12.30.2013

¿Qué pueden decirte cuatro chicas sobre tí mismo?


¿Por qué me gusta tanto Girls?
¿De verdad me gusta tanto?

Sí. Me gusta. Me gusta un montón.
Más que gustarme, quizás, me habla. Me habla mucho.
Eso es lo que pasa. Girls me habla.

Girls me descubre, me dice cosas sobre mí mismo. Cosas con las que no estoy del todo cómodo. Cosas que, incluso, preferiría no saber. Cosas de las que no hablo con nadie o con casi nadie. Cosas que pienso pero no digo. Cosas que asumo a solas y en privado, cuando ya no sirve de mucho. Girls me dice, por ejemplo, que sin importar cuántos años tenga aún me siento un niño pequeño, gordo y tonto. No me siento indefenso, pero a ratos me siento indefendible. Tengo complejos, trabas, y algunos son muy parecidos a los que tienen los personajes de la serie. Por eso me siento unido a ellos, a ellas. Como que soy parte de su conversación.  

De alguna manera, además, estoy enamorado de Lena Dunham, la creadora de la serie. Si Tina Fey es el símbolo sexual de los nerds, Lena Dunham es el símbolo sexual de los gorditos, de todos los que no estamos cómodos con nuestro cuerpo. El amor que siento por ella, dicho sea de paso, no es carnal. La quiero, pero no la deseo. Pienso en ella mucho, por no de esa forma. De hecho, me gusta porque no es tan bonita, porque no se viste tan bien, porque pasan las temporadas y se nota que aún no encuentra un peinado que la tranquilice. Lena Dunham me gusta porque escribe, porque quiere ser escritora, porque ya a estas alturas es escritora –y actriz y directora, algo no menor– pero hubo un tiempo en que sólo podía intentarlo y fracasar en ese intento. Aún así, con una película independiente a cuestas que no llegó muy lejos pero al parecer llegó a la gente indicada (Tiny Furniture, del 2010) siguió escribiendo y la diferencia entre un escritor de verdad y uno de mentira es que el de verdad sigue escribiendo pase lo que pase. Stick to it, como dijo Kerouac. Eso es todo.    

Ahora bien.
¿Qué tienen que ver conmigo cuatro chicas que viven en el Brooklyn más hipster?
En rigor, son menores que yo, otra generación.
Gente que llegó a este mundo con otro chip, como dicen ahora.
Gente a la que estoy en todo mi derecho de ignorar.
Pero no puedo.

Y no es que quiera irme a la cama con Hannah Horvath, el personaje de Lena Dunham. De hecho, preferiría hacerlo con Jessa (Jemina Kirke). Mejor dicho, preferiría tener una relación más o menos corta –seis meses, algo así– pero muy intensa con ese personaje, cruzar por tierra Nueva Zelanda, hacer el amor en moteles de carretera y acampar –sí, acampar, aunque yo no nunca he acampado en mi puta vida siento que con ella podría hacerlo– en las orillas del Champagne Pool, un lago de aguas calientes que por lo menos en fotos se ve increíble; allí Jessa y yo podríamos contemplar las horas de manera horizontal y leer durante días hasta que las emanaciones de dióxido de carbono que le dan el nombre de Champagne Pool nos intoxiquen y nos hagan levitar. Luego, en otra parte, iríamos a fiestas y fumaríamos salvia y tomaríamos éxtasis hasta fundirnos en un solo ser. Pero, no sé, creo que no podría estar con ella mucho más después de eso. Francamente, no sé si podría cargar con su extenso kilometraje, no me siento ni tan hombre ni tan maduro ni tan civilizado como para eso. Además, la aventura, cuando se dilata demasiado, se quiebra. Y yo ya no soy, ya no fui, un espíritu libre. Una persona libre sí, pero eso es otra cosa.


 Insisto, amo a Lena Dunham, pero no me iría a la cama con Hannah Horvath. Preferiría hacerlo con Marnie (Allison Williams), el personaje que saca mi lado más conservador y superficial, el costado de mi personalidad que más me avergüenza y debe ser, por eso mismo, uno de los más genuinos que tengo. A ella me gustaría llevarla a mi casa, invitarla a comer con mis papás, presentársela a mi abuela, ponerle sobre las rodillas a mi sobrina. Es raro, nunca he pensado que estas cosas importen realmente. Mentira, estoy hablando huevadas, todos queremos una novia que le caiga bien a la familia. No importa cuánto daño te hayan hecho tus padres o cuánto daño hayas querido hacerles tú a ellos: quieres verlos sonreír cuando tu mujer entre en la sala y que todos digan que es la más bonita. Me gustaría estar en una fiesta, sentando en un sillón, y que ella se sentara en el apoyabrazos para poder abrazarla por la cintura y que la gente supiera que esa, esa, es la chica que anda conmigo, mi novia. Siento que Marnie me daría puntos, me subiría la plusvalía, quién sabe, en los tiempos que corren, quizás hasta me conseguiría un mejor trabajo. Y claro, quisiera tenerla en casa, quisiera que lo primero que vieran los invitados al llegar a una cena fuera su rostro perfecto. Un par de años después, qué duda cabe, nos divorciaríamos.

Ahora entiendo mejor.
Girls no sólo me habla.
Girls me confronta.
Girls me cuestiona.
Girls me hace ver que después de todo no soy tan liberal como pensaba, que muchas veces prefiero que las cosas les pasen a otros, que no me atrevo, que no siempre me lanzo. Que el guión de mi vida todavía está en borradores, que aún no revienta.  
Aún falta.
La serie me hace ver las cosas que no quiero ver y aceptar las cosas que no puedo cambiar.
Y luchar.
La alegría está en la lucha, dijo Ghandi.

¿Por qué no tengo tantas ganas de tirar con Hannah, el personaje de Lina Dunham? Amo su adicción a la comida, la forma en que no sabe comportarse, los gestos y las sonrisas con las que miente para causar en otros la impresión que quiere causar y que casi siempre le falla, la manera que tiene de depender y no querer depender de sus padres, las cosas que dice cuando prueba la coca por primera vez, haciendo líneas sobre el retrete en el baño de un bar con las rodillas contra la mugre y su personalidad se potencia hasta romperse en el piso de una disco: el pelo pegado al rostro con la goma del sudor tóxico, los ojos cerrados, mirando para adentro, la sonrisa apretada porque de otra manera la coca le sacaría la mandíbula de su lugar. Hannah es, sin duda, sexy. Una maravillosa suma de errores y sentido del humor y ganas de caerse y aprender a la fuerza, como se aprenden las cosas que nunca se olvidan. Hannah es sexy de una manera inteligente, ingeniosa, medio nerd y medio cool. Hannah no es hermosa y eso es lo más hermoso que tiene: su belleza está uno, dos, tres pasos más allá de la concepción racional de la belleza. Le gusta desnudarse frente a la cámara, quitarse la ropa y sobre todo quitarse el pudor; hay en su desnudez, en esa desnudez blanda que algo tiene que ver con La maja desnuda de Goya, una liberación de género y de generación degenerada. Quizás la batalla más abiertamente librada contra la estética que la tele y los anuncios de publicidad y los ángeles de Victoria’s Secret han querido escribir en piedra sean las escenas en las que Hannah hace el amor como si no la estuviéramos viendo.    

Pero Hannah Horvath no me calienta del todo y eso me hace sentir vacío y cobarde. Y eso es, me queda claro, lo que más me gusta de Girls: la evidencia de que aún no soy, ni de lejos, la persona que quisiera ser. Soy único, pero no soy el único.  Esas chicas y yo nos hacemos compañía.  

(Cartón Piedra)  


    

12.10.2013

A mi manera


Un niño de tres años mira con atención un vaso de vidrio lleno de cola negra que tiene frente a sus narices. Lo mira como se miran los grandes misterios del universo. En algún momento de la observación, le pregunta a su madre qué pasa si él toma el vaso con sus manos y lo voltea. La madre le dice que la cola se riega y ensucia la mesa que sostiene el vaso y también la curiosidad. El niño no le cree. O sí. La verdad es que tiene que verlo para creerlo y entonces le anuncia a su madre que va a voltear el vaso para ver cómo se riega la cola. La madre le advierte que después tendrá que limpiar la huella de su experimento pero eso al niño no le importa, está dispuesto a cualquier sacrificio en nombre de la ciencia. El pequeño toma el vaso con ambas manos y lo inclina, muy despacio. En ese momento, el vaso parece flotar en la no-gravedad del espacio exterior, como una nave. El líquido pierde su horizonte y llega al borde del vaso como una marea oscura de espuma café llega a una playa de vidrio. Y cae. La cola negra y gaseosa ocupa un breve espacio en el aire hasta encontrarse con la superficie de la mesa y desprenderse en gotas y chorros que vuelan sin control. (Digamos que suena Así habló Zarathustra, el poema sinfónico de Richard Strauss). El niño es testigo de un espectáculo cósmico nunca antes visto. Lo enfrenta con asombro y con una sonrisa que amenaza con cortarle las orejas y cerrarse recién en la parte posterior de su cabeza, sobre la nuca. El líquido permanece quieto en la mesa, el niño pasa su dedo por el charco y deja una estela de burbujas que revientan una detrás de otra. La madre le pasa un trapo húmedo de la cocina y le pide que limpie los rastros de su descubrimiento. El niño obedece. Mientras el trapo absorbe la huella del conocimiento, el pequeño piensa en todo lo que el mundo tiene que mostrarle y que aún no ha visto. El niño aprende.

Hay gente que puede concentrarse al momento de escuchar una explicación teórica y seguir su camino a partir de ahí. Gente que cree y por eso mismo confía y pone en práctica las explicaciones. Otros necesitan ver para creer. Tocar. Sentir. Y equivocarse. El valor de un error supera por mucho al de un triunfo y un triunfo no es más que la suma de muchísimos errores. Hay gente que aprende lo que sabe en maestrías y doctorados, pero la tradición y el sistema no funcionan para todos. Cuando estaba en el colegio, en segundo o tercer curso, mi profesora de castellano decía cosas como “seKtiembre” y “PeKsi Cola”, y gritaba otras peores como “A tú te digo, Andrade, pon asunto”. Sin embargo, si sacaba malas notas en esa clase, que las saqué, el equivocado era yo. Este juicio de valor era, en principio, académico, pero extendía el horror hacia lo moral y lo social: un chico que tiene malas notas es automáticamente una mala persona o, cuando menos, un sujeto de sospechoso porvenir. Todo lo que aprendí en el colegio lo aprendí por mi cuenta, leyendo cosas que no estaban en el programa o fugándome de clases con otros vagos como yo y tomar rumbo a la playa donde conversábamos hasta ver la caída del sol: algo no muy distinto a lo que hicieron en su momento Aristóteles y Platón. Pero a los profesores esto no les importaba nada: me convencieron de que era tonto y a los 17 años dieron por arruinado el resto de mi vida. En la universidad, tras un semestre inútil en Administración de Empresas, carrera que escogí por miedo, porque me dijeron que de otra manera moriría de hambre después de la graduación, estudié cine y por primera vez disfruté de una experiencia académica: sobre todo porque tenía que cargar cámaras y armar luces y recoger cables, sobre todo porque tenía que hacer cosas para aprender cómo se hacen. A veces, no sé de qué se trata una película hasta que escribo una reseña sobre ella. A veces descubro una historia días o semanas o meses después de haber estado escribiendo un párrafo tras otro y al final de todo eso que yo pensaba era la historia es donde está, donde creo que podría estar, el verdadero comienzo de una historia. A veces no sé qué me pasó, qué me pasa, qué me está pasando, hasta que lo pongo en un cuento. Y me equivoco. Me equivoco harto más de lo que quisiera. No veo que puedo hacerme daño o hacerle daño a alguien más hasta que la piel se raja y aparece la sangre. Pero hasta el día de hoy esa es la única manera en la que puedo comprender el mundo: haciendo cosas.  

(SoHo

12.02.2013

Acostado en un Arrecife, sintiendo cosas


Empiezo a leer Arrecife, la novela de Juan Villoro, y me encuentro con esto: Cuando Feelings estaba de moda, yo aún podía arriesgarme a arruinar mi vida. Tal vez fue eso lo que me golpeó: recordarme como alguien que todavía tiene el desastre por delante.

Son las cuatro de la mañana y un cineasta que ha tomado cerveza y ron me dice que lo que tenemos que hacer es escribir una película de terror en inglés y venderla en Hollywood. Cualquier cosa, dice. Es sólo por plata, dice. Luego hacemos una de planos largos y silenciosos que gane Cannes. Hace cálculos, piensa en comprarse un terreno, un lugar donde pueda caerse muerto. Se refiere a esto como "estabilidad". Evidentemente quiere tener el desastre por detrás. O por debajo. 

Busco Feelings en YouTube y encuentro una balada romántica de Morris Albert, un cantante nacido en São Paulo que grabó el tema en 1975, fue el único hit de su carrera. Entre cientos de comentarios sentimentales escritos en ruso, griego, koreano, hay uno que dice LEGEND :) y otro que dice Perhaps love is pain. (per-haps, per-haps, per-haps). No estoy seguro de que esta sea la canción a la que se refiere Villoro, pero la escucho una y otra y otra vez hasta quedar convencido de que esta es la canción a la que se refiere Villoro.

Voy por una carretera. Es de noche y está oscuro. Apenas veo los filos del camino. A mi lado, el cineasta dice que no está tan borracho y que otra cosa que podemos hacer es venderle algo a la televisión. Cualquier cosa, dice. Es sólo por plata, dice. Sobre la carretera aparecen luces: es un camión y viene directo hacia nosotros. Te preocupas demasiado por el dinero, le digo al cineasta. Make good art, le digo al cineasta. Luego acelero y subo el volumen de la radio. Morris Albert siente que nunca la perdió y, al mismo tiempo, que nunca la tuvo. Qué dilema. Eu sei do que você está falando, amigo meu. 

El personaje principal de Arrecife es un bajista retirado. Según sus propias palabras le falta medio dedo y mucho talento para ser Jaco Pastorius y ha perdido numerosas batallas en nombre del heavy-metal. Por eso cree que el desastre ya pasó, pero se equivoca.

Veo el desastre en una vitrina. El vendedor me pregunta si necesito una de esas fundas que protegen a la ropa de la lluvia. Le digo que no. Me lo llevo puesto. Abrazo el desastre que tengo por delante. 

(El Comercio)