12.17.2018

Gente como uno


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Hacia el final de su vida, ya retirado de Hollywood y gozando de un pasado que cualquier artista envidiaría y robaría si pudiera, Billy Wilder, descomunal entre los más grandes, sin duda uno de los mejores escritores de todos los tiempos, dijo que la diferencia entre su carrera y la de otros cineastas era que mientras los demás hacían “cine”, él sólo pretendía hacer “películas” (y vaya que las hizo, la peor de Wilder supera cualquier día a la mejor de muchos). Se refería a que lo que realmente importa, o le importaba a él, era entretener, conmover, traficar emociones y ser el punto de fuga por el que la audiencia se escapa de su propia realidad. Algo similar le dijo Matthew Weiner a la prensa tras el estreno de los primeros capítulos de su nueva serie, Los Romanov, mientras contaba que una de las reglas impuestas en el cuarto de escritores del show era la siguiente: las ideas (especialmente las intelectuales) no tienen lugar en el entretenimiento. Y hasta puso un ejemplo: la política no es una historia, pero un hombre que se convierte en político sí lo es. El tema, entonces, es la gente.

Matthew Weiner partió como escritor casi fantasma en shows de televisión que, como Becker, nadie o casi nadie recuerda, se afianzó como guionista en varios episodios de Los Soprano, y se consolidó como un autor de tomo y lomo al crear Mad Men, la serie que lo puso en el ojo del huracán, que hizo que la gente volteara a mirar en su dirección o mejor dicho que la gente mirara lo que él quisiera. Mad Men tuvo siete temporadas entre el 2007 y el 2015, recogió una legión de fanáticos y premios, trajo de vuelta la estética de los 60’s y hasta influyó peligrosamente en la moral de gente que se identificó demasiado con los personajes: de pronto todos querían beber en la oficina y tener amantes. Nada mal para un tipo más bien desconocido que apenas pasaba de los cuarenta cuando se lanzó la serie. Pero luego, claro, apareció la pregunta clave, ¿cómo superarse a uno mismo? Matthew Weiner se tomó su tiempo para pensarlo, mientras tanto escribió una novela llamada Heather, The Totality, y ya con la mente y los dedos otra vez afilados volvió a la televisión.    
Los Romanov aparece tres años después del final de Mad Men y propone algo totalmente distinto. Una sola temporada, ocho episodios de más o menos hora y media de duración e independientes salvo por un detalle: en cada uno aparece algún personaje que dice ser descendiente de los Romanov, la familia real rusa, asesinada por los bolcheviques hace exactamente un siglo. A Weiner, lo sabemos desde Mad Men, le gusta meterse con la clase acomodada, quizás porque así puede librarse de los problemas más elementales de la sociedad y concentrarse en traumas personales, privados, cercanos incluso viniendo de esos escenarios de privilegio. Lo que sostiene a su nueva serie, que bien podría tomarse como un festival de ocho largometrajes dirigidos todos por el mismo Weiner, es justo eso: no importa cuán lejos estemos de la aparente cotidianidad de los personajes, porque todos, mal que mal, hemos pasado por algo como lo que ellos están pasando: la fragmentación de la familia, la psicótica separación de una pareja, el amor sin límites hacia los hijos, la relación de dos amantes que no saben cómo abandonarse, esa sensación de que todos los demás están locos o que de que el único loco aquí soy yo.   

Ahora bien, volviendo al tema de entrada, el entretenimiento, hay que decir que en Los Romanov no hay contemplaciones ni respiros ni descansos, es como si en cada historia hubiese un cierto apuro, un afán por mantener el conflicto siempre a flote, por hacer que los personajes se enfrenten entre sí y finalmente contra ellos mismos, que es más o menos a lo que nos dedicamos nosotros también día tras día. En el séptimo capítulo (es el único que voy a citar porque no tiene sentido referirme a ocho tramas distintas), para mí el mejor de todos (el peor es uno en el que la Ciudad de México aparece como un suvenir para gringos) una pareja norteamericana viaja a Rusia con la intención de adoptar un bebé; cuando tienen al niño en brazos, se dan cuenta de que algo anda mal, el pequeño no responde a ningún estímulo, y sospechan que sufre de algún tipo de retraso mental; luego, en la habitación de un hotel, discuten sobre si deben quedarse o no con la criatura; ella dice que no se hará cargo de un niño con discapacidad, él dice que si ella no quiere ese bebé ya no tiene sentido que estén juntos.  

En esa escena, que nos conduce hacia la resolución del séptimo capítulo, se logra todo aquello a lo que un narrador podría aspirar en una situación semejante: la tensión crece detrás de cada línea de diálogo, los silencios que se interponen entre una palabra y otra son una espesa tortura porque uno adivina o cree adivinar lo que esa gente está pensando y sintiendo, los personajes aparecen desnudos, potenciados a su máxima capacidad pero también reducidos a sus instintos más primitivos, los dos tienen razón y los dos están equivocados, así que no se puede tomar parte (esto es lo más angustiante y lo que hace del conflicto una cuestión de principios), ambos se mueven dentro de una pequeña habitación como dos ejércitos tratando de avanzar a la vanguardia en un campo minado, aparece, latente, la posibilidad de que esa persona a la que juraste amar hasta la muerte sea de hecho una persona horrible, la peor de las personas, y aparece también la sospecha de que a la hora de la hora no somos ni tan humanos y ni tan generosos ni tan valientes como creíamos.      

Haciendo a un lado, lo juro, las pulsaciones que me causó ese séptimo capítulo (si sólo van a ver uno, insisto, vean ese), esa escena que me hizo sentir como en un teatro o más bien atrapado sobre el escenario de un teatro, incómodo y aterrado pero al mismo tiempo atado irremediablemente a la respiración caliente de los actores, Los Romanov alcanza en varios momentos un grado de ebullición en el que el entretenimiento, quizá muy a pesar de Matthew Weiner, se eleva y cobra un grado de arte inclusivo que de alguna manera nos contiene y nos vuelve parte de su intimidad.

Y, por último, un rasgo particular: hay algo que se transmite entre capítulo y capítulo, el deseo a ratos perverso de que la familia continúe y el linaje se propague por el resto de la eternidad. Como si el mundo necesitara de ellos para ser mundo. Eso: existir para siempre. ¿No es lo que todos queremos aún sabiendo que no es posible o precisamente por eso? Los Romanov de esta generación, descendientes de una estirpe asesinada a sangre fría, se niegan a desaparecer. Pasa en las mejores familias.   

(El Comercio) 

11.19.2018

El cuento de la princesa y su creador



Hay que decir esto, aunque duela: hasta hace muy poco, Matt Groening, creador de Los Simpsons y Futurama, flotaba perdido en un universo que sólo él parecía entender o disfrutar, un lugar remoto y solitario.

Treinta temporadas y más de seiscientos capítulos después, Los Simpson se han vuelto incomprensibles, impermeables, elevados pero sin rumbo, como si haciendo un esfuerzo por mantenerse relevantes y subsistir caminaran hacia atrás, hacia el olvido ¿O será que los que cambiamos, los que nos alejamos, fuimos nosotros y los nuevos capítulos nos repelen porque están dirigidos a otra gente?, ¿a gente joven que vive en otro mundo? Por suerte nos quedan esas temporadas clásicas y sagradas que repiten en la televisión hasta el infinito y más allá. Por ese lado podemos estar tranquilos. Gracias.  

El caso de Futurama, por su parte, es distinto. La serie partió con el impulso de un cohete intergaláctico, abordado por legiones de fans de Los Simpson que todavía no la habían visto pero ya se la imaginaban y soñaban con ella: esperando, digamos, Los Simpsons en el espacio o algo así. Pero no. El entonces nuevo proyecto de Groening buscaba independizarse de su predecesora, matar al padre (a la familia entera), y pagó el precio: aunque logró mantenerse doce años en el aire, fue cancelada varias veces y nunca obtuvo la fanaticada que necesitaba para trepar al estatus de programación estelar. (Lo mejor de Futurama, dicho sea de paso, fueron los capítulos especiales que engendró, películas de una o dos horas que se podrían contar entre lo mejor del género de la ciencia ficción. En especial aquella en la que Philip J. Fry descubre, a través de viajes en el tiempo, cómo convertirse en el hombre perfecto para Leela).   

Y ahora, después de más de veinte años sin producir material original, aparece una nueva creación de Matt Groening: Desencantada, una serie animada que ocurre en una época medieval y fantástica. (Pausa) Yo también tenía mis dudas, mis resentimientos, mis rollos no resueltos con la obra de Groenimg, pero después de verla sólo puedo decir que sí, aunque nos hayamos distanciado en estos últimos años, aunque hayamos pensado incluso en arrancarlo del todo de nuestras vidas, aunque algunos hayan podido, de hecho, olvidarlo, Matt Groening sigue siendo un hombre en el que se puede confiar.

Cuando uno lleva mucho tiempo admirando a un creador, queriéndolo y hasta preocupándose por él, cuidándolo y defendiéndolo, aprende a hacer concesiones, a perdonarle cosas, a mirar para otro lado cuando éste se excede o se equivoca o pretende engañarnos; pero digamos que eventualmente, tarde o temprano y trátese de quien se trate, hay que mirarlo a los ojos, sacudirlo con fuerza y decirle una que otra verdad bajo amenaza de cambiar de canal. Groening venía caminando sobre la pantalla del televisor como si fuera un río congelado, a punto de rajarse en cualquier momento. Quizá por eso, el estreno de su nueva serie fue discreto, casi virtual, sólo para creyentes. Y sí, en cuanto supe que Desencantada existía, me sentí en el compromiso de verla y pensé en tres posibles escenarios 1) Odiarla, decir cosas como la época dorada de Matt Groening pasó ya hace mucho, y seguir riéndome con los viejos capítulos de Los Simpson noche a noche 2) Odiarla y hacerme el loco y responder no, todavía no la he visto, por solidaridad con el autor, por los buenos viejos tiempos 3) Amarla y compartirla. Y aquí estoy, amando, compartiendo.

Al centro de la historia está Bean (me gusta pensar que le pusieron así por Frances Bean, la hija de Kurt Cobain), una joven-adolescente que no quiere ser lo que es: una princesa heredera al trono. Su condición de monarca no le interesa en lo absoluto, es más, la deprime, la limita, la bajonea. Vive en un reino llamado La tierra de los sueños (su gran sueño, claro, es huir de ahí), en lo alto de una torre, obvio, y en las noches se escapa del palacio para emborracharse hasta la inconciencia, buscar broncas con vagabundos, besar al que se atreva a besarla sabiendo quién es (casi todos sus amantes salen corriendo), o inventar algún nuevo tipo de desastre. No quiere, como se supone, casarse con el príncipe de otro reino para extender los dominios de su padre, el rey; lo que quiere es pasearse ebria y  desnuda por el palacio sin que nadie la joda. Y algo más: sus mejores amigos son un elfo, que está perdidamente enamorado de ella, y un demonio, que dice todas esas cosas que dicen los demonios cuando se nos paran en el hombro y nos hablan al oído.

Desencantada es una serie animada, sí, pero no una comedia en la que las bromas se detonan una después de otra cada cinco segundos; y sí, también, sucede en un ambiente de cuento de hadas, pero digamos que lo que ha hecho Groening es contar este cuento como si no fuera para niños, sin filtros, como si se tratara de un reality-show pero, ya saben, sin tanta mentira. Los capítulos, además, están entrelazados entre sí, sostienen una narrativa dividida en diez partes ordenadas cronológicamente, así que no sirve verlos al azar: es todo o nada.  Aquí hay sangre, sudor, lágrimas, alucinógenos, hechicería, –quizás demasiado– alcohol, criaturas enfurecidas o enamoradas. Y todas las desventuras del caso.

Durante una entrevista en la que le preguntaron cómo era trabajar con Netflix, Matt Groening, sonriendo y quizá hasta pudoroso, dijo que todavía no lo podía creer del todo: ellos te entregan el dinero, tú te pones a trabajar, cambias de idea a medio camino y a ellos no les importa, te dan un poco más de dinero, luego les entregas el producto terminado, y ya, no hay ejecutivos encima diciéndote cómo hacer tu trabajo o cómo editar la serie para que llegue a la mayor cantidad de audiencia posible. Sin Netflix, todo hay que decirlo, fábulas alternativas como Desencantada no tendrían dónde vivir, o quizás sí, encerradas en lo más alto de una torre, donde pasarían la eternidad peinándose el pelo, esperando al príncipe que vendrá a rescatarlas de un castillo para meterlas en otro.  

A sus 64 años, Matt Groening pone en práctica la maniobra más ambiciosa y peligrosa de su carrera, se la juega como si fuera un veinteañero que está comenzando en el negocio y piensa que todo es posible. Se nota, desde la primera escena, desde la primera toma, que Desencantada no vino a complacer a nadie ni a mendigar cariño de nuestra parte. Ahí está. Es. Existe. Tómalo o déjalo. Salió de las manos de un artista al que creíamos perdido, pero no, sólo tenía el caño del arma arrimado a la sien, siempre dispuesto a morir en el intento para poder seguir viviendo.    

PD: Ahora que sabes todo esto, saldrás corriendo detrás de la princesa Bean para ofrecerle un tarro de cerveza y un corazón hinchado, el tuyo.  

(Mundo Diners)

11.05.2018

Adam Sandler En Vivo


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Durante un verano caluroso, Don Draper, desquiciado entre los desquiciados de la Avenida Madison de Nueva York, executivo de cuentas y director creativo de una agencia de publicidad, escribió en su diario el que sería el mejor slogan de su carrera, aunque nunca lo usara en una campaña más que aquella, siempre fallida, por tratar de entender quién era realmente: When a man walks into a room, he brings his whole life with him (cuando un hombre entra en una habitación, lleva toda su vida con él).

Al principio de 100% Fresh, su nuevo especial cómico en Netflix, el primero en quizás demasiado tiempo, Adam Sandler aparece caminando por un pequeño escenario y empieza a cantar acompañado por un tecladista. Pero lo que vemos no es a un nuevo Sandler sino a un Sandler total, con toda su vida puesta encima, dispuesto a revisitar su autobiografía porque al final lo que uno hace cuando crea es, sobre todo, inventarse una vida para sí mismo. No es el mejor de los comediantes, ni el más fino ni el más acertado, ni el más incendiario ni el más agudo (quizás el más tierno y comprensivo), pero sí, al menos para mí, uno de los más queridos, ese tipo de gente que me resulta cercana aunque nunca, en rigor, hayamos estado ni remotamente cerca. Él está allá, en la pantalla, y yo acá, viéndolo, como siempre: nuestra relación es platónica y por eso indestructible.   

Adam Sandler, The Sandman, dejó de frecuentar este tipo de shows cuando se convirtió en una estrella de cine, hace veinte años, con el estreno de la entrañable y detrás-de-la-música The Wedding Singer, a la que siguieron, espalda contra espalda, dos obras mayores e igual de contundentes, Big Daddy y Little Nicky, dejando en claro que nuestro héroe podía llenar la pantalla y engrandecer cualquier historia por más pequeña o simple y sencilla que pareciera (menos Little Nicky, cuya trama, después de todo, nos muestra al hijo del diablo ganándose en la tierra su derecho a gobernar el infierno). Un poco después vino Punch-Drunk Love, perla entre las perlas del director Paul Thomas Anderson en la que, para muchos, Sandler entrega su único papel decente: estos muchos, ahogados en su propio refinamiento idiota, deben haber evadido la posibilidad de verlo en maravillas como Click (si la hubiera escrito y dirigido, digamos, Charlie Kaufman, habría estado en Cannes) o You Don’t Mess with the Zohan, que son lo mismo surrealistas que inauditas.

(Para que esto no se convierta en un listado de películas tipo IMDb, sólo algo más y entre paréntesis. Entre los papeles “serios” de Sandler, que tampoco es que los necesite con urgencia pues sabe perfectamente que a veces lo que se necesita es basura de calidad, yo también contaría Funny People, que es a su manera una película de Paul Thomas Anderson pero en clave de Judd Apatow y, hasta ahora, la gran o más importante película sobre el Stand-Up comedy; y The Meyerowitz Stories, de Noah Baumbach, que no sólo lo junta con Ben Stiller, con quien debería haber colaborado hace años de años, sino que lo muestra en una de las posiciones en las que mejor se defiende y funciona: el hombre que tiene edad suficiente para ser un adulto pero ningún interés en ello. Pienso en una frase sacada de un cuento de Alberto Fuguet: prefiero envejecer que crecer. Hasta aquí la parte nerd y cinéfila, ahora volvamos al tema que hoy nos ocupa)     

100% Fresh no es un monólogo cómico, es, más bien, una especie de concierto en el que Sandler, guitarra en mano en varios de los momentos clave, va soltando canciones (demasiadas, es cierto) que son a su vez pequeñas historias con melodía, chistes musicales, si se quiere, y que se prenden de lo cotidiano hasta explotarlo a la máxima potencia y convertirlo en la esencia ya totalmente manipulada del show. Por ejemplo: una canción sobre el millón de cosas que debes llevar a un viaje, empezando por tus llaves, tu teléfono y tu billetera; una canción (mi favorita) sobre el Bar Mitzvah de un niño judío, con todas las revelaciones del ritual, desde los regalos de amigos y parientes hasta el vómito en el clóset después de la primera borrachera de su vida; una canción (la más sentida y con un solo de guitarra memorable) sobre su amigo Chris Farley, el cómico que se fue antes de tiempo y con quien compartió tablas en Saturday Night Live (donde, dicho sea de paso, Sandler arrancó su carrera como escritor a los 23 años), que no se guarda ningún detalle sobre los excesos de Farley ni tampoco esconde la nostalgia que Sandler siente por su ausencia; una canción (la más romántica y el gran final) sobre cómo ha sido compartir los caminos de la vida junto a su esposa, un remix del clásico Grow Old With You de The Wedding Singer, que tal vez explica como ninguna otra lo que uno debe estar dispuesto a hacer por el amor de su vida si es que pretende la eternidad, y que The Sandman voltea y termina dedicando al público. Somos nosotros los que te agradecemos, nos has hecho todo más fácil o cuando menos nos has distraído entre bache y bache.

El contrato que Adam Sandler firmó con Netflix fue por un total de ocho películas exclusivas para distribuirse en la plataforma, de las que ya se han estrenado cuatro, siendo la más afortunada, hasta el lanzamiento de 100% Fresh, The Ridiculous 6, un western ridículo como su nombre pero que aprovecha a su favor todos los clichés del género: la crítica la odió y algunos nativo-americanos que trabajaron como extras en el rodaje protestaron, luego, por la forma en la que habían sido retratados (valga aquí otro dato de trivia, Adam Sandler debe ser el único actor en la historia que ha hecho dos papeles en una de las peores cintas de todos los tiempos, Jack and Jill, y para eso se necesita valor). Quizás ocho películas seguidas para una misma casa no puedan terminar en otra cosa que la sobredosis, pero se sabe que el modelo de negocios de Netflix es acaparar el mercado, producir en masa y esperar que de entre toda esa cascada de producciones caigan, aquí y allá, un par de joyas que vayan calzando en las coronas de sus espectadores, como ha venido pasando en los últimos años. Yo sólo espero que una de esas joyas venga de Sandler, aunque con 100% Fresh me doy por servido, si esa es la única verdadera joya de su periodo virtual sepan que será suficiente para iluminar a las otras.  
  
En el diario que llevó mientras encontraba su novela luminosa, el uruguayo Mario Levrero escribió: Cuando uno es joven e inexperiente, busca en los libros argumentos llamativos, lo mismo que en las películas. Con el paso del tiempo, uno va descubriendo que el argumento no tiene mayor importancia; el estilo, la forma de narrar, es todo. Yo diría que esa forma de narrar es el personaje, y aquí tenemos a Adam Sandler en su mejor papel.

(El Comercio) 

10.01.2018

Mierda de caballo



Somos la suma de nuestros fracasos. Quizás sí, de nuestros fracasos y de nuestros errores. Al final todo suma, hasta las cifras con signo negativo. Lo he escuchado mil veces y de miles de personas: la última vez fue hace varios meses, cuando, después de haber ganado dos premios Óscar por la más que sobrevalorada y deforme The Shape of Water, el mexicano Guillermo del Toro (un tipo que evidentemente ha fracasado en sus tal vez muchos intentos por hacer dieta o ejercicio, es decir, un hombre que entiende que lo que de verdad importa son los sentimientos) dijo en una entrevista que de los fracasos es de donde más se aprende. Hay que resbalar, caer, tocar fondo para darse cuenta de que tal cosa existe, de que es uno quien se quiebra cuando se estrella contra el, no al revés, y de que podemos llegar ahí con una velocidad absurda: un día estás en la cima del mundo y al siguiente yaces olvidado en uno de sus polos. That’s Life, como cantaba Frank Sinatra. Debería haber una forma más sencilla de aprender a vivir, pero nadie que tenga corazón la encontrará u optará por ella.    

Diría que las cosas serían menos complicadas si pudiéramos saltar por encima de nuestros fracasos como si fueran pequeños charcos de agua sucia estancada en la calle, pero tampoco, serían acaso peores porque de lo que nada se sabe nada se aprende, nada se asimila, nada se gana (Aunque fuese útil, como en Click, aquella subestimada cinta protagonizada por Adam Sandler, tener al alcance de la mano un control remoto existencial y adelantar de vez en cuando y también retroceder, volver a vivir ciertos momentos –los mejores, esos que nos tardamos una eternidad en reconocer– y tomar las decisiones correctas justo antes de tropezar y hundirnos de nuevo) Nadie puede escapar de su propia vida, de su propio destino o de su propia historia aunque haga todo lo posible por agacharse y evadirla: no existe escondite lo suficientemente hondo o lo suficientemente oscuro como para no sentir, aunque sea de vez en cuando, el peso de nuestra respiración sobre el pecho. Puedes dormir cien años, pero a menos que lo mates, cuando despiertes el dinosaurio todavía estará allí.

Pienso en esto, y en todo, en mi condición mortal y en lo torpemente empeñados que estamos por darle sentido a la vida (como si pudiéramos hacer otra cosa), después de haber visto de un tirón la quinta temporada de BoJack Horseman. Y sí, quizá hay en estas palabras un poco de electroshock o trastorno por estrés postraumático, quizá esté escribiendo esto demasiado pronto y sin que haya de por medio la distancia necesaria para ver la panorámica con claridad, pero asumo con orgullo mi condición porque siento que, cual Ulises, acabo de volver de un gran viaje y debo contarlo todo: uno sobrevive para contar. La de BoJack Horseman es una historia harto conocida, incluso vulgar, si se quiere, y esto la hace aún más sorprendente. El protagonista, que presta su nombre para el título de la serie, es un actor de televisión que fue muy famoso durante aquellos fabulosos 90’s, cuando era la estrella de uno de esos shows para toda la familia que no hacen otra cosa que mentir y alejarnos de la realidad (para volvernos vulnerables), y al que encontramos, en el presente, totalmente perdido.

BoJack Horseman se levanta tarde, a menudo sin saber qué día es o si el lugar donde ha caído desmayado es la sala de su casa o un local de hamburguesas donde chocó el auto mientras buscaba algo de comer. Luego se toma un desayuno de campeones, un batido de vodka y tranquilizantes, y así prolonga una especie de vida fantasma: mira una y otra vez los capítulos de la serie que lo transformó en celebridad, como si viéndolos pudiese retroceder el tiempo; busca a los amigos que ya no tiene y a la gente que solía morirse por trabajar con él, que de un tiempo a esta parte es ninguna; se mete en bares esperando que alguien lo reconozca o esperando acostarse con quien sea que lo haga para llenarse un poco antes de quedar más vacío; y después lo hace todo de nuevo, de la misma manera, o peor. En cada episodio ronda un presentimiento terrible que podríamos traducir con un par de preguntas puntuales, ¿y si ya te pasó todo lo bueno que te iba a pasar?, ¿y si de aquí en adelante sólo resta esperar el último final de los finales?, ¿y si tienes cincuenta años y vives en Hollywood pero ya no perteneces a él y sólo se puede hablar de ti en pasado?        

No hay nada de qué preocuparse, en todo caso, los que acabo de revelar son solamente un par de detalles que ocurren en la primera temporada, de ahí en adelante sucede lo imposible porque uno siempre, siempre, se está preguntando qué más puede pasarle a este man (Aquí una frase/consejo que parecería ser el mantra con el que trabajan los escritores de BoJack Horseman, y que yo escuché del comediante Louis CK: empieza con lo mejor que tengas y lleva tu show de ahí hacia arriba) BoJack comete un error tras otro, le hace daño a la poca gente que aún lo quiere o por lo menos respeta, traiciona a sus pocos amigos, manipula y desgarra los sentimientos de quienes todavía pueden sentir lo poco que sea por él, y en cada error, en cada fracaso y en cada cagada se va dejando ver un poco más hasta convertirse casi que en un reflejo humanista del espectador: esta historia funciona porque termina mostrándonos lo peor de nosotros mismos, no necesariamente de BoJack, y en ese punto genera tanta empatía y tanto fanatismo que rezamos no por su redención sino por la nuestra. Te rogamos, Señor.             

Alguien me dijo, citando a la cineasta argentina Lucrecia Martel, consentida de los euro-festivales, que la televisión está haciendo recién ahora lo que el cine lleva haciendo al menos veinte años (yo diría que muchos más): usando un lenguaje básico para contar historias de la manera más eficiente posible, o sea, para cumplir con el compromiso de enganchar y crear dependencia. Nunca tanto, la televisión de nuestros días le debe mucho al cine del pasado y no sería posible sin el plagio más honesto y abierto, en fondo y forma, pero al mismo tiempo se va inventando sobre la marcha y se descubre a sí misma con exactas dosis de temor y asombro y sobresaltos. En los mejores casos, obvio. Si BoJack Horseman no fuese una serie animada, y mucha gente se resiste a verla por esta franca superficialidad, seguramente se habrían organizado ya marchas y debates públicos para censurarla y cancelarla (es la primera de su naturaleza en Netflix, y está por encima de lo que se programa en el Adult Swin de Cartoon Network, por ejemplo), lo que demostraría sin que hagan falta más argumentos que estamos viendo algo que ya habíamos visto antes pero que nunca antes habíamos visto así.

Hay un caballo salvaje y dañado dando vueltas por las calles de Los Ángeles, montado en un convertible, pasado de tragos, coca, pepas, y que sólo sabe herir y hacerse daño. ¿Suena familiar? También somos lo que hemos arruinado.

(El Comercio)