9.28.2015

Formas de llegar al cielo


The Flick, la obra de teatro escrita por Annie Baker que ganó el Pulitzer a mejor drama  el año pasado, tiene un aire no del todo sospechoso ni gratuito a una película del primer Jim Jarmusch, eso sí, protagonizada por personajes del primer y único Kevin Smith que sufren la depresión precoz de las chicas de Ghost World. Baker, nacida en 1981 y criada en una pequeña ciudad del estado de Massachusetts, tiene una moral y un humor negro bastante noventeros que, en escena, funcionan y golpean y despiertan las preguntas incómodas que siempre vienen al caso: ¿crecí?, ¿de verdad crecí?, ¿o fue sólo el tiempo el que me pasó por encima?

Es evidente que Annie Baker creció, maduró, o por lo menos lo intentó. Su estilo, minimalista (¿existe algo llamado “teatro documental”?) y lleno de pausas que sobre las tablas se sienten más largas que en cualquier pantalla, muestra a una escritora que ya puede tomarse ciertas cosas con distancia y perspectiva. Es evidente, además, que Baker vio muchas películas mientras estaba creciendo. The Flick es la historia de tres empleados de un cine setentero que conversan y se conocen y hasta conectan entre función y función, mientras limpian el pop corn derramado entre las filas de asientos.

El personaje principal, o quizás sólo el más complejo y frágil, es Avery, un cinéfilo peligrosamente autista, inteligente y sensible. Avery no necesita el empleo que tiene ni mucho menos el sueldo miserable que recibe: su padre da clases de lingüística en una universidad privada y él podría bien pasar las tardes y las noches con sus compañeros millonarios. Pero Avery no es esa clase de persona. Avery prefiere estar en el cine porque esa es la única sala en todo el condado en el que vive que aún proyecta cintas en 35 milímetros. Para Avery, entonces, ese lugar es el único sitio donde las cosas que suceden suceden de verdad.

Hay una escena, cerca del final del primer acto, en la que vemos a Avery en la sala a oscuras, sin público ni películas ni empleados (todos están almorzando en un Subway), hablando por teléfono. Avery parecería estar conversando con su mejor amigo. Le dice que por fin recuerda uno de sus sueños, de hecho, recuerda lo que soñó la noche anterior. Vio a su padre muerto en su estudio, las paredes forradas de libros, y a un hombre, un empleado del cielo, que los escaneaba con un aparato parecido a esos que sirven para saber el precio de las cosas en un supermercado, hasta que un libro empezaba a sonar, bip, bip, bip, y el alma de su padre era bienvenida en el reino de los cielos. Luego, el mismo hombre pasaba por el cuarto de Avery y ahí estaban su cadáver y su colección de DVD, películas de Bergman, de Kurosawa, de Tarantino y, básicamente, todo lo que ha sido puesto en el mercado por The Criterion Collection. Sin embargo, el hombre buscaba durante horas y no encontraba ninguna película que diera señales de vida y el pobre Avery estaba asustado, pensando que pasaría la eternidad bajo la tierra, entre los gusanos y las llamas, hasta que el empleado del cielo encuentra un viejo casete VHS que contiene Luna de miel en Las Vegas, de 1992, protagonizada por Sarah Jessica Parker y Nicolas Cage. Sin duda, una de las peores películas de la historia. Bip, bip, bip. Según The Flick, esta es la única película que Avery ha amado en su vida.

Aunque se trate del sueño de un personaje que ha visto más películas de las necesarias, la situación planteada en la escena es, por decir lo menos, esperanzadora: si un libro cambió el rumbo de tu destino, si una película te salvó la vida, si encontraste algo que podías amar y lo amaste con todas tus fuerzas, entonces sí, puedes ir al cielo. O, al menos, morir tranquilo.

Al final del monólogo telefónico, descubrimos que Avery no está hablando con su mejor amigo sino con su psiquiatra, a quien le pide disculpas por haber interrumpido sus vacaciones con aquella llamada extracurricular. Las luces se apagan. Es un momento desolador. Avery tiene más de veinte años pero no tiene amigos ni mejores amigos. Los tuvo. Tuvo al menos uno con el que solía ver Luna de miel en Las Vegas cuando ambos eran niños. Ese fue su momento, el momento que lo salvará, el momento más valioso de su vida. Y ya pasó.


9.21.2015

¿Quién pagará por Houellebecq?



El año pasado, después del estreno en festivales de L’enlèvement de Michel Houellebeqc (El secuestro de Michel Houellebeqc), el escritor francés dijo que no, no se había preparado ni siquiera un poco para interpretarse a sí mismo en una película y no, tampoco tenía miedo de que el resultado final fuera una caricatura pues ya antes, en sus libros, se había caricaturizado bastante. En todo caso, el que tiene que prepararse es el público: nadie está del todo listo para una cinta como esta.

L’enlèvement de Michel Houellebeqc tiene un momento, por lo menos al principio, de total y absoluta duda. ¿Es una película? ¿Son actores? ¿Es una broma? Es fácil intuir que Guillaume Nicloux, el director, no es un principiante ni mucho menos: aunque al parecer no hayan otras fuentes de luz que las naturales, los encuadres son limpios, cuidados, escogidos, y juntos componen un look bastante definido. Ahora bien, dicho esto, todo lo demás bordea el humor del absurdo y el existencialismo terrenal.

La trama es sorprendentemente simple. Luego de unas pocas secuencias en las que se establece la que podría o no ser la rutina diaria de Houellebeqc, el autor es –fácil y hasta torpemente– secuestrado por tres hermanos gitanos que parecen extras mal pagados en una película de Guy Ritchie. Los secuestradores, entonces, llevan al rehén no a un sótano ni a una fábrica abandonada ni a una cabaña en las afueras de París: lo llevan a casa de sus padres y, con el paso de los días, Michel se vuelve parte de la familia.

En Hollywood esto sería Misery al revés, una versión de Stephen King apta para todo público en la que el Síndrome de Estocolmo serviría para detonar carcajadas. Pero esto, aunque se trate de una de las comedias más graciosas que haya visto últimamente, no es Hollywood. La austeridad de la producción, cercana al documental de bajo presupuesto, cubre la historia de un tono doméstico que resulta tan chistoso como incómodo y hasta peligroso. Hay una escena en la que los gitanos tratan de enseñarle llaves de artes marciales y él –flaco, bajo, con esa cara de bruja y el cigarrillo siempre encendido– maniobra la situación como un Buster Keaton con parálisis facial. Y otra en la que, varias copas mediante, Houellebeqc se pone eufórico y grita que él y sólo él tiene autoridad para hablar de literatura y como la cámara no se mueve parece que esto no es una película y que alguien saldrá herido, herido de verdad; el momento es tan efectivo que a uno le dan ganas de irse a su cuarto hasta que la discusión termine.   

Y hay, en el guión o en la improvisación de Houellebeqc, una broma constante. Como los gitanos se niegan a darle información sobre la gente que los contrató para secuestrarlo, el rehén, cada tanto, insiste en una misma pregunta, ¿quién pagará por mí? Lo dice muy en serio. No concibe la idea de que alguien pague dinero por su libertad: sabe que sus detractores, que no son pocos, quisieran verlo muerto pero que no le pagarían a nadie para que lo asesine, así como sus fanáticos no podrían reunir la cantidad necesaria para tramitar un rescate. Uno de los gitanos le dice, como para que ya no joda más, que el presidente François Hollande hará el desembolso, pero ante una afirmación como esa Houellebeqc sólo se puede reír y aceptar con resignación que estará encerrado quién sabe cuánto tiempo.

El misterio se sostiene hasta el final y es una de esas cosas que nunca sabremos. ¿Quién ordenó secuestrar a Houellebeqc? ¿A quién le pareció que era una buena idea? ¿A quién podría importarle o servirle como pieza política un escritor como él? El mérito de la cinta, su propósito, su razón de ser, es poner en una situación ordinaria (esta palabra, en estas condiciones, funciona casi como antónimo de sí misma) a un artista que de ordinario no tiene nada y, así, obligarlo a lidiar con la realidad. Y sí, es cierto, quizás la película sea mejor o mucho mejor desde los ojos de un escritor o de un fan: sin duda, desde ahí, desde aquí, la cinta gana varios puntos. Pero pocas veces un intelectual ha sido tan divertido. Supongo que es porque no se lo propuso.   

9.14.2015

Caballo Salvaje


En 1987, BoJack Horseman debutó en la serie de televisión Horsin’ Around de la cadena ABC, un sitcom en el que se hacía cargo de criar a tres niños huérfanos. La serie estuvo en el aire durante nueve temporadas y convirtió a su personaje principal en una celebridad dentro de su categoría, es decir, alguien famoso, capaz de levantar rating y producir dinero, pero incapaz de ser tomado realmente en serio. A mediados de los 90’s, después del capítulo final, las puertas del mundo se cerraron frente a la cara larga del actor, que ahora, casi treinta años después de su debut en la pantalla chica, desayuna un saludable licuado de zanahorias, vodka y tranquilizantes para caballo.

Su casa, en las colinas de Los Ángeles, tiene una terraza con piscina desde la que se ve claramente el letreo de HOLLYWOOD, pero BoJack está muy lejos de ese lugar, en rigor, parecería estar en otro planeta; gasta sus días viendo una y otra vez los capítulos de Horsin’ Around en DVD, acostándose con gente con la que no se quiere levantar y emborrachándose para prolongar una especie de sueño en el que su nombre todavía significa algo. Por el momento, su único proyecto es una autobiografía que ya tiene editorial pero que aún no tiene páginas, y que planea escribir con la ayuda de la periodista Diane Nguyen, autora de Secretariat, A Life, el best-seller que Horseman quiere adaptar y protagonizar en el cine.

BoJack, una criatura compleja como pocas, vive tratando de camuflar las inseguridades que destapa y asume cuando está ebrio, escondiéndose entre los reflejos del pasado, cada vez menos luminosos. Siente que una persona como Diane Nguyen, que vive más bien al margen del espectáculo y que procede a través de la lógica y parece centrada a pesar de sí misma, podría ayudarlo. BoJack está platónicamente enamorado de Diane, o, quizás, de la idea de lo que él podría llegar a ser si estuviera con una mujer como Diane: un adulto que maneja con mano firme las riendas de su existencia. Pero Diane está emocional y físicamente enamorada de otra criatura, otro actor, para colmo, Mr. Peanutbutter, en su momento protagonista de un sitcom muy similar a Horsin’ Around –la gran diferencia es que entre sus hijos adoptivos se cuentan dos gemelas de personalidades diametralmente opuestas–, un tipo que ha sabido mantenerse en el ojo público y que, a diferencia de BoJack, dueño de una mirada desesperada, un rostro desganado y una barriga alcohólica, tiene una figura atlética, una sonrisa eterna y todos los defectos que hacen de la gente buena gente insoportable.

BoJack está perdido y lo sabe. Esa, al menos, es una ventaja. Y, como muchos, trata de buscar la solución a sus problemas en factores externos: una nueva relación con una mujer que acaba de salir de un coma largo y que aún vive en los 80’s, proyectos cinematográficos que no terminan de cuajar, amigos a los que envidia y traiciona, y varios tragos de más para que las horas de conciencia sean lo de menos. Se nota que el actor, ¿todavía se puede decir que es un actor?, lleva décadas tratando de descifrar qué fue lo que pasó, cómo alguien que cumplió un sueño que la mayoría sólo persigue y lo tuvo todo se transforma sin mayor aviso en la figura del ridículo decadente, la clase de celebridad trasnochada que se sienta en la barra de un bar hasta que alguien lo fotografía con su teléfono y se burla de él en las redes sociales. BoJack está atrapado en un tiempo que no es este y, en el mejor de los casos, sus preocupaciones se desviarán hacia el qué pasará. Su historia, que sigue sucediendo cada día, es la de alguien que quiere cambiar pero está seguro de que las personas no cambian.

9.07.2015

Una luz nueva


She was like a beautiful dinner left out overnight. She was sumptuous, but the guests were gone.

La frase, absolutamente perfecta, pertenece a la novela Light Years, del escritor norteamericano James Salter (1925-2015), y podría traducirse –torpemente– de la siguiente manera: Ella era como una magnífica cena abandonada en la mesa durante toda la noche. Era majestuosa, pero los invitados ya se habían ido.

Light Years (Años Luz) cuenta una vida entera en poco más de 300 páginas. Una vida en pareja, además: el romance, los hijos, el divorcio, todo. Una vida dividida en párrafos cortos, diálogos sabios y frases tan poderosas y definitivas como la que acabo de mencionar. Sentence for sentence, Salter is the master, dice el gran Richard Ford. Y no se equivoca. Y tampoco exagera. Light Years es casi una novela escrita en verso. Un poema en prosa. Una canción más larga de lo normal pero no por eso menos melódica.

Al final de Synecdoche, New York, la nada menos que obra maestra aún incomprendida de Charlie Kaufman, uno entiende que la gente mayor no miente cuando dice cosas como la vida es un parpadeo. Entre los muchos méritos de aquella cinta, ese es uno de los más valiosos y evidentes: el paso del tiempo como algo inevitable e irreversible que avanza mucho más rápido de lo que creemos: si pudiéramos aceptar el tiempo, las cosas serían más sencillas. Con la novela de Salter pasa lo mismo, quizás, de manera más elegante; quizás, de manera más realista, sin que nos demos cuenta. Se acaban las páginas y uno siente que se acaba la vida o un pedazo de la vida.

Cronos es el más despiadado de los griegos; Salter lo demuestra comparando a una mujer en los últimos años de su juventud con una cena servida en una mesa a la que ya nadie se sentará. La frase se refiere a un personaje totalmente secundario, a una actriz de reparto, a una pieza de utilería; pero duele, duele mucho. Ahí está el abandono de las sombras, los años que pasaron como un rayo y pasarán, de ahora en adelante, aún más rápido, el tiempo que gastaste en arreglarte para que nadie te vea: la falta de apetito de los otros hacia nosotros, el día en que ya nadie nos comerá.  

Salter podría haber escrito sólo esa línea, esas dos oraciones separadas por un punto seguido, y habría sido suficiente para entender lo que quería decir: llegará el momento en que nadie volteará a mirar. Tratándose de una mujer, la crueldad es mayor: como la muerte o, todavía peor, como el comienzo de una agonía larguísima y solitaria. Como una persona que de repente se convierte en un mueble, ese mueble que alguien, todos los días, promete sacar de la casa. Durante muchos años, la situación de Salter fue similar, sólo que él era un mueble que algunos se empeñaban en conservar y compartir. Era un escritor conocido y celebrado entre –no muchos– escritores-lectores-compatriotas y más bien desconocido en otros idiomas (en español lo tradujo Salamandra, pero nunca encontró un público masivo, ni siquiera un nicho entusiasta). Salter era un plato frío.

James Salter murió hace tres meses, el 19 de junio, a los 90 años de edad. En Latinoamérica o, mejor dicho, en español, se escribió poco sobre él, su obra y su legado que, por otra parte, recién comienza. En inglés, el luto fue más concurrido pero igual sucedió de una forma discreta. Eso sí, más de un medio dijo que había muerto el mejor escritor norteamericano vivo. Como si Salter hubiese sido el último. ¿Lo fue? ¿Lo es? Dijeron también que era el mejor escritor que nunca leerás. Como una cena magnífica abandonada en la mesa durante toda la noche…

La muerte tiene la virtud de revivir a los escritores. Salter, qué duda cabe, correrá con la misma suerte de tantos otros: sus libros le abrirán paso para que camine entre los vivos con la autoridad que sólo tienen los muertos. Un escritor de frases perfectas, que no aprovecha la obligación que tienen las novelas de equivocarse o excederse sino que busca, y encuentra, la manera de que no sobre ni una palabra, merece la eternidad y todo lo demás.

Las luces se prenden.
Las luces, la luz, es una luz nueva.  
Los invitados se sientan a la mesa.
Empiezan a comer.