los movimientos humanos. Vincent es terco, inmaduro, necio, no quiere aprender, quiere hacer un show, que la gente lo vea con la boca abierta, quiere quedarse con los billetes y con la chica y, de paso, humillar a todo el que esté a la mano. Aquí empiezan las distancias y el gran conflicto entre un maestro y su alumno. Sí, hay una ruptura y, como sospechan, una gran batalla en el tercer acto. Eso si hablamos de trama. Pero lo imperdible en “El color del dinero” no son las partidas, sino, volviendo a Ed, los “movimientos humanos”.



La película está basada en una novela del escritor americano Walter Tevis (1928-1984). “El color del dinero” fue su último libro, escrito el mismo año de su muerte. Del libro no se mucho. A quien tenemos que ponerle el ojo es a Richard Price, un gran escritor que adaptó la novela para que Scorsese tuviera película. Price se queja de su trabajo en el cine, dice que los guiones le pagan el tiempo que gasta en sus novelas, y que por eso tiene que escribirlos, para vivir cómodamente. Tal vez sea así, bien por él. Lo cierto es que escribe películas donde los diálogos y las personas, más que los personajes, son lo que importa. En “El color del dinero”, Ed y Vincent construyen un lazo que se rompe, el tipo de lazo con el que se hacen y deshacen las historias. Ed quiere, a su manera, salvar a Vincent, hacer del chico una versión editada, corregida y mejorada de sí mismo. Vincent, en cambio, cree que puede andar por la vida sólo, la única persona que le interesa es Carmen. Cuando Ed le pregunta a Carmen qué fue lo que Vincent vio en ella, Carmen responde, “Él es el mejor, eso fue lo que vio en mi”. Grande.

Los críticos no fueron muy amables con esta cinta, sobre todo, porque es un film de Martin Scorsese y la gente esperaba “más” (algo parecido a lo que pasa con There Will Be Blood, de Paul Thomas Anderson). Creo que justo ahí está la personalidad del film: no hay mafiosos, ni pandillas, ni grandes escenarios. Scorsese pone los diálogos de Price por encima de cualquier cosa, y sólo se embala durante las partidas de billar. De alguna forma, ésta es una película de escritor. “El color del dinero” es un lado B en la filmografía de Socorsese, si estuviese en un Box Set, seguro estaría entre las rarities.



Richard Price escribió, también para Scorsese, “Life Lessons”, uno de los mejores cortos que he visto en mi vida, con Nick Nolte y Rosanna Arquette. La historia es original de Price y la fotografía del prestigioso Néstor Almendros (de quien ya hablaremos). En YouTube hay una versión editada, por eso no la pongo. Pero tal vez se consiga, forma parte de “New York Stories”, donde además hay cortos de Woddy Allen y Francis Ford Copolla.

“El color del dinero”, desde hace relativamente poco, se consigue en Quito y, espero, por lo menos también en Guayaquil. Toca ir allá donde usted sabe.

Con ustedes, Richard Price. Que entiende perfectamente los movimientos humanos.

4.05.2008

Los Sangurimas, revisitados.


No sé cuántos años después, he vuelto a Los Sangurimas (1934), del guayaquileño José de la Cuadra (1903-1941). Una gran novela. Una novela valiente, jugada, violenta, sucia y maldita. Una novela que me arruinaron los profesores de literatura durante la secundaria. Tal vez eso no haya pasado en el resto del Ecuador. En Manabí, lo juro, nos enseñaron Los Sangurimas de la manera equivocada. Nos dijeron que Los Sangurimas era una novela costumbrista y folklórica. Por menos de eso, varios adolescentes han abandonado la secundaria, para no volver jamás. Si alguien me hubiera dicho que Los Sangurimas es sobre una familia de la mafia montubia que se consume, yo habría enganchado con el tema, de una. Por el tema familiar y el tema de consumir. Pero no. Me la quisieron vender como se vende un árbol de paja toquilla en un aeropuerto. No lo lograron. Tuve que leer la novela por mi lado, diciéndome que sin la guía de mis ilustres maestros, el viaje sería divertido. Y lo fue. Y lo es, lo sigue siendo.

El duro se llama Nicasio Sangurima, el abuelo, la raíz de toda la dinastía. Cuando le preguntan cuántos hijos tiene, Nicasio Sangurima señala una mazorca de maíz. Dice que tiene tantos hijos como granos amarillos tiene la mazorca. Puede ser. No lo dudo. Pero lo que interesa es que, entre su familia inmediata, legítima, hay un sacerdote (Terencio), un abogado (Francisco) y un coronel (Eufrasio). La familia Sangurima funciona como funcionaban las familias de la gran alcurnia: la ley del hombre, la ley de Dios y la diplomacia del plomo. Bien por de la Cuadra, supo dibujar la visión universal del poder, desde un caserío entre Samborondón y Durán. José de la Cuadra sabía lo que hacía. Nicasio Sangurima, también. El viejo Sangurima nunca conoció a su padre. Dice que era un gringo que se metió con su madre, y como a sus tíos no les gustaba el asunto, lo mataron. Mamá Sangurima se aguantó en silencio. Tuvo a su hijo en el vientre, dio a luz y, cuando lo vio en sus brazos, le dijo ya vuelvo. Luego agarró un machete y, por la espalda, le abrió la cabeza a uno de sus hermanos. Mamá Sangurima tuvo su venganza. Nicasio está orgulloso de su madre, y por eso lleva su apellido.

Los Sangurimas sería una súper serie de TV al estilo HBO. Al nivel de The Sopranos y Six Feet Under. Ahora mismo, pensado en cine, se me viene a la mente una adaptación. Algo como lo que hizo Baz Luhrmann (el mismo de Moulin Rouge!) con Romeo y Julieta: el campo ecuatoriano, pero con neón, barroco y rural, lujoso y silvestre. Los Sangurimas está llena de escenas que se prestan para una puesta en escena que supere, largo, la que se hizo hace algunos años en la TV nacional. El gran truco es simple. De la Cuadra quería a sus personajes (acaso lo más importante cuando de escribir/dirigir/crear se trata), les tenía respeto, algo de miedo, y también podía manipularlos a su favor. Después de todos estos años, la figura del campesino ha descendido posiciones en el ranking de la marginalidad ecuatoriana. Nunca más se volvió a saber de un Nicasio Sangurima, que compraba concejales en Guayaquil y tenía a cuanta mujer quería. Un tenebroso estereotipo ha caído sobre los montubios. De la Cuadra escribió sobre los montubios en stereo, y ahora los escuchamos en mono y en blanco y negro y con audio y video desfasados. ¿Qué pasó?

El punto es que volver a Los Sangurimas vale mucho la pena. Hay que volver sin piedad. Nada de misericordia patriotera. Hay que meterse en la familia donde los hermanos se matan y los primos desean a las primas. La novela tiene su cuota de misterio, de acción, de drama y de comedia. Nicasio Sangurima dispara al aire y la bala estalla en el pecho de uno de sus enemigos. Eso es estilo.

Acá Mr. de la Cuadra.