2.23.2016

Una noche de Piedra


El ring no es un ring, es un teatro… Dame un escenario donde este toro pueda desatar su furia… Aunque podría pelear, preferiría recitar: eso es entretenimiento, dice Jake La Motta al comienzo de Toro Salvaje. Claro que Jake La Motta no es Jake La Motta, es Robert De Niro, gordo, grueso, los ojos escondidos entre los parches soplados de su cara, como si acabara de bajar del cuadrilátero. Hay golpes que no se desinflan, hinchazones definitivas, cicatrices que envejecen llenas de carne molida.

La cara de Roberto Mano de Piedra Durán, uno de los mejores boxeadores en la historia de Latinoamérica (el mejor peso ligero –135 libras– del mundo, dicen), también ha sido parchada por los años: los rasgos duros, rectos, cortopunzantes, parecen los de una máscara de hierro bajo la cual se esconde un rostro que ya no volverá. Nunca he entregado a nadie, voy a ponerme más borracho que en el día de la madre, dice el campeón panameño, que tiene una cerveza fría en la mano y en la garganta trozos de voz que se desgarran como los restos afónicos de un rugido pasado.

Esto es entretenimiento. En el barrio El Cangrejo, en el centro de la Ciudad de Panamá, entre las movidas y fosforescentes Vía Argentina y Vía España, está La Tasca de Durán, un restaurante que mezcla recetas españolas con aliños caribeños; un local que no es pequeño pero se siente estrecho porque siempre hay turistas esperando que él aparezca porque él siempre aparece: mal que mal, este es o más bien se ha convertido en su trabajo. Esta noche, en La Tasca de Durán, El Cholo, como le dicen en su tierra, entrega a una novia vestida de blanco en un altar improvisado bajo una de sus fotografías. Es su sobrina, que no para de agradecerle por haber permitido que su boda se realice en el local. Para el primer baile suena Like I’m Gonna Lose You, la balada de Meghan Trainor. La cantante, una panameña alta y morena atrapada en un cortísimo vestido apretado, lee la letra en la pantalla de su teléfono.

La Tasca de Durán es una especie de museo tipo Hard Rock Cafe dedicado exclusivamente a la piel sudada y morada y sangrante de Mano de Piedra en más de treinta años de carrera. Aquí están los guantes rojos, varios pantalones cortos con los colores de la bandera panameña y los botines que gastaron sus suelas saltando en círculos bajo las luces de los casinos de Las Vegas. Las paredes están cubiertas de fotos protagonizadas por El Cholo y Mike Tyson, por El Cholo y Don King, por El Cholo y Sylvester Stallone, por El Cholo y Nelson Mandela. Hay una foto, en blanco y negro, en la que Roberto Durán parece Ernesto Guevara. Hay, también, varias pantallas planas regadas por ahí donde los clientes vienen a ver peleas que no han parado desde que empezaron, varias décadas atrás: el 20 de junio de 1980, cuando Roberto Durán le ganó a Sugar Ray Leonard;  el 16 de junio de 1983, cuando Roberto Durán le ganó por KO a Davey Moore en el Madison Square Garden; el 24 de febrero de 1989, cuando Roberto Durán le ganó a Iran Barkley en Atlantic City. Los mismos golpes, una y otra vez, como un sueño que se repite y se proyecta en la superficie líquida de la alta definición; el mismo gancho, hoy, mañana, pasado, como si uno pudiera editar su vida y quedarse sólo con eso que brilla aunque no sea oro; los mismos brazos arriba, levantando el cinturón de la victoria, la próxima semana, el próximo mes, la próxima vez que vengas y pidas una paella y una jarra de sangría.     

Y ahí está, damas y caballeros, el evento estelar de la noche, la única pelea en que el campeón y el retador son uno mismo y aún así se hacen daño, el hombre al que vinieron a ver antes o después o mientras hacen compras en los centros comerciales libres de impuestos de Panamá, Roberto Mano de Piedra Durán, saltando de mesa en mesa, saludando a sus clientes, poniéndole la otra mejilla a los halagos, posando, siempre, con el puño arriba.   

(SoHo)

2.15.2016

El Síndrome de Fregoli



I wish I was like you
easily amused
  – Kurt Cobain  

Anomalisa, la nueva película del escritor y director Charlie Kaufman, se estrenó a comienzos de septiembre del año pasado en el Festival de Cine de Venecia, donde ganó el Gran Premio del Jurado. Días más tarde se proyectó por primera vez en Norteamérica, en el Festival Internacional de Cine de Toronto, donde ganó el premio de la FIPRESCI (federación internacional de críticos de cine). Después de esa función, hubo un conversatorio en el que un miembro de la audiencia le dijo a Kaufman, La forma cruda en la que su trabajo captura las emociones es algo que se ha perdido en las grandes producciones de Hollywood, ¿es un problema de consumismo?, ¿es el público?, ¿son los productores?, ¿es un problema?

Kaufman respondió con una seguridad que, se nota, es el resultado de quince años escribiendo guiones que se juegan el todo por la nada. Es un problema circular. La gente que hace películas ve cosas que funcionan, continúa haciendo estas cosas porque continúan funcionando y esto se convierte en un ciclo: todo lo demás queda excluido. Y cuando empiezas a hacer películas gigantes que cuestan, no sé, cien millones de dólares o más, tienen que funcionar y tienen que ser convencionales porque nadie va a gastar esa cantidad de dinero sin tener alguna seguridad de que le irá bien. Al mismo tiempo, si haces una película de superhéroes a la que debería irle bien, pero no funciona, no pasa nada, pero si haces una película a la que todo el mundo cree que le irá mal, y te arriesgas, y te va mal, te quedaste sin trabajo, así que todos están asustados. Es una mierda. Es una mierda para el público, es una mierda para los cineastas y es algo desafortunado para la sociedad: la gente está siendo alimentada con cosas que no tienen sustancia. Luego levantó los hombros y arqueó las cejas como si no hubiera nada que hacer al respecto. Pero sí que lo hay. Él lo está haciendo.

En el 2005, cuando escribió el guión bajo el pseudónimo Francis Fregoli, Anomalisa formaba parte del Theatre of the New Ear, proyecto creado por el músico Carter Burwell (compositor ad eternum de los hermanos Coen, Spike Jonze y, todo hay que decirlo, la mente detrás de la banda sonora de la saga Crepúsculo), que montó tres obras en Los Ángeles, Nueva York y Londres en formato radio teatro, es decir, con música en vivo, efectos de sonido hechos a mano y el reparto de actores recitando sus líneas sentados a una mesa, detrás de un micrófono. De hecho, Charlie Kaufman se había prohibido a sí mismo adaptar Anomalisa al cine porque le parecía que la experiencia sólo podía atravesarse entera si se caminaba a oscuras, sintiendo con las orejas, hasta que Duke Johnson, co-director de la cinta, un tipo veinte años menor que él y venido de la televisión como el propio Kaufman, le propuso hacer la película en stop-motion y con marionetas. Entonces, el autor de Adaptation y la en todos sentidos grande y aún incomprendida Synecdoche, New York, vio la oportunidad para aplicar dos de sus principios más radicales. 1) Tomar riesgos es mi trabajo, lo que me siento en la obligación de hacer. 2) Si lo que haces no tiene la posibilidad de fracasar, no estás haciendo nada nuevo. 

Según la Enciclopedia de esquizofrenia y otros trastornos psicóticos (gran título para una serie), el Síndrome de Fregoli es una especie de delirio monotemático. El paciente cree que todas las personas que lo rodean –todas, en cualquier lugar, en cualquier momento– son en realidad una misma: un individuo omnipresente que se disfraza para perseguirte. La enfermedad se trata con medicinas, en su mayoría, antipsicóticos, anticonvulsivos y antidepresivos.

Al comienzo de Anomalisa, Michael Stone, el personaje principal, toma una pastilla blanca mientras el avión al que se embarcó en Los Ángeles se aproxima al aeropuerto de Cincinnati. Luego lee la carta de una persona que lo amó y a quien él abandonó hace más de diez años. La carta no suena en la voz de Michael sino en la voz de otro hombre, y uno piensa que quizás Michael es homosexual pero igual se casó con una mujer y tuvo una familia y ahora, triste y arrepentido, ha vuelto a Cincinnati para recuperar a su verdadero amor o algo así. Pero no. La voz de la carta es la misma voz del tipo que está sentado al lado de Michael en el avión, la misma voz del recepcionista del Hotel Fregoli, la misma voz de la esposa de Michael y la misma voz de su pequeño hijo porque en Anomalisa todo el mundo tiene la misma voz y hasta el mismo rostro.

Bastan unos pocos minutos dentro de la cinta para saber que el planeta Kaufman, por fin, orbita de nuevo alrededor de nuestros ojos.

Michael Stone es el autor del best-seller How May I Help You Help Them?, un manual de negocios para aquellos que trabajan en eso que se conoce como atención al cliente: quienes lo han leído dicen que los consejos de Stone han aumentado la productividad de sus empresas en un 90%. Tratándose de una película de Kaufman, la paradoja es una marca registrada: Michael Stone puede ayudar a los demás pero no puede ayudarse a sí mismo, un cliché que en las manos correctas aparece como un gran descubrimiento neurológico.  Michael es una persona profundamente deprimida, incapaz del asombro, casi muerta. Michael Stone no se soporta y en una de sus escenas más vulnerables –esos momentos Kaufman– pierde la compostura, lo pierde todo, y grita I’m just trying to understand! Aren’t we all?

Lisa, la más fanática de sus groupies, aparece como un rayo de luz, así de brillante, un poco menos efímero: a ella le parece asombroso que Brasil sea el único país de Latinoamérica donde hablan portugués –algo que, dicho sea de paso, debe asombrar a varios estadounidenses– y su canción favorita es Girsl Just Wanna Have Fun, el clásico ochentero de Cindy Lauper, porque es una canción tan buena: quiero ser la que camina bajo el sol, esa línea define perfectamente quién quiero ser. La feliz ingenuidad de Lisa es conmovedora desde el primer momento y llega a su punto más alto cuando ella canta su versión a capela de Girls…, nunca pensé que ese tema pudiera emocionar tanto o, mejor dicho, emocionar de esa manera: estremecer. Lisa, que se siente anormal en este mundo, aún puede encontrar belleza en las cosas que la rodean. 

Michael y Lisa se conocen. Se toman varios tragos en el bar del hotel. La voz de Lisa no es la voz de los demás, es una voz nueva, es la única voz que Michael puede distinguir. La voz de Lisa es la promesa de una vida distinta. Pero Michael sigue siendo Michael, se ha quedado sin sustancia, y aunque lo intenta, vaya que lo intenta, no hay mucho que pueda hacer al respecto.

(El Comercio)

2.08.2016

Grandes éxitos


 La libertad consiste en ser capaz de preocuparse por alguien más
– David Foster Wallace ­–

La vimos en el Cinemark de la Plaza de las Américas. Aunque ya estudiábamos cine y teníamos discos láser en la universidad y alquilábamos casetes VHS en La Liebre, ninguno sabía qué era ni de qué se trataba. La vimos porque en el póster salía John Cusack y confiábamos en él. No queríamos ser estrellas de cine, teníamos claro que nuestro lugar estaba al otro lado del lente, pero nos habíamos confesado que si alguna vez hubiésemos querido ser actores seríamos como John Cusack. A veces pienso que ni siquiera queríamos ser cineastas: nos bastaba con ser cinéfilos, rockeros, nerds. Nuestra vida se dividía entre el cine y el rock y el póster de High Fidelity prometía ambas cosas. ¿Entramos? De una, vamos. Y fuimos. Entramos. La luz de la pantalla nos iluminó de nuevo. Al final, mientras sonaba esa canción de Stevie Wonder que nunca habíamos escuchado, la pregunta soplaba en el viento. ¿Escuchábamos música porque éramos miserables o éramos miserables porque escuchábamos música?

¿Has visto High Fidelity? Tienes que verla. Es sobre este man, Rob, que tiene una tienda de discos, o sea, LP’s, vinilos, ¿te acuerdas de los vinilos?, mi vieja tenía uno de George Harrison. Tú tenías uno de Metallica que le habías robado a un primo o algo así, el clásico Led Zeppelin IV y también uno de los Hombres G que te daba vergüenza mostrar y decías que era de tu hermana. Ya pues, este man tiene una tienda de discos en la que trabajan otros dos manes que son enfermos de la música y lo saben todo, todo, y se pasan haciendo listas: las mejores cinco canciones para un lunes por la mañana; los cinco discos que te llevarías a una isla desierta; las cinco canciones que quisieras que pongan en tu funeral. La película arranca cuando la pelada de Rob se está yendo de la casa y él empieza a hacer una lista de las cinco mujeres que le han roto el corazón, las que de verdad le dolieron, desde que estaba en el colegio hasta ahora. No sé, ponte que el man tenga unos treinta años. La cosa es que el man decide visitar a esas peladas como para saber por qué lo dejaron mientras trata de recuperar a su novia, una rubia guapísima pero no la típica rubia guapa, no, no sé en qué más ha salido. Aguanta, cacha esto, el que le dice que busque a sus novias, que son como los fantasmas de la navidad pasada, es Bruce Springsteen. Sí, The Boss, el man hace un cameo y sale tocando su Telecaster. Es una comedia, o sea, una comedia romántica pero rockera. De ley, súper nerd.  

Le dijimos a la gente que tenía que verla para entender cómo es el mundo y cuáles son las prioridades en esta vida. Lo que queríamos era que nos entendieran, que visitaran nuestro planeta aunque fuera durante esos 113 minutos de metraje. Habíamos encontrado la película de nuestra vida. Nuestra fucking autobiografía.  

Si hubiera existido Facebook o Twitter habrías dicho que era más importante que El Ciudadano Kane. Las redes sociales deberían tener alguna especie de anticonceptivo para prevenir el pensamiento precoz, un mecanismo de seguridad que, antes de postear, te haga el siguiente anuncio: haremos público tu comentario si en veinticuatro horas sigues pensando igual. Lo curioso es que han pasado más de quince años y, no sé, quizás High Fidelity no tenga el peso histórico del magnum opus de Orson Welles y no la enseñen en las facultades de cine –aunque deberían– ni aparezca en esas listas de las mejores cintas de todos los tiempos, lo que resulta irónico tratándose de una película en la que se hacen tantas listas, pero sé que es una de las películas que más hemos visto en la vida y eso la vuelve una obra mayor, clave, trascendental. Por lo menos para nosotros, que nos hicimos amigos hablando de cine. Una tarde, durante el break de la clase de fotografía en blanco y negro, tú dijiste que la mejor película de Kubrick es Barry Lyndon y yo pensé este man sí sabe.   

High Fidelity llegó al Ecuador en el 2001, un año después de su estreno en Estados Unidos,  pero creo que estuvo en cartelera menos de tres semanas, un mes, máximo. Nadie la tomó en cuenta, nadie escribió sobre ella en El Universo o en El Comercio, a nadie le importó. Quizás algún bloguero podría haberla defendido, pero los blogs aún no nacían. Los críticos gringos, en cambio, trataron de abrirle campo entre otros estrenos del mismo año: la llorona Dancer in the Dark del pesado Lars von Trier y Snatch, que nos pareció increíble y cague de risa pero que terminamos olvidando. Stephen Holden, que fue ejecutivo de RCA Records (la casa de Elvis Presley) y reportero de la Rolling Stone antes de convertirse en el crítico de cine del New York Times, dijo, “¿Ahora tenemos High Fidelity, la ingeniosa, exquisita y afinada adaptación de [el director] Stephen Frears de la novela de Nick Hornby, cuyo narrador, Rob Gordon (John Cusack), es un banco de datos ambulante… Rob y sus colegas están tan inmersos en la cultura pop que clasifican los eventos más importantes de su vida en listas de grandes éxitos… Las mujeres en su vida, encantadoras, impulsivas y sexys cada una a su manera, evocan de manera precisa la intimidad de la gente difícil” ¿Éramos difíciles? Tampoco tanto. Un poco idiotas, quizás. Creídos, de ley. Y Roger Ebert, esa autoridad de la crítica establecida que publicó toda su vida en su natal Chicago Sun-Times, le dio cinco y estrellas y dijo, “A su manera, relajada, caprichosa, extravagante y obsesiva, High Fidelity es una comedia sobre gente real en la vida real… películas como ésta no se hacen muy a menudo… Salí del cine sintiendo que podía caminar por las calles y conocer a esos personajes, que quería conocerlos, lo cual es un halago aún mayor”. En Ecuador la vimos pocos, pero de esos pocos muchos quedamos marcados.


Tú fuiste el primer pana que hice en Quito, mi amigo serrano, mi marido de la universidad. Los costeños somos más regionalistas que los serranos, bro. Los serranos se creen más bacanes que los costeños, pero a nosotros no nos cabe duda, ni siquiera nos detenemos a pensarlo: somos más bacanes, punto. Es una huevada sin sentido, pero importa, o importaba en ese momento. Presentarte a los panas de mi pueblo, a mi wolfpack, fue como llevar a una novia a la casa de mis viejos. Yo sentí lo mismo cuando me presentaste a la gente del Colegio Alemán, me pareció un poco ridículo que dijeran “Deutsche Schule”, o sea, no vivían en Berlín, pero no dije nada porque quería caerles bien.  

También fuiste el primero que se compró el DVD. Te compraste el original porque todavía no habían esas tiendas de películas pirata en El Espiral o en la Mariana de Jesús o en la Shyris. Y la volvimos a ver. La vimos juntos y por separado porque ese DVD vivía entre tu casa y la mía como el hijo de una pareja divorciada. La vimos con el personal de confianza. La vimos con nuestras compañeras. La vimos con las peladas que nos gustaban: no sé de forma más ingenua de gritar amor, diría Braulio. Se la mostramos a nuestras hermanas y ellas también conectaron y creo que mal que mal entendieron el mensaje, el tipo de personas que éramos y el tipo de personas con las que nosotros aceptaríamos que ellas se metieran. High Fidelity se convirtió en un requisito para quien quisiera ser amigo nuestro y también en esa película que ves al final de una borrachera o al comienzo de un chuchaqui o any given sunday, comiendo pizza, como para clausurar una semana y llenarte de fuerzas para otra. 

Yo fui el primero que consiguió la novela. La compré en una librería que estaba en la González Suárez, cerca del monumento a Churchill, Sagitarius creo que se llamaba. Me acuerdo que estaban liquidando la mercadería y había full cosas con descuento, regaladas, y compramos esos libros con las letras de Bob Dylan en inglés y en español que parecían cancioneros de iglesia. Un día fui por mi cuenta, capaz te mandé un mensaje, no me consta. Ahí estaba, Alta fidelidad, de Nick Hornby. La encontré como encontramos la película: por accidente. La traducción era españolísima, en la contratapa se referían a  Rob como un “tío” que estaba “colgado” y en los diálogos el man decía “gilipollas”. Todo mal. Igual te la mostré súper orgulloso, para sacarte pica porque la edición era del 98, anterior a la película, y eso le daba valor agregado. Creo que los libros de Nick Hornby ya estaban todos en Anagrama, pero no conocíamos a nadie que tuviera un libro de Nick Hornby. Luego tú te compraste el libro en inglés. Luego todos nos compramos el libro en inglés y hasta el día de hoy cada vez que veo ese libro en la casa de alguien siento que estoy en un lugar seguro.

No conozco tu casa, tu nueva casa, allá en la tierra de Neil Young, pero sé que ese libro está por ahí y que quizás otra gente piensa lo mismo cuando lo ve apretado entre los de Chuck Klosterman y Alberto Fuguet. Tu casa. Tu esposa y tus hijos. Tu hogar. Puta, eres un adulto, maricón. Siempre pensé que yo me casaría primero, que tú serías el padrino de la boda porque después de todo tú me la presentaste, que en algún momento serías como un hijo nuestro –así me siento cuando salgo con parejas, como un pelado medio huérfano–, llegué a preocuparme, creo que incluso hablamos de ti, ¿quién cuidará de él si nos casamos? Pero fue al revés. Y el día de tu boda que como todas las bodas serranas pasó al medio día y no en la noche como hace la gente civilizada sabía que te estaba perdiendo, que ya te había perdido, que jamás sería lo mismo, pero puta madre que estaba feliz, tranquilo, en paz. He’s gonna be just fine, pensé. Me quedé solo, pensé.  


¿Leíste High Fidelity enseguida o sólo dijiste que la habías leído enseguida? Yo me demoré. Tuve miedo. Me pasó lo contrario de lo que suele pasarnos. Si lees una novela que te gusta, que te habla, que te contiene, y luego te enteras de que van a hacer una película, es imposible no paniquearse un chance. Pero en este caso la película se sentía tan cercana, tan documental, tan nosotros, que casi esquivo la novela para no tener que compararla con nada. Ernesto Sábato decía que todas las adaptaciones del Quijote han fracasado por lo amplio de su ambición, que la única forma de filmar la historia del Ingenioso Hidalgo de La Mancha sería escoger un capítulo que sujete la naturaleza entera del personaje y encuadrar, en una sola aventura, una especie de Quijote Concentrado. En términos de transmisión emocional, es decir, de entender y luego filmar la esencia de una novela, High Fidelity está, sin duda, entre las mejores adaptaciones cinematográficas de toda la historia, a la altura de El Padrino o Muerte en Venecia. Si te gustó la película, el libro te va a encantar.

En la novela, las cinco canciones favoritas de Rob son Let’s Get It On, de Marvin Gaye; This Is The House That Jack Built, de Aretha Franklin; Back in the USA, de Chuck Berry; White Man In The Hammersmith Palais, de The Clash; y So Tired of Being Alone, de Al Green. Los únicos blancos son The Clash, pero su canción tiene estrofas reggae, lo que equivale a un bronceado no tan ligero. El resto es música negra, música que se puede bailar porque tiene eso que antes se llamaba swing y ahora se llama flow. Música para enamorarse o para enamorar o para sentir ganas de estar enamorado.

No sé si tú también piensas en esto, pero me cuesta creer que nunca tuvimos novia al mismo tiempo o en la misma ciudad o en el mismo país. Salíamos los dos a todas partes y si era muy tarde y estabas borracho te quedabas a dormir en mi casa y si yo estaba en Cumbayá dormía en la tuya y al otro día tu mamá nos hacía el desayuno pero igual nos decía vayan a bañarse, huelen a trago, y se iba cabreada de la cocina. Salíamos los tres, al cine, a comer, a esas fiestas y a esos bares en los que me gustaba verte bailar con mi novia porque no sabía con quién más podías bailar y porque así yo podía descansar un poco, hablar con otros nerds y mirar a otras mujeres sabiendo que tenía sexo asegurado en casa. Una vez, ella me dijo que habían vacilado, luego me dijo no, te estoy jodiendo, pero lo dijo. ¿La besaste?, ¿te besó?, ¿se besaron? Me dijo que fue cuando yo estaba en Argentina y me la pasaba escribiendo y persiguiendo a Charly García. ¿Tiraron? Éramos chicos. Ha pasado tanto tiempo, bro. Ha pasado tanto tiempo y nunca hemos salido los cuatro. Nunca he tenido una novia que sea la mejor amiga de tu esposa, que hable con ella mientras tú y yo escuchamos música. Eso nunca ha pasado. Ojalá pasara. Los cuatro. La música.     

Conseguí la banda sonora de High Fidelity en Panamá, en el 2003, cuando todavía existían las tiendas de discos. Hay algo que no te he dicho de puro cobarde: en esa tienda había dos copias y pensé en comprarte una, lo juro, si alguien merecía ese disco eras tu, pero no tenía plata, acabábamos de graduarnos de la universidad y estábamos desempleados, chiros. La portada era esa parodia-homenaje de A Hard Day’s Night de Los Beatles (por cierto, ¿escuchaste la versión de Hey Jude de Wilson Pickett y Duane Allman?, es mejor que la original), sólo que en ves de veinte fotos de Los Beatles había nueve fotos de John Cusack. ¿Sabes por qué aparece sólo de la nariz hacia arriba?, porque en la portada de la banda sonora –no del álbum sino de la película– de A Hard Day’s Night Los Beatles salen retratados de esa manera, de la nariz hacia arriba. Fíjate.

Nosotros, que pensábamos que lo habíamos escuchado todo o por lo menos todo lo que valía la pena escuchar, nos quedamos como locos con la cantidad de música que supuraba la película. Ahora le decimos a la gente que los habíamos escuchado toda la vida, pero mentira, cabrón, no fue hasta que vimos High Fidelity que escuchamos cosas como Belle & Sebastian, The Beta Band, Stiff Little Fingers, 13th Floor Elevators, Marie De Salle, Stereolab o John Wesley Harding. La película nos hizo escuchar canciones que luego nosotros le obligamos a escuchar a nuestros amigos: Always see your face, de Love, ¿habías escuchado Love antes?, yo tampoco; Cold blooded Old Times, de Smog, esa parte que dice este es el tipo de recuerdos que hace que tus huesos se vuelvan de vidrio todavía me da escalofríos; Fallen For You, esa balada con piano de Sheila Nicholls que jamás se me habría ocurrido escuchar en la vida, cursi, melosa, el tipo de canción que le criticas a tu novia pero que escuchas a escondidas y cantas en la ducha, me encanta esa parte en la que se acuerda del novio mientras recorre el Guggenheim, me hace pensar en esas personas que nos persiguen como espíritus porque nosotros las arrastramos como cadenas entre los talones, porque no las podemos dejar ir, porque no queremos ser libres. Lo que me obliga a cantar Most of the Time, de Bob Dylan, esa canción que nos hizo mirar de nuevo y con atención el trabajo del viejo Bob en los 90’s, que confirmó la teoría de que en todos los discos de Dylan está una de las mejores canciones de Dylan. La mayoría del tiempo, ni siquiera pienso en ella, ¿estuvimos juntos alguna vez? La cantidad de veces que nos emborrachamos escuchando eso. Estuvimos tan cerca que no había espacio para nadie más.

Lo que nos unió, a nosotros dos y a nosotros tres y a todos nosotros con la película, fue eso que nos separaba de otra gente: la música. Despreciábamos a los que no habían escuchado Velvet Underground o decían que Nirvana estuvo bien para el colegio; a los que bailaban con las canciones de Los Fabulosos Cadillacs pero no sabían quiénes eran los Mighty Mighty Bosstones; a los que se creían superiores porque escuchaban Joy Division pero no cachaban The Vaselines. En High Fidelity pasa lo mismo, ahí está esa escena en que se niegan a venderle el sencillo de I Just Called To Say I Love You a un tipo porque les parece que nadie puede tener tanto mal gusto; la escena en que no pueden creer que exista alguien que no haya escuchado el Blonde on Blonde de Bob Dylan; la escena en la que, como en el libro, se mencionan esas palabras que nosotros adoptamos como la revelación mística de una secta religiosa: lo que cuenta en una persona no es su manera de ser sino las cosas que le gustan, libros, películas, discos, ¡eso es lo que importa! ¿De cuánta gente nos perdimos porque no habían leído a Salinger?, ¿Cuánta gente dejamos pasar de largo porque defendían a Tarkovsky y nosotros a Linklater? ¿A cuánta gente no volvimos a llamar porque no habían escuchado los American Recordings de Johnny Cash? Pudimos haber estado menos solos, creo. Construimos un muro para protegernos y ese muro nos terminó aislando a lo The Wall.  


Éramos tipos solitarios y nos pasábamos música vía USB, tú siempre cargabas uno en el bolsillo porque decías que no se sabe cuándo se va a necesitar más memoria, y quemábamos discos. Yo estaba muy enamorado de tu amiga y me acuerdo que me ayudaste a hacerle un disco al que bautizaste Un manaba que ama en honor a la carrasposa colaboración de Abdalá Bucarám con Los Iracundos. Si ella entiende las canciones, si cacha lo que estás diciendo, me dijiste, ya está ya. En High Fidelity, la novela, hay una línea que todavía me parece mortal: si no puedo hacerle una compilación a una nueva novia, renuncio, porque no estoy seguro de poder hacer mucho más. Cómo nos enamoramos de Laura, nos enamoramos más que el propio Rob. Entregados. Perdidos. Postrados. En rigor, nos enamoramos de la actriz Iben Hjejle, ¿ya sabes cómo se pronuncia? Cuando salió High Fidelity ella era una desconocida y luego siguió siéndolo, como si con ese rol, que bien podría ser una carrera entera, hubiese sido suficiente: quizás lo fue. Yo no puedo olvidarla, todavía me parece hermosa porque no es tan hermosa. Es guapa, guapísima, pero no tanto como para intimidarte; es graciosa, agradable, el tipo de mujer que le presentas a tus amigos y a tus papás; es relajada pero llora y grita y se va de la casa y tira con otro cuando tiene que llorar y gritar e irse de la casa y tirar con otro; y, lo más importante, es una mujer, una persona adulta, como tú. High Fidelity nos expuso a nuestros propios miedos y nos ayudó a identificar las cosas que odiábamos de nosotros mismos pero no podíamos definir ni mucho menos evitar. Teníamos miedo a la soledad porque quién va a querer estar con un tipo que se pasa todo el día escuchando música y viendo películas, con una persona que prefiere estar adentro que afuera; teníamos pánico a tener que crecer y ponerte camisa y corbata para ir a trabajar y usar tus camisetas rockeras sólo en casa, como pijama. Teníamos miedo a adaptarnos. Yo todavía lo tengo.

Ya tenemos treintaicuatro, la edad que tenía John Cusack cuando protagonizó High Fidelity. Conociéndote, seguro compras vinilos ahora que los vinilos están de moda otra vez y escuchas harto The Smiths, ¿sí o no? ¿Has vuelto a verla? ¿La ves con tu esposa los domingos? ¿Se la enseñarás a tus hijos?¿Cómo te va, huevón? Por si acaso, está en Netflix, o estuvo, ya no sé, pero volví a verla en mi computadora una noche en la que buscaba algo para quedarme dormido, algo que pudiera ignorar, pero no pude, no me dormí, la vi toda y volví a escuchar eso que canta Stevie Wonder al final: cuando me enamore, será para siempre. Yo la sigo mostrando, compartiendo, como dicen ahora. Todavía hablo de ella en presente, como algo que pasa, mientras me da la impresión que para ti la cinta es parte del pasado, algo que ya te pasó, la foto de un tipo que fuiste pero que ya no eres porque nadie quiere ser así para siempre. Y no te culpo. Me alegro, cabrón, te juro que me alegro.

La gente me pregunta si hablo contigo, por alguna razón asumen que seguimos en contacto, que nos perseguimos en Instagram, que somos tan panas como en la universidad. Quizás si todavía estuviéramos solos hasta compartiríamos un apartamento. Pero no. Mejor así. Igual no sé muy bien qué responder. La verdad es que sé muy poco de ti, lo que alcanzo a ver en Facebook, tus fotos con ropa de grande y pelo de grande y sonrisa de grande y perfil de adulto responsable. Cada vez que posteas que te vas a un concierto me emociono. Sí, pudimos ir juntos al de Bruce Sprignsteen, capaz alcanzamos a verlo antes de que se muera, tomorrow never knows. Yo vi a Ringo Starr en Nueva York y me acuerdo que te conté y que te reíste y me di cuenta de que en serio había distancia. Crecimos. Ya no nos necesitamos tanto y en cambio hay otra gente que sí nos necesita.

¿Crees que seríamos amigos si nos conociéramos esta tarde, en el patio trasero de una casa llena de niños y carne a la parrilla? Seguro tendríamos muchas cosas en común, pero todas relacionadas a los discos que escuchábamos en el colegio y en la universidad, a la gente que fuimos. Yo diría algo como el man escucha The Replacements, no puede ser tan malo. Tú dirías el man también es enfermo de High Fidelity.

2.01.2016

Los entrañables ocho (o la inesperada virtud de una mala película)


Hoy desperté y empecé a enviar un link a varios amigos cercanos. Subject: best movie EVER. Es una broma, obvio. Nadie que escriba así está hablando en serio. Pero igual lo hice. ¿Cuándo fue la última vez que viste una película género domingo-de-noche y arrancaste el lunes enviándole el link con el tráiler a esa gente a la que le deseas lo mismo que deseas para ti? ¿Cuál fue esa película que pensabas olvidar enseguida y ahora quisieras volver a ver? La mía se llama Una última y nos vamos, la historia de un mariachi de Jalisco que viaja al DF por tierra para participar en un concurso nacional de mariachis.   

Cuando vi el tráiler pensé Almost Famous en español para las masas: bien. Y no, no es para tanto, pero algo de eso tiene. Es más una tele-road-novela de exploitation azteca, filmada como un largo comercial onda All You Need Is México. Jalisco, capital Guadalajara, es el estado de donde se supone vienen los dos elementos que, en el imaginario pop sudamericano, componen la mexicanidad: el tequila y los mariachis. Y es increíble como todo, cada mueble, cada planta, cada delantal, está literalmente puesto en escena. Si fuese mexicano quizás me ofendería ese look empeñadamente turístico y falso, pero no lo soy.    

Una última y nos vamos parte cuando, después de haber sido rechazados durante 30 años, los miembros del Mariachi Tierras Rojas (la fotografía es color ladrillo) son invitados a este campeonato porque quienes iban a participar originalmente no pueden cumplir con el compromiso: es decir que entran de repechaje. Enseguida, como si estuviese siguiendo un manual comprado en el paseo de la fama de Hollywood, la cinta nos presenta a todos los personajes, varios jóvenes, un par de veteranos, cada cual con un conflicto más o menos grave que, claro, se resolverá de la manera más afortunada minutos antes de los créditos.

El guión, escrito por César Rodríguez y Mauricio Argüelles, los dos jóvenes-actores-productores detrás de la cinta (por suerte no son Gael García Bernal y Diego Luna), apuesta a lo seguro, a lo que viene funcionando desde que el cine es cine, y al hacerlo toma un riesgo que pocos cineastas latinoamericanos se arriesgan a tomar: quedar en ridículo. Las películas de este lado del Río Grande prefieren pasar por aburridas o pretenciosas antes que pasar por tontas. Una última y nos vamos, en cambio, parece decir no importa si te ríes conmigo o si te ríes de mí, la cosa es que te rías porque si no a qué chingados vinimos.   

Ocho músicos de pueblo chico encerrados en una van camino a una de las ciudades más pobladas del mundo. Ocho personajes entrañables por humildes, provincianos y acartonados. Ocho amigos que entienden la dinámica familiar de naturaleza conflictiva que se respira cuando formas parte de una banda. Ocho tipos que ya nunca serán estrellas, que vivirán condenados a la danza inútil del trabajo honrado, pero que quieren escuchar una vez más, quizás la última, los aplausos del muy respetable. Ocho fanáticos de la Virgen de Guadalupe (esto, en México, no es cuestión de fe sino de nacionalidad, creo que te lo ponen en la cédula) que quieren ganar el concurso porque el mariachi ganador le cantará las mañanitas a la virgencita el día de su cumpleaños. Ocho devotos de José Alfredo Jiménez que hacia el final rockean con dos hits rancheros: La noche y tú y El gusto. Ocho actores que, juntos, son uno solo. Ocho oraciones para decir una sola cosa: esta es una de las mejores malas películas que he visto en mi vida.     

Una última y nos vamos lo tiene todo: el wey que está enamorado de la hermana de su mejor amigo que dicho sea de paso es como el hermano más celoso del pueblo; el wey que desde que perdió a su mamá abandonó el mariachi y ahora canta en un trío de punk y se maquilla los ojos como el vocalista de Green Day; el papá de ese wey, el que se quedó viudo, que no sabe cómo reencontrarse con su hijo pero, claro, lo logra a través de la música; el wey que duda de sí mismo –la duda es existencial– porque nunca ha podido dejar embarazada a su esposa; el wey al que todos le dicen “gordo” que nunca ha tenido novia pero está enamorado de alguien que conoció en Internet; el wey que fue abandonado por su esposa y ahora dice que ya nunca jamás volverá a enamorarse; y el wey (Héctor Bonilla, un clásico de las telenovelas que llena e ilumina la pantalla) que se está muriendo y sólo quiere pegarse una última, una buena, antes de irse. 

Ahora que lo pienso, Una última y nos vamos podría ser una ópera-mariachi con final de tragedia griega. Pero no lo es. Es, en sus mejores momentos, una comedia que aprovecha abierta y frontalmente todos los lugares comunes posibles: los clichés explotan como minas de colores. Es, en sus peores momentos, una cinta que no puede negar que viene de donde viene, la tierra de Televisa, pero que no se avergüenza de sus raíces ni trata de ocultarlas. Es, casi siempre, esa puta cancioncita que se te pegó no sabes dónde.