4.29.2013

El fin... al fin... por fin


Estoy muy feliz por Tony Stark. Al final, el hombre lo logró: se liberó. El playboy multimillonario que tenía problemas para concebir el sueño ahora duerme como un bebé, fuera de su armadura y en brazos de su hermosa esposa. El héroe que solía excederse con la bebida y con las mujeres ahora se controla en todos los sentidos y manda regalos a niños pobres. Muy noble. Sobre todo estoy feliz por mí, porque ya no tendré más falsas expectativas ni más decepciones. Aunque no me lo crea y me cueste decirlo, estoy feliz porque ya no tendré que ver otra película de Iron Man.

Al principio Tony Stark era un duro, no sólo volvió de la muerte convertido en un hombre de acero sino que, con armadura o sin ella, cumplió con estilo y con arrogancia todas las ambiciones masculinas; es más, ahora que lo pienso, ¿por qué no sacaron un perfume?, ¿existe un eau de toilette pour homme marca Stark?, funcionaría mil veces mejor que el desodorante AXE, ¿no? Luego, en la segunda parte, menos espectacular aún con la presencia de Mickey Rourke, Stark cobró algo de valor humano, tuvo una crisis existencial macerada en alcohol, cometió errores y aunque la trama palideció el personaje agarró color. Es decir que íbamos bien o más o menos bien hasta que apareció The Avengers, una cinta que por lo menos a mí me divirtió mucho pero de la que Iron Man, al parecer, no ha podido recuperarse.

En esta tercera parte, el nombre clave de The Avengers es Nueva York. Cada vez que alguien menciona el nombre de la Gran Manzana, Tony Stark sufre una crisis de ansiedad que le corta el oxígeno y lo paraliza: esto me recuerda a las cientos de películas protagonizadas por boinas verdes que volvían de Vietnam profundamente perturbados. ¿Qué le pasa?, francamente no lo entiendo, hasta donde recuerdo, él la pasó bien y se burló harto –algo que siempre le agradeceré– del Capitán América. El asunto es que sus enemigos no tenían que haberse esforzado tanto inventando primero un alternador de ADN y segundo una versión más estética de bin Laden (eso sí, Beng Kingsley está genial aunque su personaje se desinfle), bastaba con que encerraran a Star en un cuarto y le dijeran “Nueva York, Nueva York, Nueva York” hasta que al pobre se le recalentara el radiador que tenían en el pecho.  

El caso es que Iron Man ha llegado a su fin convertido en una broma, sobre todo cuando pretende defenderse sin tecnología y es una mezcla de MacGyver y Mi Pobre Angelito,  disparando chistes cuando lo que queríamos era que dispare proyectiles (hace años que no tenía tantas ganas de que el bueno acabe con todos los malos). Queda claro que la intención era alejarlo de su armadura, pero ya que eso tenía que pasar nos hubieran dado, cuando menos, tres o cuatro buenas secuencias de acción antes de destruir los trajes en los que Tony Stark invirtió tantas horas de productivo insomnio: los fuegos artificiales no son recompensa suficiente. Y quizás lo peor sea que, después de todo, ya lo verán, volver a la “normalidad” jamás fue tan difícil para el buen Tony, bastaba con una cirugía, pero claro, tenían que pasar tres películas antes de eso.  

(El Diario) 

4.22.2013

As bajo la manga


Esto lo escribí originalmente para la revista argentina El Amante, luego pasó por Ecuador impreso en Mundo Diners y ahora puede leerse en cualquier parte y a cualquier hora gracias a la revista digital española FronteraD, que dicho sea de paso recomiendo mucho. Es un texto sobre una de mis películas favoritas de Billy Wilder, Ace In The Hole, que fracasó cuando se estrenó en 1951 y con los años, y con la edición Criterion Collection que incluye un disco de extras inmejorables en los que el viejo Billy  habla con la sabiduría y el humor de siempre, ha ido ganando el espacio que se merece.

El título es Clase magistral de periodismo con Billy Wilder, ya verán por qué. Lo pueden leer aquí

4.15.2013

Un método que no funciona


Lo mejor de esta película es que te da ganas de leer la obra completa de Freud y de Jung, los padres del psicoanálisis. Es más, te dan ganas de hablar con tu psicóloga (o conseguir una, si no la tienes) y empezar desde cero, desde los primeros recuerdos de la infancia; sólo para saber si, como pensaba Freud, la neurosis viene de represiones y frustraciones sexuales o, como decía Jung, estamos más sometidos y ligados al inconsciente de lo que podríamos imaginar.

Lo peor, o lo que no se perdona, es que Un método peligroso abuse de la inteligencia de sus personajes y la presuma en cada escena. Al parecer Freud y Jung y la polémica Sabina Spielrein, que pasó de paciente a discípula, y de discípula a amante sadomasoquista para luego convertirse en una de las primeras psicólogas de la historia, sólo abrían la boca para decir cosas brillantes y profundas, para iluminarnos con la verdad o contagiarnos sus dudas existenciales. La mayoría del tiempo parecería que estamos asistiendo a una conferencia y no viendo una película. Es cierto que los diálogos son inteligentes y certeros y hasta definitivos, pero por eso mismo resultan excluyentes, lejanos, catedráticos. David Cronenberg, un director que sin duda está dañado o siente mucho interés por la gente dañada, y que dicho sea de paso sería un banquete para cualquier psicólogo, traiciona un poco su carrera con esta película tan limpia, tan elegante, tan aséptica. Da la impresión de que todos los personajes (ojo, digo los personajes, no los actores) habían leído el guión antes de filmar, porque sus intervenciones están cronometradas, medidas a tal punto que nadie se permite un estornudo, una mirada de duda o un segundo de cuestionamiento, y esa falta de cotidianidad los deja congelados allá arriba en la pantalla. Ahora bien, estamos hablando de tres intelectuales de peso, un austriaco (Freud), un suizo (Jung) y una rusa (Spielrein) a principios del siglo XX, y quién sabe, quizás la geografía y la época tengan algo que ver. Quizás esa gente no tenía tiempo para bromas.

De todo esto, me quedo con la frase de un personaje secundario, el austriaco Otto Gross, psicoanalista y cocainómano que abandonó el ala sobreprotectora de Freud y acabó siendo un anarquista a tiempo completo, hasta que murió de hambre y neumonía en las calles de Berlín. “No pases por el Oasis sin detenerte a beber un poco de agua”, le dijo Gross a Jung, sin rodeos ni dobles interpretaciones ni análisis. Tan simple que parece una frase sacada del peor libro de autoayuda.

(El Diario) 

4.08.2013

Focos en el techo


Una vez Ana Iris me preguntó si lo amaba y yo le conté sobre los focos de mi vieja casa en la capital, como parpadeaban y tú nunca sabías si se iban a apagar o no. Dejabas de hacer tus cosas y esperabas porque en verdad no había nada que pudieras hacer hasta que los focos decidieran. Así, le dije, es como me siento.

Me encuentro con esto en This Is How You Lose Her, el nuevo libro de Junot Díaz. Estoy acostado en el piso de la sala, según yo esto me ayuda a corregir mi mala postura y a combatir los dolores de espalda. Subrayo esas líneas, dejo el libro a un lado y miro los focos en el techo. Todos funcionan, menos uno. ¿Por qué no le he cambiado? Supongo que no me hace tanta falta, que puedo vivir sin él. Capaz puedo vivir sin luces en el techo mientras la lámpara que uso para leer siga funcionando.  

Sería fácil, pienso. Ir al Ferrisariato, buscar el foco más luminoso entre los focos ahorradores y comprarlo. Luego volver a casa y usar la escalera plegable y sacar el foco quemado como hacen los hombres de verdad y cambiarlo por el nuevo y ya: hágase la luz. Pero no lo haré, por lo menos no esta noche. Tampoco lo haré mañana ni pasado. Esperaré hasta el último momento, hasta la crisis, hasta que todo esté perdido. Esperaré hasta que los focos tomen la decisión por mí.

Miro el techo y me digo no es tan grave, nadie se va a morir por un foco quemado. Doy por sentado que siempre habrá otro, que la luz vendrá después de aplastar el interruptor como ha venido hasta ahora, cuando la necesite, cuando me haga falta, cuando me de la gana. Los focos siempre estarán ahí para mí, ¿no? Focos hay como  piedras en el río y como piñas en Milagro y como estrellas en el cielo. Tampoco es que un día ya no podré comprar focos, ¿o sí? No tengo nada de qué preocuparme, ¿verdad?

Pienso en todos los focos que han estado en mi casa, alumbrándome sin que yo los tomara en cuenta. Si los viera por la calle no podría reconocerlos ni decirles lo bien que se portaron conmigo o la falta que alguna vez me hicieron. Los focos, quién lo diría… Bajo la mirada, levanto el libro y sigo leyendo los cuentos de Junot Díaz.

(El Comercio)