4.28.2015

La canción que mi madre me enseñó


Uno de los primeros recuerdos que conservo de mi infancia es la voz de mi madre cantando la canción de Pinocho, que empieza así: hasta el viejo hospital de los muñecos, llegó el pobre Pinocho mal herido, un cruel espantapájaros bandido, lo sorprendió durmiendo y lo atacó.

Hasta donde he podido investigar, el autor e intérprete original de Pinocho es el argento-español Luis María Aguilera Picca (1936-2009), mejor conocido como Luis Aguilé, baladista romántico (dice mi padre: ese man tiene una canción lindísima que se llama Ciudad solitaria; cuando estás enamorado, enamorado perdido, esa es la canción) y rockstar infantil para la generación que creció a finales de los 70’s y comienzos de los 80’s. Además de Pinocho, Aguilé hizo famosa una biografía country-funk-disco de Pecos Bill: el vaquero más auténtico que existió. Cuenta la leyenda que con su revolver, desde un árbol, mientras se estaba afeitando, liquidó a 2.500 enemigos; es decir que este Texas Cowboy doblado al español era más eficiente que cualquier American Sniper, más certero que el orgullo nazi Fredrick Zoller y tenía más estilo que James Bond. En la última estrofa, por ejemplo, pasa esto: Pecos Bill perdió la huella en el desierto, se moría de sed y lo abrazaba el sol; y cuando estaba medio muerto, hizo un tajo en el desierto –pausa para efecto– y allí mismo el Río Bravo construyó. Si Colón descubrió América con tres carabelas, Pecos Bill la partió en dos con un cuchillo.    

Dicho esto, el mágnum opus de Luis Aguilé fue, es y siempre será ese drama violento de maltrato infantil, bullying interracial y nariz hecha pedazos con final fantástico y feliz llamado Pinocho; de no ser porque, claro, esa canción se la inventó mi madre.

Con el paso de los años he llegado a entender que esa canción es mucho más importante de lo que pensaba, que me cambió y sin duda enrumbó mi destino desde un principio. Pinocho transgredió su género con una simple pero arriesgada maniobra en la hasta entonces bastante reaccionaria estructura musical de las canciones para niños: cuando todo era estrofa-coro-estrofa-coro-coro-coro-fin, apareció de repente una variación, el punto donde se siembra el drama que la melodía se encargará de cosechar y resolver. En Pinocho apareció esto: y a un viejo cirujano llamaron con urgencia, y con su vieja ciencia pronto lo remendó, pero dijo a los otros muñecos internados, “todo esto será en vano, le falta el corazón”. Luis Aguilé cambió las reglas del juego y alteró la fórmula de esta manera: estrofa-variación-estrofa-coro-coro-estrofa-coro-fin. ¿Cuál es la moraleja de la historia? Piensa distinto o, como reza el mantra de Apple: Think different. Aguilé empujó los límites de su propia narrativa. Siguiendo la tradición de los mejores autores de cuentos infantiles (un género oscuro y retorcido donde los haya, donde los lobos se comen a las abuelas y las brujas engordan a los niños para hornearlos), nos presentó la posibilidad de la muerte y, con eso, el valor de la vida. Cuando lo encontramos, al principio del relato, Pinocho está con un pie y un brazo y una nariz en la tumba. Esa canción me gustaba mucho porque me daba miedo. Esa canción me gusta, me sigue gustando, porque es una historia que tiene poder y muestra como pocas el poder que tienen las historias.     

Mi madre me cantaba esa canción con la voz de las sirenas que tentaron a Ulises; sólo que yo, obvio, no pedí que me aten al mástil de un barco sino que me até por voluntad propia a sus brazos. Mi madre me dio la vida y luego, desde su garganta, con las cuerdas vocales apuntando hacia mis ojos, me dio una canción que se convirtió en mi vocación y que es, muy a su pesar, mi verdadera existencia.

(SoHo)

4.13.2015

Mi primer Bayer (o cómo aprendí a preocuparme y amar el anarco-pacifismo)


Tuve la suerte de editar un texto del joven periodista argentino Javier Sinay, un breve perfil sobre uno de sus compatriotas y colegas más notables: Osvaldo Bayer. Digo suerte porque, gracias a la nota de Sinay, me lancé a investigar todo lo que pude sobre Bayer y todo lo que encontré, todo lo que aprendí, todo eso con lo que ahora pretendo evangelizar a mis amigos, ya está subrayado en mi disco duro.

Lo primero que hice fue ver Mundo Bayer, una serie hecha para la televisión dividida en ocho episodios de media hora cada uno. Y ya con eso habría sido suficiente para comprar un terreno y construir allí un templo donde se divulgue la palabra de Bayer por lo menos en tres funciones diarias; donde la gente no vaya a repartirse el insípido cuerpo de Cristo sino a ofrecer el propio para lo que haga falta; donde no se diga “demos gracias al Señor” sino “¡viva la libertad, carajo!” y nadie se pueda ir en paz hasta que salga en pie de lucha.

Lo demás fue leer todo lo que pude de y sobre Bayer: si pretende mirarlo a los ojos, el editor tiene que estar igual o más enterado que el autor. Sobre Bayer encontré mucho; de Bayer, poco, casi nada. Rastreé como un perro narcótico títulos suyos en librerías locales y sólo encontré uno, En camino al paraíso, un greatests hits de columnas periodísticas y ensayos académicos publicados entre 1993 y 1998, es decir, cuando el escritor estaba llegando a los 70 años de edad. El problema, me dijeron en la librería, es que esos libros, y con esto quiero decir todo el stock, estaban inventariados en la categoría de “saldos”, lo que significa que tras quién sabe cuánto tiempo en percha, ya un poco amarillentos y habiendo pasado por nuestro país totalmente desapercibidos, estaban embodegados, a punto de ser devueltos. Es más, los libros habían llegado a ser rematados al increíblemente cómodo precio de tres dólares la unidad, y ni aún así habían encontrado lectores. Nadie sabía de Bayer porque, como diría él mismo: Somos todos cínicos, corruptos, crueles. ¿O nada más que imbéciles? Imbéciles.            

Gracias a una maniobra digna del mercado negro venezolano, y con eso que Ringo Starr llama a little help from my friends, pude conseguir el libro, en cuyo prólogo, otro grande, Osvaldo Soriano, se refiere a Bayer como “el último rebelde” y cuenta que lo conoció …en las malas, que es la mejor manera de conocer a los hombres para saber si creen en lo que dicen y sostienen en privado lo que predican en público. Soriano y Bayer se encontraron en Frankfurt en 1976, recién inaugurada la dictadura de Videla, ya como exiliados. En 1983, el año en que Argentina recobró oficialmente la democracia, Soriano entrevistó a Bayer y él, que ya se había bautizado en la fe del anarco pacifismo,  le dijo lo siguiente: Me he propuesto no tener piedad con los despiadados. Mi falta de piedad con los asesinos, con los verdugos que actúan desde el poder se reduce a descubrirlos, dejarlos desnudos ante la historia y la sociedad y reivindicar de alguna manera a los de abajo, a los humillados y ofendidos, a los que en todas las épocas salieron a la calle a dar sus gritos de protesta y fueron masacrados, tratados como delincuentes, torturados, robados, tirados en alguna fosa común. Bienvenidos al Mundo Bayer.   

El texto que edité se llama Osvaldo Bayer (o las razones por las que debemos seguir siendo periodistas) y puede leerse en el número de abril de la revista Mundo Diners como, digamos, una cápsula biográfica que debe tragarse con largos sorbos de whisky y una canción de Marlene Dietrich cantada en blanco y negro y punk. Sólo así puede uno firmar ese contrato que estipula claramente y en letras inmensas esta cláusula al comienzo del documento: USTED SE ESTÁ CONVIRTIENDO EN UN FAN DE OSVALDO BAYER Y EN UN ANARCO PACIFISTA PRACTICANTE.

Bayer tiene casi noventa años pero es el escritor más joven que he leído últimamente y, además, posee el don de rejuvenecer a quien lo lea. Los textos de En camino al paraíso te convencen de abandonar la zona de confort, de marchar, de gritar un par de cosas, de ser irracional cuando la razón es un decreto y romántico cuando el poder es una forma de odio; de escribir pensando que escribir es lanzar esa bomba molotov que nunca lanzaste. Bayer te hace volver a escuchar London Calling de The Clash, levantar la mano y apretar el puño.  

Dice Bayer: Enseñar también las historias de las religiones para dejar al desnudo toda la mentira del miedo con aquello de Dios todopoderoso, o de hijos de vírgenes o de santísimas trinidades con don de ubicuidad que nos vigilan permanentemente, o aquellas teologías que humillan a las mujeres condenándolas a cubrir su cuerpo; o lo del pecado original, el infierno y la llama eterna que nos quemará vivos por los siglos de los siglos.

Y, algo más. La verdadera y única división de los argentinos está entre los que aceptan y los que no aceptan negociar los crímenes de la represión y de la corrupción, le dijo Bayer a Soriano el siglo pasado, pero se lo podría haber dicho, se lo podría estar diciendo, a cualquier latinoamericano de este siglo. Nosotros no negociamos.

(El Comercio)




Y no nos damos cuenta que utopía no significa otra cosa que lo que tendríamos que hacer para ser felices. 

La única verdad es que todo pertenece a todos pero además no pertenece a nadie. Desde la docencia se tendría que enseñar como primera materia la negación del sentido de la propiedad y del derecho del más fuerte, y además el diálogo como fuente de comprensión. La docencia tendría que enseñarnos desde pequeños a despreciar a todo aquél que usufructa más de lo que necesita para su vida y subsistencia. Vayamos a un ejemplo que está al alcance de todos: el transporte en las grandes ciudades. ¿Qué nos dice el análisis racional? Que el transporte individual, el auto, perjudica a todos, es el derecho del más fuerte, del que tiene más dinero. Lo equitativo y lo cuerdo sería que el transporte fuese colectivo y sano. Se ha comprobado que en ese sentido, los mejores transportes son los subterráneos y los trenes. El transporte automotor no sólo envenena la atmósfera en forma irreversible sino también es actor de accidentes que han costado una cantidad incalculable de víctimas, que se repiten día a día, en gran parte niños. Además se estimularía la sana costumbre de caminar o de trasladarse en bicicleta. Otros transportes mecánicos, sin gases residuales, podrían adaptarse para el transporte de gente de edad o incapacitados desde las estaciones a sus destinos. Pero la racionalidad se sacrifica en aras de la fatuidad, del lujo, de la comodidad de algunos y de la esperanza del resto. Es un sistema absolutamente criminal. Y la ley, si fuera justa tendría que castigar a quienes lo practican y permiten. El lobby de la industria automotriz paró durante décadas en nuestro país la construcción de subterráneos y promovió el levantamiento de las vías férreas, y los políticos corruptos lo aceptan todo. ¿Hay acaso algo más irracional que las calles de Buenos Aires taponadas, con sus bocinazos, su aire envenenado que perjudica principalmente a los más pequeños, la pérdida de tiempo que esto significa, los nervios, el estrés? ¿Cómo es posible explicar racionalmente que viaje en autos lujosos y enormes sólo una persona por vehículo? La idiotez y el egoísmo se pasean en coche. Y todos callamos, en el mundo entero, porque tal vez quisiéramos llegar a ser, cada uno de nosotros, uno de esos imbéciles en carrocería de oro.