3.29.2016

Las ventajas de perder la razón


El amanecer de la justicia lleva apenas cinco días en cartelera y ha recaudado casi 500 millones de dólares en taquilla. ¿Por qué?, si se supone que a nadie le gustó. ¿Por qué?, si la crítica la destrozó y la usó como excusa para crear varias piezas de literatura breve que se merecen la posteridad. ¿Por qué?, si el público se burló abiertamente de ella en redes sociales: Sad Affleck es el mejor Spin-off en la historia del cine ¿Por qué?, si Doomsday parece una Tortuga Ninja que se inyecta esteroides. ¿Por qué?, si la Mujer Maravilla no sale desnuda. ¿Por qué?, si es larguísima. ¿Por qué?

La he visto dos veces. La primera, con amigos treintañeros para quienes la cinta pierde toda credibilidad (si es que la tuvo en algún momento) cuando decide resolver uno de sus varios conflicto usando a la madre de Superman como lazo para atarlo a Batman. La escena, de pretensiones freudianas, es digna del peor culebrón latinoamericano pero, también, de los cómics más jugados, los que han llevado la sensibilidad de los personajes a niveles prohibidos: All-Star Superman y Superman For All Seasons, por ejemplo. Esa tarde, durante esa primera función, había adolescentes que, según lo que escuché, sólo querían ver a Batman dándole una paliza a Superman así que con eso el asunto quedó zanjado.

La segunda vez fui al cine solo y me senté en el centro de la sala, como corresponde. Habían pasado más de cuarenta y ocho horas y seguía con la impresión de haber visto algo enorme, colosal, épico. Necesitaba saber si era verdad. Y sí, lo era. Lo es. El director Zack Snyder ha hecho una película absolutamente incomprendida, empezando porque ni siquiera él termina de entenderla: la historia avanza a un ritmo tan vertiginoso que agota (me lo dijeron varias personas: salí agotado) y además se ramifica lo suficiente como para extraviar a cualquiera, conozca o no los antecedentes del mito, tenga o no tenga brújula intelectual. A veces, parecería que la película se trata sobre un viaje al fondo de la cabeza de un director de cine que ha perdido la razón, que sueña con gigantes y que levita con violencia sobre lo terrenal para hablar y filmar desde el olimpo: una película sobre un cineasta que ya no pertenece al reino de este mundo. Me imagino una biopic donde Zack Snyder habla y se mueve con la ansiedad histérica de Howard Hughes, donde sólo él entiende lo que quiere, donde sólo su mirada puede abarcar el horizonte de sus ambiciones, donde el cineasta ha llegado a la terrible y solitaria conclusión de que para filmar a los dioses debe pensar como uno de ellos.

Zack Snyder creyó que estaba haciendo Los diez mandamientos de Cecil B. DeMille o Ben-Hur de William Wyler: quizás en sus fantasías más húmedas aparece Charlton Heston como el presidente de los Estados Unidos o algo así. Quiso pintar la Capilla Sixtina en la pantalla de un IMAX. Y no está mal, si estás en Hollywood y te han encargado el Universo DC –repito: si te han encargado el universo– lo menos que puedes hacer es pensar en grande, más aún con los himnos bélicos de Hanz Zimmer y Junkie XL, que son un fuerte y claro llamado a las tropas. Snyder apostó por sus delirios y aunque no todos pagaron hay varios que se materializaron sospechosamente bien: ahí está la peor pesadilla de Batman, un mundo controlado por un ejército oscuro y autoritario que lleva el símbolo de Superman cosido en los hombros, un mundo donde el Caballero de la Noche se ve obligado a dejar de ser un caballero, a romper su única regla y descargar el plomo de su causa sobre la gente a la que algún día juró proteger. Snyder cruzó el límite y con todos sus excesos, algunos de un preciosismo nunca antes visto y otros de un egoísmo impenetrable, hizo una cinta gigante dentro de una liga de cintas gigantes, una película tan grande que es incapaz de doblar el cuello y observar lo que está pasando a sus pies.    

Y es a ese desequilibrio mental, provocado, como todos, por un arrebato del sentimiento, al que por lo menos yo le debo cinco de los mejores momentos de mi superhéroe favorito (tomando en cuenta películas anteriores, libros, series animadas y otras deidades de religiones varias). 1) Cuando Superman rescata a Louis Lane (que, dicho sea de paso, ha quedado para eso, para ser rescatada) en África y no es más rápido que una bala sino que es la bala misma. 2) Cuando Superman flota sobre una ciudad inundada que nos recuerda demasiado a New Orleans sumergida en la rabia del Huracán Katrina, en agosto del 2005: la gente ha pintado el código kryptoniano de la esperanza en un techo para llamar a un milagro pero ese milagro no sabe si debe ocurrir o no. 3) Cuando Louis Lane le pregunta a Clark Kent si puede amarla y seguir siendo él mismo (¿no es lo que nos preguntamos todos?) y él se mete con todo y ropa en una tina de agua blanquecina, lechosa, y ataca a su mujer con besos irracionales. 4) Cuando cruza la frontera para salvar a una niña en México donde, vaya coincidencia, están celebrando el día de los muertos y quienes lo miran lo miran desde sus caras pintadas con el rostro de la muerte: Superman devuelve a la niña a los brazos de su familia, la gente lo toca como si se tratara de un Santo, reflejándose en su gloria como si fuera el Salvador durante tantos siglos anunciado, y él no puede hacer otra cosa que consumirse en la vanidad del momento. 5) Cuando toma la lanza con punta de kryptonita y, mientras sus células se debilitan, mientras se muere antes de morir, vuela hasta clavar la lanza en el pecho de Doomsday, el demonio que le devuelve la estocada, que lo atraviesa con sus huesos y lo deja colgado en la tragedia de los héroes. 

3.21.2016

Alguien tiene que mentir


During my years as an addict, 
I'd  become an accomplished liar, 
and the sad truth is that sort of skill sticks with you. 

Stephen King -

Bienvenidos a Venice, una playa al costado oeste de Los Ángeles donde lo que te estimula no es el clima sino la sensación térmica. En Venice no importa quién eres sino cómo eres y, sobre todo, si puedes mantener la vibra, la buena onda que sostiene a este lugar. En Venice la gente camina, anda en bicicleta y fuma chafos viendo el atardecer. Todo bien. Cierto tipo de lentes y cierto tipo de chicas podrían hacerte pensar que estás metiendo los pies en aguas hipsters, pero no. Venice es más bien tranqui, un lugar perfecto para chillear de por vida. O eso es lo que parece.  
Flaked, protagonizada por Will Arnett, pasa en Venice y bastan un par de escenas y un par de diálogos para entender por qué no podría pasar en ningún otro lado: la serie observa el comportamiento de una especie particular dentro de su hábitat natural con el rigor de un  documental tipo Nat Geo, pero, claro, esto es bastante más divertido. Esto es, al comienzo, como una canción de los Beach Boys que se volvió realidad: todos se conocen, todos se ayudan, las chicas son hermosas y sensibles, los chicos andan en patineta y sin camisa. Relax, dude: si no le pides nada, Venice te lo dará todo.    

Si están pensando quién es Will Arnett, pues ni su rostro ni su voz son tan difíciles de ubicar: fue y sigue siendo GOB “Joeb” Bluth en la comedia de culto Arrested Development, Nathan Miller en la más conservadora The Millers, Batman en su versión animada del universo de LEGO y BoJack Horseman, aquel caballo decadente y existencialista, en la serie homónima. Lo que resulta impresionante, en el mejor sentido de la palabra, es ver –literalmente, presenciar el evento– cómo se reinventa al centro de Flaked haciendo de Chip, un personaje relajadamente conflictuado, un alcohólico “recuperado” que de a poco se convierte en el algo así como la autoridad moral de Venice.

En las reuniones de Alcohólicos Anónimos se buscan, entre otras cosas, la serenidad para aceptar las cosas que no van a cambiar, el valor para cambiar lo que se puede cambiar y la sabiduría para reconocer la diferencia entre lo uno y lo otro. A diferencia de quienes lo dan todo por sentado, un adicto vive día a día tratando de no volver a ser lo que fue por tanto tiempo (los años perdidos se dilatan en la memoria hasta convertirse en la mitad de tu vida o algo peor), marcando una línea entre el pasado y el presente, alimentando al monstruo que lleva adentro para que se quede tranquilo: alimentándolo con mentiras si es necesario.

Venice, según cuenta Chip, era una comunidad que, como él antes de desintoxicarse, estaba en ruinas, “Corrías peligro si estabas sentado en la sala de tu casa”, dice. No es coincidencia que varios de los personajes secundarios (los actores David Sullivan, George Basil y Robert Wisdom brillan cada vez que aparecen; y, ya que estamos en estas, la actriz Ruth Kearney puede dejarte ciego) sean otros alcohólicos recuperados que más que redención buscan paz: el sueño imposible de estar cómodo bajo tu propia piel. Y no es coincidencia, tampoco, que la serie encuentre a Venice luchando contra el progreso para salvar el alma: si nos costó tanto ser lo que somos, ¿por qué tenemos que cambiar?

Al final de la primera y hasta ahora única temporada de Flaked (si hacen otra corren el riesgo de arruinar una nouvelle perfecta) queda claro que como en las mejores novelas negras norteamericanas, que dicho sea de paso nacieron en Los Ángeles, el misterio siempre estuvo ahí, frente a nuestros ojos, y que nosotros también hemos sido engañados de alguna manera por Chip, que es, al parecer, el único que realmente sabe lo que está pasando: necesitamos creer que alguien que estuvo igual de perdido que nosotros pudo atravesar la oscuridad porque si él pudo, quizás, con suerte, nosotros también podamos. “La vida no se vuelve más fácil, sólo te acostumbras a lo difícil que es”, dice Chip. 

Flaked, creada por el mismo Will Arnett, que es canadiense, y por el escritor británico Mark Chappell (los guiones de cada episodio van firmados por los dos), ingresa con sobra de méritos en la tradición de algo que podríamos llamar “Estados Unidos contado por inmigrantes”, un país medio inventado, amplio y competitivo donde conviven, por ejemplo, las novelas de Vladimir Nabokov y las películas de Billy Wilder: historias muy americanas escritas y filmadas por gente de afuera que se quedó adentro. Flaked puede jugar en esa liga, cumple con todos los requisitos, paga todas sus cuentas y queda con saldo a favor: además de una selección de bandas y canciones más que decente (Cosmic Vibrations de Foxygen es increíble), la música original es de Stephen Malkmus, una de las varias mentes brillantes detrás de los noventeros y atemporales Pavement. Flaked tiene la estructura desestabilizadora de una historia policial de Raymond Chandler, el humor casi folklórico de los hermanos Coen (Chip, a veces, llega a los niveles del Dude en The Big Lebowski, pero sin la cuota zen), la estética bronceada de Hal Ashby y el tono íntimo y confesional de las memorias de Joan Didion. Will Arnett y Mark Chapell quizás no sean estadounidenses, pero se nota que han visto, leído y escuchado lo suficiente como para postular a la ciudadanía.  

Flaked sería demasiado gringa si sus influencias más evidentes no estuvieran puestas en práctica con el objetivo de mostrar, a veces por accidente y otras en defensa propia, los  rincones más vulnerables de su personaje principal. Chip no es una mala persona, no quiere serlo, al contrario, suele partir con buenas intenciones pero se desvía inevitablemente en el camino. Chip miente para no hacer daño y termina hiriendo y alejando a la gente que lo aprecia y se preocupa por él. Chip trata de esquivar las oportunidades de traicionar a sus amigos hasta que ya no tiene más remedio. Chip no quiere enamorarse porque sabe que está contaminado pero esa distancia que guarda con el mundo lo hace atractivo. Chip no quiere mentir, pero alguien tiene que hacerlo. Chip no quiere cagar a nadie, pero no se puede vivir así.  

(El Comercio)

3.07.2016

Escena en la campiña manabita



Cacho de moza duele más que el de la esposa.
–dicho popular–

Es domingo y estás pasando la tarde con la family en el Chopin. Todo tranquilo. Suavón. Ya fueron a ver una película para niños doblada al español porque si no los manes no entienden y vinimos fue por ellos, una nota con tototaurios, como dice mi hija la menor; ya comieron nachos con queso y tuviste que salir de la sala y comprar otro canguil porque aquí a mi pana se le cayó la funda y ya mismito se ponía a chillar. Como cinco dólares por una funda de canguil, déjate de huevadas. Ya vieron los muebles que tu mujer quería ver, tú sólo quieres comprar los que la man quiera para que esté contenta, pero ella quiere es seguir viendo, la man, más claro, quiere irse a Guayaquil a ver muebles en ese, ¿cómo es?, Plaza Lagos; deciden no comprar un juego de sala ahorita pero queda claro que tu mujer quiere un juego de sala nuevo y lo quiere ahorita. Ya vieron los televisores inteligentes y si lo diferimos a doce meses el golpe casi ni se siente, es como que te lo estuvieran regalando, pero igual mi compadre dice que con los impuestos y todo eso sale más barato comprarlo en Panamá y de paso nos pegamos un viajecito al Caribe, qué dice, mija, ¿se quiere ir a Panamá?, la cosa es que necesitamos uno urgente para la sala porque el de la sala ya está como para la cocina. Los pelados ya jugaron en el Play Zone, el mayor está perdido en ese, ¿cómo es que se llama?, Guítar Hiro, ojalá no me salga como el tío que tiene treinta y cinco y sigue hecho el rockero, horrendo ridículo es lo que eres, gil, consigue camello, chucha, ayuda a tu vieja, con razón que sigues soltero, ¿seguro que no es meco?, pregúntale a mi mujer a ver si no te bota de la casa. Ya hicieron todo lo que se puede hacer en el Chopin y cuando se te empieza a dañar el mate, cuando empiezas a pensar qué chucha, el domingo es para la familia pero qué chucha, yo ya cumplí, y tu mujer y tus hijos están esperando la pizza familiar con salami y chorizo de Ch Farina (bien que antes comías Roccos y ahorita eres puro Ch Farina), justo cuando te están preparando la orden para llevar y comer en caleta ves a esa zorra sentada con otro man frente al KFC. Ve’sta perra, con razón no me habías escrito en todo el día. Sucia. Ojalá te atores con el pollo, chola de mierda. Por lo menos límpiate el sebo de la trompa, no seas puerca. Quién también será esa ficha. La hijueputa te mira y hasta te saluda porque así son esas hijueputas, pero tú te haces el loco y ni siquiera levantas la mano porque le dijiste a tu mujer no hables huevadas, a esa man ni la conozco, más claro esa nota se acabó hace rato y si tu mujer se da cuenta es capaz de arrastrarla de las mechas de aquí a Manta. Estás pariendo. Apriete, compadre, apriete. Sal rápido pizza chuchas de tu madre. Por suerte tu mujer está con toda la novelería del iPhone 6 que le regalaste para navidad y pasa es chateando con el grupo de las compañeras del colegio, un poco de gordas vagas: La Tutú está de compras en Colombia, dice que todo está baratísimo, está con el marido, esa era más puta que. Su pizza, caballero, buen provecho, ¿y la cola?, áhi, cierto, espéreme un ratito que ya se la traigo. Más adentro, dijo el maricón. Agarra la pizza, Capitán América, le dices a tu hijo el mayor, cuidado te quemas que está caliente, tú agarras a la más chiquita y caminas derechito al ascensor porque aunque uno se demora más a tu mujer le gusta subir y bajar por el ascensor del Chopin y aunque esté chiflada es mi mujer. Y esa maldita te mira con cara de a ver, dime algo, dime algo, pues, dime algo a ver si no te armo horrendo pedo aquí mismo, ¿tu mujer sabe que ayer a esta hora estabas culeando conmigo?, ¿qué le dijiste, que estabas con el ingeniero o que estabas jugando pelota?, qué vas a jugar tú, gordinflón. Si tu mujer levanta la mirada, si se desprende medio segundo del teléfono y se da cuenta, se va todo a la verga. Apriete, compadre, apriete. Ven rápido ascensor chuchas de tu madre. El ascensor llega y tu mujer casi se tropieza porque sigue clavada en la pantalla del iPhone 6 y tu empiezas a respirar más tranquilo. Qué chucha, el domingo es para la familia. Más tarde te llega un wasáp de la perra que dice sus niños están grandísimos, qué lindo se lo ve en familia. Tu no respondes porque lo que quieres es partirle la trompa, ponerle gafas, y seguir entrándole a bolsa.   

(SoHo)

3.01.2016

I LOVE RINGO



A los seis años, en un quirófano del Hospital para Niños de la calle Myrtle de Liverpool, le quitaron el apéndice y el espacio que los médicos dejaron vacío fue asaltado enseguida por una peritonitis que le sopló las vísceras, lo mantuvo en coma durante varios días y en reposo durante más de un año. Pero se salvó y esa intermitencia en el mundo, ese llegar un poco antes o un poco después que aún conserva cuando toca, le enseñó a respirar a destiempo. Entre los trece y los quince años, esa edad en la que uno empieza a intuir lo que algún día será, vivió internado en un sanatorio, aplastado por el peso de la tuberculosis atravesándole las costillas. Pero se salvó y fue allí, acostado en una cama de metal y por recomendación de las enfermeras, donde tocó un tambor por primera vez y manoseó los rasgos redondos de su destino. En octubre de 1988, casi veinte años después de la separación de Los Beatles, dos décadas que gastó bebiendo y drogándose y haciendo cosas que ya no recuerda, tras una noche en la que destrozó su casa y también el rostro de su esposa, Ringo Starr se internó en una clínica de rehabilitación en Tucson, Arizona. Y volvió a salvarse. Y volvió a tocar.

*

La fila comienza en las puertas de un teatro, sobre la avenida Flatbush, en Brooklyn, Nueva York, y da vuelta a la cuadra. La gente que frecuenta conciertos de rock suele aprovechar este tiempo muerto para intoxicarse de alguna manera, pero este, aunque lo fue, ya no es ese tipo de gente. Las mujeres llevan mallas ajustadas pero blusas bastante holgadas, y los hombres marchan en pantalones tipo kaki, con pinzas, y en vez de preguntarle al de atrás o al de adelante cuánto cuestan las pepas de éxtasis y quién las vende, se miran los zapatos y dicen cosas como esos se ven súper cómodos, ¿qué marca son?, ¿los compraste en Internet?, ¿los venden en café?

El telón del Kings Theatre, abierto en 1929 y con capacidad para más de 3.000 personas, está corrido y el escenario está decorado como si este fuera un show para niños: monstruos de cartón y una pequeña constelación de estrellas infladas como globos que sonríen con la inocencia geométrica de las calabazas en Halloween. Hoy, sábado 31 de octubre del 2015, Ringo y su All Starr Band cierran un año que los ha llevado a siete países en ocho meses de tour bajo el manto de una telaraña de fantasía. La gente se acomoda más bien tranquila en los asientos recubiertos de terciopelo rojo. Steve Van Zandt, guitarrista de la mítica E Street Band de Bruce Springsteen y articulación capital del legendario reparto de Los Sopranos, camina apurado por el pasillo buscando su asiento en las primeras filas. La nostalgia metálica de una generación que ya camina sobre sus años dorados aparece en el reflejo de las luces que rebotan contra los accesorios: anillos en forma de calavera, aretes en forma de serpiente, collares que aún sostienen el símbolo de la paz.

Así, calmados, tomando cerveza y poniéndose por encima de sus camisas manga larga las camisetas de Ringo que acaban de comprar en el puesto que está frente al bar, no parecerían capaces de hacer lo que hacen cuando las luces se apagan y sale la banda y el rock se encuentra con el roll y desde un costado del escenario, desde la perfecta oscuridad de la historia, sale corriendo ese hombre pequeño y flaco y veloz que lleva puesta una máscara y sostiene un micrófono y deja caer esa voz imposible.

La histeria que siempre recordaremos en blanco y negro vuelve a repetirse. Nos paramos. Nos tapamos la boca con las manos porque no lo podemos creer. Nos jalamos el pelo porque no lo podemos creer. Nos ponemos a saltar porque no lo podemos creer. Nos miramos. Lloramos. Estamos llorando.

*

Cuando despertó, su mujer todavía estaba allí: la sangre seca pegada a la piel y la piel sudada pegada a la alfombra. “Pensé que estaba muerta”, dijo Ringo. El baterista que tomaba por lo menos una botella de champagne antes de desayunar a mediodía, que empujaba las horas de la tarde con coñac y guardaba noches enteras en cajas vino, el que en alguna época se negaba a salir de su casa porque “eso significan al menos cuarenta minutos sin un trago”, regresó del fondo de una borrachera a la superficie del día siguiente y vio el cuerpo de su esposa tirado en el piso como un animal muerto en la mitad de la carretera.

Desde que Los Beatles protagonizaron su primera película, la anfetamínica A Hard Day’s Night, en 1964, quedó claro que Ringo, el más pequeño, el que en los escenarios siempre estuvo atrás pero también y muchas veces arriba de los demás, era el único capaz de transformarse en algo que no fuera un Beatle. Apareció en cinco películas por su cuenta, entre ellas, The  Magic Christian (1969), en la que compartió cinta y desenfreno con Peter Sellers. Tuvo su propio especial de televisión en Estados Unidos, transmitido en abril de 1978, una criatura amorfa y alucinógena en la que Ringo Starr hace dos papeles, el propio y el de Ognir Rrats, una especie de doble norteamericano; aquella tv movie, llamada simplemente Ringo, es la  clase de película que te hace pensar que en los 70’s, cuando el relax psicodélico había sido reemplazado por una taquicardia colectiva, nada, nada, era suficientemente malo como para no salir en televisión. (Ahora bien, revisitada a la vuelta de los años y en el contexto del after party del posmodernismo, Ringo podría proyectarse en funciones de medianoche como película de culto o en la sala de un museo de arte moderno como una hija perdida del surrealismo: la que vivió rápido y murió joven) Y fue en el set de una película filmada en 1980, Caveman, la comedia prehistórica en la que Ringo inventa el fuego y la música por accidente, donde se enamoró de Barbara Bach, la chica Bond de El espía que me amó (1974), la mujer de pómulos altos y labios gruesos que estuvo en la portada de Playboy en enero de 1981, en cuyo interior se imprimió de manera póstuma la última entrevista que concedió John Lennon. Ringo y Barbara se casaron apenas meses más tarde, en abril de ese mismo año: el vestido de la novia fue confeccionado por David y Elizabeth Emanuel, el mismo equipo que diseñó el vestido de bodas de la Princesa Diana de Gales, y el pastel fue horneado en un molde con forma de estrella.

Poco después del matrimonio, Barbara Bach le anunció al mundo que se retiraba de la actuación para pasar más tiempo con su esposo, la actriz y el músico querían compartir todos los segundos de todas las horas de todos los días, a lo John y Yoko, pero lo que hicieron fue encerrarse en su casa y consumir y consumirse en una noche que duró casi diez años. “Los borrachos son muy buenos conversadores. Nos sentábamos durante noches enteras a hablar sobre las cosas que queríamos hacer, pero claro, estábamos tan borrachos que no hacíamos nada… Barbara cayó en la trampa por culpa mía. Ella era una actriz que solía acostarse a las diez de la noche y levantarse a las ocho de la mañana. Hasta que me conoció. Entonces su carrera tomó el mismo rumbo que la mía. [En diez años] Grabé dos discos, hice un par de shows, pero trabajar dos días al año no es lo mismo que tener una carrera”, diría Ringo años más tarde. 

En la escena más desesperada de la pareja, él, que ya le ha pedido perdón y le ha dicho que la ama y que por favor, por favor, se internen juntos en una clínica, sigue bebiendo y metiéndose líneas por la nariz mientras ella, que aún tiene la cara hinchada por los golpes que nadie recuerda haber dado o mucho menos recibido, marca números y escucha voces de enfermeras y doctores que le repiten lo mismo una y otra vez: no, señora, si los dos son adictos no pueden compartir la misma habitación. Ringo está tan paranoico y alterado que se niega a apartarse de su lado: ni muerto. “Se lo ruego, si no nos ayudan, nos vamos a morir”, le dice Barbara Bach a los de la clínica Sierra, en Tucson, el único centro de rehabilitación que les ofrece una habitación matrimonial esa tarde de octubre de 1988.

La All Starr Band debuta casi un año después de la desintoxicación de su comandante en jefe, en julio de 1989, frente a una audiencia de diez mil espectadores en Dallas, Texas.

*

Richard “Ringo Starr” Starkey tiene 75 años y ha sido músico profesional desde hace más de medio siglo, pero todavía no sabe cómo manejar un escenario: se siente parte del espectáculo, pero nunca la atracción principal. Quizás sea el peso de todas las miradas cayéndole encima al mismo tiempo o la gravedad horizontal que lo arrastra de regreso a los tambores, el hecho es que cuando no está cantando Ringo baila como la gente que no sabe bailar –síndrome bastante común entre músicos de cualquier género– y mueve los brazos de un lado para el otro como si fuera un borracho burlándose de Ringo Starr en un karaoke. Aplausos.

La All Starr Band suele cambiar de alineación cada año, pero la formación que toca esta noche se ha mantenido junta desde el 2012. Steve Lukather, guitarrista de Toto; Warren Ham, saxofonista de The Ham Brothers Band; Gregg Rodie, tecladista de Santana; Richard Page, bajista de Mr. Mister; Todd Rundgren, guitarrista y cantante; y Gregg Bissonette, un baterista que ha tocado con gente tan opuesta y distante como Paul Anka y Enrique Iglesias. Cuando reúne a su equipo, Ringo impone una clausula no negociable: cada músico debe tener por los menos tres hits en su catálogo, así, Ringo puede despachar sus grandes éxitos y pasar casi la mitad del show detrás de la batería, meciendo la cabeza de un lado para el otro, como antes, como siempre.

Y sí, tocan Rossana, Africa y Hold The Line, de Toto; Evil Ways, Oye como va y Black Magic Woman, de Santana; la bellísima balada-disco I Saw the Light, de Rundgren; y unas canciones de Mr. Mister que nadie conoce y que la gente aprovecha para ir al baño o comprar otra cerveza (por seis dólares más te dan un shot de whiskey) o mirar la galería exprés de Ringo en la que todo está a la venta: un parche de tambor con su firma en el centro cuesta $600 dólares, una de sus pinturas con motivos pacifistas cuesta $1.400 dólares, y así. Los ingresos son donados a obras sociales como las de David Lynch Foundation, la organización que el mismo Lynch, director de películas perturbadas y a menudo también perturbadoras, creó para que los veteranos de guerra que vuelven del campo de batalla con síndrome post traumático se reinserten en la sociedad practicando la meditación.

Ringo ha confesado varias veces que a estas alturas toca por diversión y de la manera más lujosa posible, “sólo viajamos en avión privado y nos quedamos en los mejores hoteles”. Haciendo un cálculo a primera vista, es difícil pensar que una audiencia como la de esta noche en el Kings Theatre pueda mantener la existencia sibarita de la All Starr Band. Lo más probable es que se trate de una banda apadrinada por su dueño, cuya fortuna personal está por encima de los 150 millones de euros. Es difícil, también, pensar que se trate sólo de placer y no de mantener sujeta la cicatriz de una herida que estuvo abierta demasiado tiempo.

*

“No quiero sonar llorón, pero todos venimos de un lugar difícil. Todos, menos George, perdimos a alguien. Yo perdí a mi mamá cuanto tenía catorce años. John perdió a su mamá. Pero Ringo la pasó peor. Su padre lo abandonó y, cuando se enfermó, los doctores le dijeron a su madre que no viviría. Imagínate arrancar tu vida desde ahí, en ese ambiente. Sin familia, sin ir a la escuela. Ringo tuvo que inventarse a sí mismo. Todos tuvimos que crearnos un escudo, pero el suyo era el más fuerte”, le dijo Paul McCartney a la revista Rolling Stone a comienzos del 2015, semanas antes de pronunciar el discurso con el que Ringo entró como solista –ya lo había hecho con Los Beatles en 1988–  al Salón de la Fama del Rock And Roll.

Los padres de Ringo, una pareja de pasteleros, se separaron en 1944, cuando él tenía apenas cuatro años de edad. Su padre se alejó por completo de la familia, “no tengo recuerdos de mi papá”, ha dicho Ringo más de una vez, y su madre tuvo que conseguir varios trabajos –usualmente limpiando casas o atendiendo mesas– para mantenerlo y rescatarlo de las enfermedades. Como era hijo único, pasó el comienzo de sus días acostumbrándose a la soledad y el resto de su vida buscando a la familia que perdió a pesar de nunca haberla tenido. A los quince años, cuando volvió del sanatorio donde le extirparon la tuberculosis, se dio cuenta que sus compañeros de la secundaria, que lo decían “Lázaro”, estaban demasiado adelantados como para alcanzarlos y abandonó el colegio. Luego trabajó en la empresa de ferrocarriles, sirvió tragos en los barcos que van de Liverpool a Gales del Norte y fue aprendiz de mecánico en una fábrica antes de convertirse en baterista profesional.

“Hicimos un pacto: si te tiras un pedo, avisas, así nadie tiene que preguntar. Pasábamos mucho tiempo metidos en una van y los pedos eran insoportables. Ese es el tipo de cosas que nos mantuvieron unidos”, cuenta Ringo sobre esa época en la que Los Beatles pasaban juntos todos los segundos de todas las horas de todos los días. Ringo se unió al grupo cuando tenía veintidós años y Los Beatles fueron la primera familia más o menos funcional que tuvo en la vida, incluso después de la separación. En Ringo (1973) y Goodnight Vienna (1974), sus mejores discos en solitario quizás porque nunca estuvo solo del todo, Ringo canta temas escritos, grabados y hasta producidos por los otros tres, canciones perfectas como Goodnight Vienna, de Lennon; Six O’ Clock, de McCartney; e It Don’t Come Easy, de Harrison.

Uno de los mantras que más veces ha repetido en su vida dice así: “Puedo tocar con cualquier músico toda la noche, pero no puedo tocar solo”. Y cuando habla sobre el alcoholismo, vuelve a hablar sobre la soledad, “Es muy frío y solitario. Al final es una enfermedad miserable… nunca más he vuelto a estar tan solo” Ringo no toca en una banda, forma parte de una familia, una tribu ambulante que avanza sobre la tierra y cultiva el jardín de pulpos que hay debajo del mar.

*

Han pasado dos horas y seguimos de pie. Han pasado dos horas y seguimos mirándonos. Han pasado dos horas y seguimos llorando. Han pasado dos horas y aunque ya vimos bajar al espíritu santo cuando Ringo cantó Photograph, seguimos cantando. Cantamos I Wanna Be Your Man, cantamos You’re Sixteen, cantamos Yellow Submarine y todavía no lo podemos creer. Han pasado más de treinta años desde que lo escuchaste por primera vez cuando descubres el mapa de la eternidad una noche de brujas en Nueva York. La eternidad comienza en la puerta de un teatro, se extiende por un pasillo largo y oscuro en el que alcanzas a ver poros de piel dorada, se derrama en las sillas y trepa por un escenario hasta coronar las canciones donde vamos a vivir para siempre. La eternidad es este momento que no dura nada.

¿Qué harías si canto desafinado? Sabemos que el final ha llegado cuando Ringo empieza a cantar With A Little Help From My Friends. El final. The End. Porque Ringo ya ha cantado todo lo que puede cantar y porque cuando regresemos a casa en un vagón del subway y nos sentemos al lado de tiburones azules y brujas desnudas él y su mujer estarán ya en la mejor suite de Manhattan, permitiéndose el único exceso que se permiten desde hace veintiséis años: ver televisión y comer helado de coco después de cada concierto. Pero todavía no. La eternidad aún no ha terminado. Falta el coro.