12.11.2020

CD/2020






¿En qué estaba pensando?
(todo lo que es el prólogo)

Había una vez. No. Sorry. Va de nuevo. 
Había una voz. Y era la mía. 

Había una voz. Suena bien, seguro lo escuché en algún lado. Un escritor copia, un artista roba. Nadie me considera un artista, es cierto, pero confieso que he robado. 

También podría decir: Había una vez un blog y, en ese blog, una voz. Pero es muy temprano para eso, el blog todavía existe: 629 entradas desde febrero del 2008 hasta la fecha; it ain’t nothing, como dicen. Si de verdad quieren saberlo, este libro es producto de ese blog: sí, un blog, esas cosas ahora vintage que parecían más el futuro que el presente y hasta eran concurridos pero hoy se ven, al menos de lejos, como objetos coleccionables sin coleccionistas, objetos inanimados que uno mira sólo cuando mira hacia atrás. (¿Les pasa lo mismo a los libros?, ¿le pasará lo mismo a este?) 

El blog en el que había una voz fue originalmente un producto de diario El Comercio. Ahora que lo pienso, quizás una réplica de los blogs (literarios en su mayoría) que incorporó El País de España a su web bajo el nombre clave ElBoomeran(g). Éramos jóvenes y bellos y techno. Pero, lo sigue cantando El Príncipe de la Canción: hasta la belleza cansa. 

Ahora suena raro y parece mentira, pero me pagaban por bloggear. No mucho, pero, hey, no a todo el mundo le pagaban por bloggear. Mi compromiso era postear dos veces por semana, cada lunes, cada jueves, y repartía los temas entre libros, películas y discos. Era un trabajo sucio -hablar bien de mis héroes hasta cuando no se lo merecían y despellejar a mis enemigos naturales- pero honrado y, sí, alguien tenía que hacerlo. Alguien con tiempo y data y algo de soledad entre las manos: Rob Fleming, el dueño de Championship Vinyl (que vendía vinilos bastante antes de que comprar vinilos fuera tan políticamente correcto como adoptar gatos), hubiese sido un buen blogger, por ejemplo; le sobran el conocimiento, las opiniones, y sabe que no siempre se trata de sorprender sino de mirar otra vez donde todos han mirado ya y amplificar el horizonte. 

Fui un blogger asalariado por un par de años y cobraba una vez cada seis meses para que el cheque tuviera razón de ser. Escribí entradas en trenes y en aviones; en hoteles y en casas de mujeres a las que no volví a ver; en librerías y en cines; en Quito, en Guayaquil, en Portoviejo, en Ámsterdam, en Buenos Aires, en Nueva York, en Panamá, en la Luna; en mis cinco sentidos y también a control remoto, totalmente intoxicado; escribí sobre mis amigos y, los que aún me quedan, han adoptado la sana costumbre de soltar una advertencia antes de contarme chismes que podrían incriminarlos, “mira conchatumadre, te voy a contar algo, pero júrame que no lo vas a escribir”; escribí sobre un par de amigas y, las que todavía me hablan, me dicen cosas como “cuando escribas esto di que tengo el pelo rojo, siempre he querido ser pelirroja, pero pelirroja natural, con pecas, ¿ya?”; escribí con confianza en lo que escribía, con fe en lo que escribía, odiando lo que escribía, seguro de que más que un ladrón era un estafador, un farsante, un mentiroso. Escribí para que me quieran por interno y para poder odiar en público. Y así me di cuenta de que uno sólo puede escribir lo que termina escribiendo y que el reflejo que te devuelve la pantalla puede ser lo mismo el retrato hablado de un criminal que un corazón de peluche o las muelas de un cadáver del que no queda otro rastro. 

Pero escribí. Eso es lo que cuenta, ¿no? Seguí escribiendo cuando me dijeron que los blogs habían pasado de moda y que ya nadie pagaba por mantenerlos. Escribí cuando la gente me dijo que no abandonara el blog y escribí cuando la gente lo abandonó y las entradas, los posts, eran mensajes en botellas que no podían flotar ni llegarle a nadie porque el océano a mi alrededor se había vaciado y yo mismo estaba hueco. 

Escribí, incluso, cuando me preguntaban, “¿sigues escribiendo?”, “¿en el blog?”, y acto seguido me decían “ya no te leo”, que es como decir ya no ocupas ni un desvío de mis pensamientos o ya no tengo tiempo para ti o te hubiera ido mejor si te morías joven. (Nunca he intentado suicidarme, pero varios doctores me han dicho, varias veces, “Tiene suerte de estar vivo.” Más de eso en el próximo libro). 

Y, me queda claro, seguí subiendo cosas al blog porque así, de una forma solitaria y silenciosa, organizando un archivo para nadie, me quedaba la esperanza humilde de ser un escritor, uno de esos a los que se los aplaude con una sola mano. 

El blog fue y será siempre una isla rodeada y sostenida por aguas internacionales, sin reglas, sin castigos, sin asambleístas, sin constituyentes, un cuarto de juegos donde nadie puede perder porque a nadie le interesa ganar. 

Y escribí cuando empezó el estado de excepción, el 17 marzo del 2020, cuando se suponía que el CV19 sería temporal, pasajero, cosa de dos semanas. 

Quería escribir un diario unplugged, para adentro, tranqui, sobre las aventuras de un personaje/narrador que enfrenta el aislamiento y descubre, contra todo pronóstico, que se aguanta a sí mismo y que, a veces, en los días buenos y antidepresivos y ansiolíticos mediante, hasta se cae bien y disfruta de su propia compañía. Una especie, creo, de manual de supervivencia (¿cómo ser cómplice de uno mismo?) y entretenimiento para los que viven solos y se inclinan por la misantropía. Iba a ser sobre mí y para mí y para #gentecomouno. 

¿En qué estaba pensando? 
La realidad siempre se encarga de corregir nuestros planes. 

Al principio parecía una broma, casi un feriado, pero la broma se estiró hasta el absurdo y luego hasta el horror y de seguirse estirando podría cubrir el cielo y que nos trague la noche. El 2020 (habrá libros y películas con ese título; tatuajes, canciones y, obvio, una generación entera que expiró en esa cifra) ha durado tanto que es mejor publicar ahora y no esperar a que se termine y callar para siempre. 

El encierro, la curva pronunciada y ascendente, el miedo a los otros, la falta de comida, el aumento en el consumo de drogas, los negocios cerrados, los empleados despedidos, los emprendimientos gansteriles, los artistas sin público, los que ya nunca volvieron a la vida que tenían ni a ninguna otra, la sangre agria de una raza política cuya única oportunidad de redención es el suicidio colectivo, los cuerpos abandonados en las calles, cubiertos por sábanas floreadas, fritos por el sol y coronados por moscas como drones. 

Este diario tiene un orden cronológico, sí, pero no una secuencia lineal donde un capítulo se conecta con otro como en una serie de Netflix. Cada cartílago, cada día, puede leerse como una criatura independiente, alimentada por emociones distintas: las llamas de la realidad, la tormenta de la ficción. Lo que pude registrar no fue plano sino cúbico: un día veía una nariz, otro día veía una oreja; un día decía ya, tocamos fondo, de aquí sólo se puede ir para arriba, y no, nada que ver. Seguimos cayendo con los ojos cerrados. Seguimos despertando con los ojos abiertos. Seguimos como si nada. Seguimos como si todo. 

Capto que darle continuidad a esos días fue imposible, que el caos era el único camino para entender lo que no tiene sentido. Y que cuando estás acorralado aprietas bien las muelas y lanzas golpes y que algunos de esos golpes aterrizan en tu cara. 

Este es el comienzo de una historia. Así, como fue: en pedazos.




Agradecimientos 
(este libro no hubiese existido sin) 
La Conce & El Ing. Chispo • El Arq. Familia • Faidu • El Monstruo & La Íntima • MoniQ & Jerry • El Patrón • El Doctor • Doggy Dogg • Primavera 0 • Revista Mundo Diners 
• 
Y todos los que han leído/compartido el blog incluso cuando no era lo correcto ni, mucho menos, lo más conveniente. 


Infielmente suyo, 
@pescadoandrade



12.01.2020

La verdadera historia del Himno Nacional




Vamos a tocar el Himno Nacional, tienen que ponerse de pie
- Frank Sinatra - 


La place Claude-François, en el Distrito XVI de París, al costado derecho del Sena, le debe su nombre a una estrella pop que tenía 39 años cuando, mientras tomaba un baño de tina, notó que la lámpara que lo alumbraba parpadeaba. Se puso de pie, sus pantorrillas todavía en el agua enjabonada, levantó el brazo para ajustar la bombilla con la mano, recibió una descarga eléctrica y murió. Esto ocurrió el 11 de marzo de 1978. 

Al día siguiente, en la otra orilla del mundo, el New York Times publicó una pequeña nota, apenas once líneas repartidas en tres párrafos, que termina así: componía la mayoría de sus canciones, y también interpretaba muchos hits americanos. El periódico, que a finales del pasado septiembre reveló una investigación según la cual Donald Trump pagó en impuestos nada más que 1.500 dólares durante sus primeros veinticuatro meses en la Casa Blanca, y debe, en préstamos que se vencerán en los siguientes cuatro años, un aproximado de 300 millones de dólares, se olvidó de decir que es en América, lo que ellos llaman América, donde más se ha escuchado una de las melodías de Claude François, mejor conocido como Cloclo. 

Paul Anka, nacido en Ottawa, capital de Canadá, ciudad que limita con la franco-parlante Quebec, solía vacacionar con su familia en el sur de Francia, y fue ahí donde escuchó por primera vez, en 1968, la canción Comme d’habitude (Como de costumbre), hasta ahora, y en gran parte gracias al mismo Anka, el tema más popular de Cloclo; aunque el canadiense hable de el más bien con distante indiferencia: era el hit mediocre de un cantante francés, la historia de un matrimonio aburrido, y era muy gráfica; la escuché y supe que podía ser mejor. Según Paul Anka, la conversación en la que se hizo con los derechos de la canción duró media hora, o menos. 

La letra de Comme d’habitude se traduce así: 

Yo me levanto y te empujo 
Tú no te levantas, como de costumbre 
Pongo la sábana sobre ti 
Tengo miedo de que sientas frío, como de costumbre 
Mi mano acaricia tu pelo casi a mi pesar 
Pero tú me das la espalda, como de costumbre 

Después, me visto rápido 
Y salgo del cuarto, como de costumbre 
Tomo el café totalmente solo 
Y ya estoy atrasado, como de costumbre 
Me voy de la casa sin hacer ruido, como de costumbre 
Afuera todo está gris, como de costumbre 
Tengo frío, levanto el cuello de mi camisa 

Como de costumbre 
Voy a jugar a simular todo el día 
Como de costumbre, voy a sonreír 
Como de costumbre, hasta me voy a reír 
Como de costumbre, trataré de vivir 
Después, el día pasará 
Yo, yo volveré, como de costumbre 
Tú habrás salido, y no habrás vuelto aún 
Como de costumbre, me iré a acostar solo 
En esa cama grande y fría, como de costumbre 
Y esconderé mis lágrimas 

Pero, como de costumbre 
Incluso en la noche, voy a jugar a simular 
Como de costumbre, tú regresarás 
Sí, como de costumbre, yo te esperaré 
Como de costumbre, me vas a sonreír 
Sí, como de costumbre Como de costumbre, te vas a desvestir 
Sí, como de costumbre, te vas a acostar 
Como de costumbre, nos besaremos 
Como de costumbre, ambos fingiremos 

Sí, como de costumbre, haremos el amor 
Como de costumbre, los dos fingiremos 

La escucho por enésima vez para transcribir la letra, y no me parece nada mediocre: la música, una balada pop con arreglos de cuerdas y vientos dignos de la Filarmónica de Londres o de la OTI de José José, tiene un poder y un empuje asombrosos, y eleva la melodía por encima de las nubes; la apasionada y desesperada y enloquecida interpretación de Cloclo grita todo eso que no se dicen las parejas que, bajo el mismo techo y bajo la misma pandemia, llevan meses enteros sin dirigirse la palabra. 

Claude François se hizo popular en 1962, cuando empezó, sí, es cierto, a traducir al francés éxitos anglo como Made to Love, de los Everly Brothers, acertadamente doblada como Belle, Belle, Belle, para luego pasar a las grandes ligas del rock and roll con temas de Los Beatles: sus versiones de I Want to Hold Your Hand (Laisse moi tenir ta main) y From Me to You (Des bises de moi pour toi) son tan ingenuas y encantadoras como a go-gó, perfectas para, digamos, ese Batman con panza que en las carnes de Adam West vencía a sus archienemigos bailando twist en los 60s. 

Ahora bien, no fue nada de esto en lo que pensó Paul Anka cuando decidió conservar la melodía de Comme d’habitude pero reescribir la letra. A finales de 1968, Frank Sinatra estaba en Miami filmando la cinta Lady in Cement con una mojada y furiosa Raquel Welch. El 68’ fue un año clave para el rock. El Álbum Blanco de Los Beatles había ensanchado y diversificado su música hasta lo imposible, Jimi Hendrix y Pink Floyd crecían con la venta de sus respectivos discos debut, y en Europa se formaban Black Sabbath y Led Zeppelin. Así las cosas, cuenta el propio Anka, Sinatra se sentía perdido en un mundo que lo había adorado tanto y ahora lo desconocía y lo castigaba con sonidos distorsionados, con un ruido eléctrico que él trató de escuchar de la mano de su joven esposa, Mia Farrow. Sinatra odiaba a Elvis Presley y cuando escuchaba a los cuatro de Liverpool sólo podía preguntar una cosa, “¿Qué es esta mierda?” Curioso que años después grabara Something, el último tema que George Harrison cedió a Los Beatles, y se refiriera a ella como “Una de las mejores canciones de amor que se han escrito en los últimos cincuenta o cien años, y nunca dice te amo.” 

Todavía en Miami, Anka visitó a Sinatra y el cantante más grande que ha pisado esta tierra le dijo “Voy a renunciar y me voy a largar de aquí”, refiriéndose no al rodaje de la película sino a la industria de la música. Afortunadamente, Paul Anka le creyó. Después de la visita, volvió a su hotel y entre la una y las cinco de la mañana, preocupado y afiebrado por el desvanecimiento de de su ídolo, despachó la letra de My Way en una máquina de escribir eléctrica y con una sola consigna en la cabeza: ¿Qué diría Frank? Dos meses después, tras haberla grabado en una sola toma en un estudio de Los Ángeles, Sinatra llamó al compositor canadiense y le dijo “Paulie, lo lograste, ésta es LA canción.” Y no se equivocó. My Way, que llegó a las radios y a las tiendas con las primeras luces de 1969, sería de ahí en adelante, más que cualquier otra, la cédula personal e intransferible de Francis Albert Sinatra. De hecho, RCA, la disquera de Anka, le reclamó por habérsela entregado, pero él dijo, “Hey, soy lo suficientemente joven para escribirla, pero no lo suficientemente viejo para cantarla. Esa canción es de él.” Paul Anka tenía veintisiete años, la edad que los rockeros decentes escogen para morir; Sinatra tenía cincuenta y tres. 

(Corte a: 16 de julio de 1994. Los tenores Plácido Domingo, José Carreras y Luciano Pavarotti la cantan con un marcado acento extranjero. Sinatra, de setentaiocho años, los ve desde su asiento en primera fila y no puede creer lo que está viendo ni, mucho menos, lo que está escuchando. Al final, los tenores levantan cada uno su mano izquierda y lo señalan con respeto y humildad y eso que llaman amor. Sinatra se pone de pie, aplaude, les lanza un beso, vuelve a aplaudir. Pero son los tenores los que terminan aplaudiéndolo a él, que morirá cuatro años más tarde). 

La letra de My Way, conocida en español como A mi manera y bautizada por su mejor intérprete como El Himno Nacional, es incontenible y hasta dan ganas, muchas ganas, de vivir con la única meta de ganarse el derecho a cantarla justo antes de que, irónicamente, se prendan las luces y quien la cante desaparezca entre ovaciones; minutos o segundos antes de que quienes la escuchan dejen de aplaudir y recojan sus cosas y regresen a sus casas para ya no vernos nunca más. En español la cantan desde Julio Iglesias hasta Vicente Fernández (en una versión ranchera cuya música supera, por mucho, a su letra), pero fue la argentina María Marta Serra Lima quien se apropió realmente del tema, al punto de presentarla como la canción más importante de su carrera, el éxito “con el cual la gente en todo el mundo me identifica.” 

María Martha canta esto: 

Estoy mirando atrás, y puedo ver mi vida entera 
Y sé que estoy en paz, pues la viví a mi manera 
Crecí sin derrochar, logré abrazar el mundo todo 
Y más, mil sueños más, viví a mi modo 

Dolor, lo conocí, y recibí compensaciones 
Seguí sin vacilar, logré vencer las decepciones 
Mi plan jamás falló, y me mostró mil y un recodos 
Y más, sí, mucho más, viví a mi modo 

Esa fui yo, que arremetí 
Hasta el azar, quise perseguir 
Si me oculté, si me arriesgué 
Lo que perdí, no lo lloré 
Porque viví, siempre viví, a mi manera 

Amé, también sufrí 
Y compartí, caminos largos 
Perdí, y rescaté, mas no guardé tiempos amargos 
Jamás me arrepentí si amando di todos mis sueños 
Lloré, y si reí, fue a mi manera 

Qué pueden decir, o criticar 
Si yo aprendí a renunciar 
Si hay que morir y hay que pasar 
Nada dejé sin entregar 
Porque viví, siempre viví, a mi manera 

Leo esto y pienso que quizás, en un decreto de justicia poética y de manera completamente accidental (acaso la verdadera forma de hacer justicia), Paul Anka escribió la letra de My Way también para Claude François. Cloclo, que se preocupó en cultivar la imagen de un ídolo de juventudes al punto de ocultar, durante cinco años, la existencia de su segundo hijo pues le parecía que dos niños eran demasiados para un artista que apelaba, en gran medida, a las adolescentes que le pedían dinero a sus padres para comprar sus discos, vivió muy a su manera. Tuvo entre sus filas a un grupo de bailarinas llamadas Clodettes; giró todo lo que pudo por Europa y, en 1971, se desplomó sobre un escenario de Marsella a causa del agotamiento; se libró de una bomba puesta y detonada por el Ejército Republicano Irlandés (IRA, por sus siglas en inglés), mientras hacía una visita promocional a Inglaterra en 1974; fundó y manejó dos revistas, una dedicada al público juvenil y otra reservada para el público adulto, en esta última también fungió de fotógrafo; y vendió setenta millones de discos antes de, en vísperas de su primera gira por Estados Unidos, morir pegado a un foco de luz. (Para más información, ver Cloclo, del 2012, protagonizada por el gran Jérémie Renier). 

Pero nada, nada, como My Way, que en versión de Sinatra y durante un año eminente y mundialmente rockero, 1969, se mantuvo en la lista de las cuarenta canciones más escuchadas en Norteamérica durante setentaicinco semanas seguidas, un récord que nadie ha podido alcanzar hasta el sol de hoy. 

Para cantar My Way, insisto, hay que ganársela. Como Elvis, que nunca pudo cantarla como se debe, pero vaya que se la merecía. Como los buenos borrachos, que vuelven a su hogar de madrugada después de haber dejado el alma y el dinero en algún lugar que nunca existió. O como Sid Vicious, que grabó la versión punk con Los Sex Pistols para una secuencia inolvidable de la película The Great Rock N’ Roll Swindle (La gran estafa del Rock N’ Roll), que concluye cuando él suelta el micrófono y toma un arma y asesina al muy emperifollado y muy adulto público presente. Así quería matar yo a todo al mundo, en algún lugar de mi adolescencia, cuando descubrí a Los Pistols. Mi padre, el primero en entregarme esta canción, naturalmente, vía Sinatra, nunca reclamó, me dejó escuchar My Way a mi manera y a todo volumen. Como corresponde. 

Y bien, creo que sólo falta un detalle, algo no menor: la traducción al español de la letra de Paul Anka, pues en nuestro idioma nunca se ha cantado con fidelidad. Les diría que me disculpen por el atrevimiento y la torpeza, pero I did it my way. Jódanse. 

El final está cerca, y me enfrento al último acto 
Amigos, lo diré claramente 
Expondré mi caso, pues sólo tengo certezas 
 He vivido una vida plena, viajé por todas las carreteras 
 Y más, bastante más, todo lo hice a mi manera 
 
Me arrepentí un par de veces 
Pero, la verdad, demasiado pocas como para mencionarlo 
Hice lo que tuve que hacer, siempre dándome cuenta, sin excepciones 
 Planeé cada recorrido, cada cuidadoso paso sobre el camino 
 Y más, bastante más, todo lo hice a mi manera 

 Sí, hubo momentos, ustedes seguro lo saben 
 En los que mordí más de lo que podía masticar 
 Pero incluso entonces, cuando tuve dudas 
 Me las comí para escupirlas 
 Lo enfrenté todo, me mantuve de pie 
 Y lo hice a mi manera 

 Amé, reí y lloré 
 Me dieron lo que merecía, y perdí ciertas cosas 
 Y ahora, que las lágrimas vienen en camino 
Todo me parece asombroso 
Pensar que hice todo lo que hice 
Y dejen que diga esto sin vergüenza 
Yo no siento vergüenza 
Porque lo hice a mi manera 

 ¿Para qué sirve un hombre? 
¿Qué es lo que tiene? 
 Si no es él mismo, pues no tiene nada 
Tiene que decir las cosas que verdaderamente siente 
Y no las de aquel que se arrodilla 
La Historia lo muestra, recibí los golpes 
Y lo hice a mi manera



@pescadoandrade / @mundodiners