7.30.2012

Las luces, las luces, las luces


La psicóloga me pregunta cuál es el momento del día en el que me siento más feliz, pero sé que lo que quiere decir es: si quieres bailar, baila conmigo.

Estoy acostado sobre la camilla acolchonada, entre una sábana y una cobija de lana, caliente, seguro, con los ojos cerrados. Hablo bajo la influencia de una hipnosis leve, el comienzo de un desmayo que no distingo en ese momento. Lo apreciaré luego, cuando escuche la sesión reproducirse en mi grabadora y capte que de pronto empiezo a hablar en susurros.

Al final de un respiro digo estoy andando en bicicleta con los audífonos puestos, escuchando una canción. Ella no me pregunta qué canción estoy escuchando pero sabe que si quiere bailar puede bailar conmigo. No sabe o no quiere saber que pienso en Flight 180 de Bishop Allen, un tema que encontré en una cita a ciegas con el shuffle mientras escribía en el patio de un hotel en Guayaquil, al lado de la piscina que brillaba de calor, el vapor que licúa las estructuras.  

Hay canciones que te agarran por la nuca, te elevan y te muestran todo desde arriba. Si la distancia es la adecuada logras verte escuchando, cortando tu vida para escuchar.

No tenía nombre. Es decir que se llamaba track algo y lo primero que pude tener entre las manos para ponerle rostro a la sensación fue una frase que se repetía cada tanto en situaciones inesperadas: if you feel like dancing, dance with me. La escuché dos o tres veces, colgado, poseído por la feliz angustia de un descubrimiento, la falsa pero nunca tan verdadera convicción de estar escuchando una canción como nunca nadie la ha escuchando antes, ni siquiera la banda que la hizo, ni si quiera los fans de la banda que la hizo, ni siquiera esa chica que todas las noches piensan en matarse y se arrepiente y mejor se pone a bailar sola sin que se le mueva un pelo. Nadie nunca había escuchado esa canción como yo en ese momento concreto y perdido, de eso estoy seguro.

Su voz también es un susurro, un rumor dulce y comprensivo. Me pregunta qué sientes cuando estás en la bici escuchando esa canción. Siento que estoy llegando, le digo, no se dónde, pero siento que si sigo pedaleando protegido por la canción, si pedaleo y canto lo suficiente voy a llegar. Que cuando llegue sabré de qué se trata y le contaré cómo es. Si quieres bailar, baila conmigo. Se lo diría a cualquiera que pase a mi lado si el aislamiento que me permiten los audífonos fuera más bien un amplificador. A esa velocidad y en esas circunstancias la música te entrega el volante: hazte cargo.  

La canción viene desde un tipo que está sentado en un avión, del momento en que la azafata le toca la rodilla y le dice ponga su asiento en posición vertical, esa orden que tiene su onda dominatriz y a ratos se recibe, sí, como una invitación a bailar incluso para los que no bailamos en público. Hay tambores y violines y un pianito como de juguete. Hay una parte que me mata y es cuando el tipo confiesa emocionado que en el suelo se siente desconectado, como brillando por sí solo, y no le gusta. Esa misma noche, antes de irse a dormir, prenderá las luces, las luces, las luces, y le hará una señal al primer avión que pase. Mejor estar arriba que abajo.      

Esto lo sabré mucho después, cuando venza el miedo, lea la letra completa y enfrente su verdadero significado, que podría coincidir con mis deseos, o no. Antes pensaré que yo inventé esa canción o que esa canción se inventó para mí, me subiré a la bicicleta y rodaré gozando de la ignorancia selectiva, un don que te permite entender sólo la mitad de las cosas y rellenar la otra parte con lo que necesites, con lo que quieras, con lo que tengas a la mano. Hay frases que grabo a la primera pasada, some of the lights below / shine directly on the people I know / their lifes take such strange shapes. Otros momentos me los invento a medida para que calcen en mi vida, como cuando era niño y no sabía inglés y las letras de las canciones significaban lo que me diera la gana.  Antes de saber, antes de que el conocimiento arruine ciertas cosas para dar paso a otras, pensaré que hay un avión atravesando zonas de turbulencia y que por eso un hombre al lado de este tipo que canta recita las tablas de multiplicar en voz alta, para calmarse, pero que tampoco hay mucho que hacer y es mejor bailar si es que quieres bailar conmigo o con quien sea.

La psicóloga sabe que hablo de ser otro y actuar sin temor a las consecuencias. Me pregunta por qué no puedo hacer lo mismo siendo yo. Pienso que por eso estoy entre las cobijas, conozco la enfermedad, no el remedio. Hago un silencio que es para los dos, para que ella entienda que estoy pensando en lo que dijo, considerando seriamente la posibilidad de ser siempre yo; para que yo pueda volver a ser yo y deje de preocuparme por saber quién soy. Quiero estar en la bicicleta, escuchando esa canción en caída libre, creyendo que la gente que amo también la está escuchando y también me ama, que la gente que odio también la está escuchando y que por suerte todavía me odia, una persona que carece de enemigos se ve en apuros con frecuencia.

Al final de la sesión ella dirá que confíe más en mí, que sea yo mismo, que no necesito guardarme nada si no quiero. Yo pensaré que tiene razón. Nos despediremos con un beso en la mejilla, queriendo de verdad que al otro le vengan los días mejores que se merece. Ella se subirá a un auto, dará retro y me hará con la mano para luego tomar el volante y buscar su camino. La última imagen de la tarde serán unas gafas oscuras y una sonrisa amplia. Yo subiré a la bicicleta, me pondré los audífonos, buscaré Flight 180 y volveré a escapar en mi campo de fuerza rodante. No estoy curado, estoy bailando.

(Revista HabaManí. Julio, 2012)   
     

7.25.2012

HD en Lima



Dos años y cinco ediciones después, HD llega a Lima para presentarse en la FIL. La cosa será hoy a las 17h30 en la sala José María Arguedas, donde estaré conversando con Antonio Moretti. Se siente como estar revisitando un lugar en el que pasé un trozo de mi vida. Miguel, el personaje principal, tiene a estas alturas sus propios amigos, su propia vida. Mejor así. 


Esta portada nunca salió al aire (por lo menos no todavía), pero me gusta harto. El diseño es de Paolo Renella.     

7.23.2012

La mejor fiesta del mundo



Tengo amigos que sueñan con hacer una fiesta que se parezca al video de la canción “Meneando la pera” de Magic Juan. En ese video, el cantante de origen dominicano abre las puertas de su casa a unas cuantas mujeres en bikini que se bañan en su piscina y, cada vez que lo dicta el coro, se ponen una mano en la espalda, la otra en el piso y dan una media vuelta meneando la pera. Pues bien, sepan que al lado de los tres adolescentes que organizan la fiesta de Proyecto X –irónico que el caribeño haya salido de Proyecto Uno– Magic Juan es lo que se dice un niño de pecho. 

Me atrevo a escribir que esta película, disfrazada de comedia sexual con acné, pastillas de éxtasis y shots de tequila, es en verdad una cinta experimental inspirada en la pregunta generacional que define el siglo XXI: ¿hasta dónde podemos llegar? Déjenme decirles de entrada que tanto el comienzo como el final son absolutamente prescindibles, que lo que importa ocurre a partir del minuto 25, cuando un barril de cerveza cubierto de hielo se planta en el jardín, y termina casi una hora después, cuando un tipo embalado y sin camisa baja a un policía de un caballo para subirse y cabalgar victorioso por un barrio en llamas con Metallica sonando al fondo. Ok, sí, suena a un par de cosas que hemos visto antes y sobre todo suena a ¿Qué pasó ayer? (no es coincidencia que sea de los mismos productores). La diferencia es que esto pasó hoy, está pasando, lo estamos viendo y a medida que una fiesta que tenía todo para fracasar se convierte en una celebración épica, digna de emperadores romanos en ácido, al otro lado de la pantalla pensamos: la que los parió, se jodió todo. Gente que salta desnuda a la piscina, gente que se cuelga de las lámparas, gente que entra volando en una patineta y rompe las ventanas, gente que se lame el trago de la piel, chicos con chicas y chicas con otras chicas, un hombre pequeño encerrado en un horno y esa sensación de que sí, como lo ofrecieron en el poster, esta es una fiesta con la que sólo podíamos soñar, o ni eso. 

Proyecto X cumple, no tiene lecciones de vida, nadie va a salir de la sala siendo una mejor persona o cuestionando el mundo que le rodea, nadie, pero si en alguna facultad de cine existe tal cosa como un curso en el que se analiza el género “películas sobre fiestas”, ésta debería ser motivo de extensas monografías y ejercicios de recreación. Es increíble que sea creíble, que la euforia y el caos puedan registrarse con tanta fidelidad y detalle. Yo la vi ayer y tengo chuchaqui. Magic Juan no es nadie.

(El Diario, 22/07/12)

 

7.09.2012

13 años no sirvieron de nada


Cuando cumplí dieciocho años vivía en Nueva York y una de las primeras cosas que hice como mayor de edad fue ir al cine a ver American Pie. Como era de esperarse, la chica de la boletería me pidió una identificación antes de venderme la entrada. Yo tenía la mano lista, a centímetros de la billetera, y había ensayado ese momento en mi cabeza todo el día. La chica tardó varios segundos en localizar mi fecha de nacimiento hasta que dio con ella, me miró y quizás sospechó que se trataba de un documento falso, pero claro, ese no era su problema. Me senté en el medio de la sala, la entrada en la mano y en el corazón la esperanza humilde de ver a muchas mujeres desnudas.

Eso fue hace trece años. Fui al cine solo y vi menos de lo que esperaba. American Pie no era, como me habían prometido, una bisagra generacional en clave de comedia porno que retrataba a los adolescentes de finales del siglo pasado (de hecho, conseguí muchos más desnudos, y harto más interesantes, unos días después, cuando fui al mismo cine a ver Ojos bien cerrados, la última película de Stanley Kubrick, una película de verdad). Recuerdo, eso sí, que la ya ahora clásica secuencia en que Jim (Jason Biggs) se viene antes de tiempo después de ver sin camiseta a Nadia (Shannon Elizabeth), la estudiante de intercambio, se quedó conmigo algún tiempo y sirvió sus propósitos. Fuera de eso, recuerdo poco o más bien he querido olvidar mucho. Los personajes de American Pie eran demasiado buenos o demasiado tontos como para tomarlos en serio, les faltaba maldad, les faltaba rock. Y trece años después les sigue faltando.

Vi El reencuentro en Internet, no es una de esas películas que merezca la ida al cine y el gasto (aunque con mucho canguil y un balde de té helado quizás pase más rápido). Si me hubiesen invitado a esa reunión de colegio estaría aliviado, seguro de que esos personajes no le hacen ninguna falta a mi vida, que estoy mejor sin ellos. La vi sabiendo que sería mala, que no buscaría problemas, que justo cuando tuviera oportunidades de hablar con la verdad, cuando pudiera meterse de cabeza en líos matrimoniales o en esa como pena que te da cuando sientes que ya no tienes nada en común con ese pana al que le decías hermano, la historia me traicionaría, se bajaría los pantalones y haría el ridículo. Es mi culpa, claro, ¿cómo se me ocurre pedirle motivos emocionales al cuarto capítulo de una franquicia? Pensé que eso del reencuentro, que ya estamos grandes, que después de todo. Ahora siento que podríamos encontrarnos en la calle, saludarnos, fingir interés por la vida del otro y luego inventar cualquier excusa para seguir caminando. Cada cual por su lado. 

(El Diario, 08/07/12)  

7.02.2012

Sentirlo todo


Fiona Apple con los ojos cerrados. Una lámpara de velador ilumina las paredes rojas del cuarto, ella se hace a un lado, recoge los brazos, dobla las rodillas para guardar sus piernas y acuesta la cabeza sobre el pecho de un hombre con cabeza de cabra. Lleva más de tres minutos cantando Every Single Night, el primer corte de su nuevo disco, una canción sobre no poder dormir, sobre mariposas inflamando llamas blancas y sentir que el dolor es, literalmente, un segundo esqueleto tratando de encajar bajo la piel.

La veo cruzar un puente en París junto a un pulpo gigante, los tentáculos lubricados con baba, camino a la torre Eiffel que aparece inclinada y morada. Hemos llegado al primer coro –¿es el coro?, ¿necesitan todas las canciones un coro?– y ella abre esa boca enorme en la que cabemos todos: cada noche es una pelea con mi cerebro. Alarga la palabra cerebro, alarga el espacio en su cabeza y todos esos pensamientos que no han logrado ir al gimnasio durante el día rebosan de energía y le quitan el sueño. Debajo de una almohada, sus neuronas siguen carburando.

La costilla es la cáscara y mi corazón es una yema de huevo y acabo de preparar una comida para que nos asfixiemos. Esa lucidez sólo se alcanza con el insomnio, con el paso inútil de las horas, con una voz que podría morir de un ataque de honestidad si no fuera porque del otro lado, de este lado, tampoco podemos dormir y la vemos acostada sobre tierra oscura y húmeda, jugando con caracoles que se le trepan a los dedos y le calzan como uñas postizas. Fiona Apple en un video protagonizando el eterno resplandor de una mente sin descanso: diez millones de ideas hablándote al oído. 

El cabeza de cabra debe ser oficinista porque usa bóxer blanco, qué bajón. Sobre la cama un par de Adidas y una bola de discoteca. La última frase, yo sólo quiero sentirlo todo, se repite en tono psiquiátrico y es así como tenemos otra canción que nos libra de todo mal. Antes del corte a negro, Fiona desvía la mirada y se ríe con ojos y huequitos en las mejillas, segura de haber hecho lo que hizo. El pelo oscuro le conviene. Qué ganas de besarla.

(El Comercio, 01/07/12)