12.29.2009

New Orleans 1


Hubo una época de mi vida en la que escuché mucho jazz. Empezó, como tantas otras cosas, la primera vez que leí El Perseguidor, ese cuento de Cortázar en el que Charlie Parker se llama Jhonny Carter y le dice a Miles Davis: eso ya lo toqué mañana. Durante esa época quise ser muchas cosas: baterista de jazz, crítico de jazz, biógrafo de algún jazzero-junky vagabundo y fracasado y hasta dueño de un bar en el que se tocara jazz y nada más que jazz. Aunque tomé varias lecciones con un baterista brasileño que vive en Nueva York, es ciego y se llama Vanderlei Pereira (líder del grupo de Brazilian Jazz Blindfold Test), el rock fue más fuerte y se impuso. Sin embargo, hay una ciudad que he querido conocer desde entonces y en la que aterricé hace tres días: New Orleans.


Después de una escala de varias horas en el inmenso y cada vez más mall aeropuerto de Miami, que dicho sea de paso me sirvió para adquirir Esta Es Mi Vida, la autobiografía de José José (donde, se supone, cuenta su temprano estrellato, sus problemas con el alcohol y las brujerías que le echó encima su ex esposa) y empezar a leer Juliet, Naked, la nueva novela de Nick Hornby (de la que ya hablaremos), llegué al Louis Armstrong, New Orleans International Airport. Empezamos bien, me dije. Luego, durante el camino hacia a la ciudad propiamente dicha, miré esa parte de Estados Unidos que se repite sin cesar entre ciudad y ciudad: bloques gigantes y fríos al lado del camino en los que brillan las letras de Wal Mart, se promocionan todos los All You Can Eat del mundo y se estacionan los trailers en los que viven los personajes de los cuentos de Carver, las canciones de Bruce Springsteen y alguna estrella olvidada de la lucha libre tipo Randy “The Ram” Robinson. Born in the USA, pensé, everything is a copy, of a copy, of a copy, como cuando tienes insomnio y no puedes sacártelo a golpes. Por un momento temí que NOLA (New Orleans, Louisiana) fuera otra de esas ciudades gringas de las cuales la gente sale corriendo hacia New York o Los Ángeles. Pero no. No podía ser. Y no lo es.


El downtown de New Orleans, también conocido como el French Quarter, es el gran set de una película de principios del siglo XX. Casas grandes y antiguas. Balcones, muchos balcones, todos hermosos. Ventiladores de hélice. Barcos a vapor navegando el ancho Mississippi. Uno va caminando y casi espera que alguien grite ¡corte! y lleguen un grupo de tipos malhumorados y apestosos a tabaco para desmontar la escenografía y cambiarla, no sé, por los anillos de Saturno, por ejemplo. Pero no. NOLA es de verdad y aunque hace frío está llena de gente y los músicos de jazz (de ese que abre las películas de Woody Allen) están soplando en cada esquina y los pintores venden sus retratos de Jhonny Cash en la Plaza De Armas y los bluseros tocan su propia versión de Purple Rain con solo de trompeta y las bandas de rock ochentero que no superaron Van Halen abundan y las calles huelen a mariscos y los gitanos quieren leerte la mano y como acá son gente civilizada está permitido tomar en la calle y venden tragos to go y en los almacenes venden libros que hablan del huracán Katrina y Tabasco de varios colores y muñecos Voodoo que vienen con manual incluido para que la maldad no te salga mal o, en todo caso, no caiga sobre la persona equivocada. Me pregunto si la ex de José José pasó por aquí antes de destrozarle la vida al hombre que la llenó de dinero y no le pidió nada a cambio más que le hablara mientras vomitaba. Sea como sea, he vuelto a escuchar jazz y CB se muda a NOLA por unos días y la programación que vendrá será más bien una bitácora de viaje. Welcome to New Orleans.



Ps, si alguien tiene alguna recomendación, onda dónde comprar libros y cosas que nos gustan, por favor escríbala a manera de comentario. Muchas gracias. Atte. La Gerencia.

12.25.2009

Debajo del árbol


Hoy es 25 de diciembre y por lo menos en el Ecuador, sobre todo en Manabí, éste es un día destinado al reposo absoluto. Ya pasaron las cenas-borracheras con los amigos y la comida a media noche con la familia. El 25, se me ocurre, es como un paréntesis en la vida, un espacio en blanco por el que nadie te va a reclamar y que puedes llenar como mejor te parezca. Siguiendo la tradición, hoy no pienso hacer nada más que descansar: ver alguna película light, leer algo que no demande mucho de mí y dormir a pierna suelta. Pero antes de desconectarme, voy a poner mis regalos debajo del árbol, para que quien lo crea prudente se acerque y los vea. Abrazos a todos!!



Uno: Bruce Springsteen & The E Street Band con Michael Stipe (R.E.M.). Una versión de Because The Night que me encanta por todo el power del Jefe mezclado con la sutileza alternativa y temblorosa de Stipe. Mucho oído al solo medio noise que se manda el Jefe.



Dos: Un tributo a Joe Strummer en el que Elvis Costello, Bruce Springsteen (al que le encanta tocar en gajo, como corresponde), Dave Grohl y Little Steven tocan London Calling. Cada uno tiene puesta su guitarra y la onda es como un wall of sound de cuerdas y voces roncas.



Tres: José José, el príncipe de la canción, cantando El triste, el tema de Roberto Cantoral que lo inmortalizó, entre otras cosas, por esta presentación. El año es 1970 y se trata del II Festival de la Canción Latina. José José representaba a México y quedó en tercer lugar. Su performance es alucinante. Fíjense en el público, que lo pierde todo.



Cuatro: En 1994, Charly García lanzó La hija de la lágrima, una ópera rock fallida pero válida, que no funciona como un todo pero tiene partes (canciones) excepcionales como Fax U, Víctima, Andan y, por supuesto, Chipi-Chipi. Preparando una bio de Charly que escribí para Mundo Diners y según me dicen se publica en febrero, encontré esta entrevista que García le dio a Jorge Ginsburg en el programa Peor es nada. La onda es cómica, casi una joda, pero el genio de García, a quien se lo nota en trance, se despliega en cada respuesta.





Cinco: Para cerrar, una de aquellos fabulosos noventa. Neil Young se presenta ante toda una generación tocando su clásico Keep On Rockin’ In The Free World con Pearl Jam. Recuerdo haber visto este show (fue durante un MTV-VMA) hace años y pensar que Neil Young era el viejo más bacán del mundo y que el grunge, la música que acompañó mi adolescencia, no moriría jamás.



12.22.2009

El Rey Max


En estos días en los que uno tiene la obligación de ser feliz o pretender ser feliz y ponerle a todo una sonrisa de oreja a oreja, he encontrado una razón para ser feliz en serio y sonreír desde adentro y con todo: Where The Wild Things Are, la nueva película de Spike Jonze. No es una película navideña pero como si lo fuera porque despierta todos esos sentimientos que se supone deben despertarse y caminar en esta época del año.

La misión no era nada fácil. Adaptar al cine el libro “para niños” del octogenario Maurice Sendak (Brooklyn, New York, 1928), cuya extensión se remite a diez oraciones más bien cortas ilustradas con dibujos del mismo autor, parecía un reto casi imposible y, al mismo tiempo, la plataforma perfecta para trabajar con libertad y mantener el control creativo. Spike Jonze y su coguionista Dave Eggers (Away We Go) partieron del espacio en blanco que se produce entre líneas y lo llenaron con una realidad sólida que me hizo dudar de que todo lo demás exista realmente.


Max, un niño de doce años que ha logrado suplantar al mundo “real” por el que funciona en su cabeza (como tiene que ser), huye corriendo de su casa después de una pelea doméstica con su madre (Catherine Keener, tan increíble como siempre). Lleva puesto un disfraz de lobo y sus Converse negros. Corre hasta camuflarse en un pequeño bosque que termina en un río, donde lo espera una embarcación que lo llevará justo donde quiere ir, donde necesita estar: lejos. El mar alterado por el viento lo deposita en una isla poblada por criaturas que de lejos parecen monstruos y, de cerca, material excluido de los cuentos de hadas, peluches alternativos con los que uno podría dormir plácidamente (haber confeccionado trajes de dos metros de alto, en vez de usar bestias computarizadas, es tal vez el mayor acierto de la producción). Como en el libro de Sendak, Jonze y Eggers no se molestan en explicar la mitología de estos seres ni mucho menos. Los monstruos simplemente están allí porque esa isla es su hogar y ya, punto, el resto no nos importa. Max, que no es un monstruo pero a ratos preferiría serlo porque eso de ser niño lo hace sentir desubicado, encaja enseguida y se convierte en el Rey Max, Lord of the Wild Things. Pero claro, ningún rey tiene todas las respuestas, mucho menos él, que está lleno de preguntas.


No sé si Sendak quiso escribir una historia con moraleja ni mucho menos si Jonze y Eggers quisieron amplificar el mensaje, pero algo es cierto: no se puede vivir con miedo. Max mira a los monstruos a la cara y les sostiene la mirada así el cuerpo entero le tiemble. El niño construye un puente, se abre, se la juega, permite que le pasen cosas y, algo clave, se permite fallar. Max no es un buen rey, ni siquiera es un rey a secas. El Rey Max es un personaje que el verdadero Max debe abandonar para encontrar a la persona debajo del disfraz de lobo feroz. Por eso causa desastres y decide volver a la casa de su madre para enfrentarse con una verdad a la que ya no le teme y, también, para que los monstruos resuelvan sus problemas entre ellos, como tarde o temprano tendrían que hacerlo.


Una película que se hace querer enseguida, hecha con cariño y llena de buenas intenciones. Una película sobre los riesgos del poder absoluto. Una película sobre crear un mundo personal que nos pueda salvar del otro. Una película que nos trae al mejor James Gandolfini (a.k.a. Tony Soprano) que hayamos escuchado en el cine. Una película que sirve para estrenar mundialmente las canciones de Karen O and The Kids. Una película en la que Spike Jonze vuelve a lucirse. Una de esas películas que ojala no acabaran nunca.








12.17.2009

Greed is Good. Sex is Easy. Youth is Forever.


Hace unos días, en Gkill, conseguí The Informers, la película basada en el libro homónimo de Bret Easton Ellis. The Informers, el libro, es el único volumen de cuentos publicado por BEE hasta la fecha. Apareció por primera vez en 1994, cuando BEE ya era BEE y acababa de atravesar el controversial pero redituable éxito de American Psycho. Tal vez por eso se arriesgó con un libro de relatos cortos (genero que, según las editoriales, vende cada día menos), porque mal que mal había llegado alto, más alto que el promedio, y podía experimentar con libertad, como tiene que ser.


The Informers es un libro de cuentos pero también puede ser, fácilmente, una de esas novelas fragmentadas y corales disfrazadas de libro de cuentos. Tiene una estructura que se acerca tanto a los Short Cuts de Carver (magníficamente puestos en pantalla por Robert Altman en 1993) como a la Magnolia de Paul Thomas Anderson (que es como un maravilloso cover de Short Cuts, ¿no?) y cuyo equivalente ibérico sería, por ejemplo, El hombre que inventó Manhattan, de Ray Loriga. Se mezclan los personajes y las historias se encuentran no en mundos paralelos sino en un mismo sitio donde los unos saben poco o nada de los que le pasa a los otros pero, aún así, están involucrados. En la película, dirigida por un tal Gregor Jordan que la verdad no sé quién es y escrita por el mismo BEE, los personajes de la obra se hacen carne en gente tan admirable y hermosa como Winona Ryder, Kim Basinger, Amber Heard, Billy Bob Thornton, Mickey Rourke y Brad Renfro (1982-2008, que nos cayó bien en Bully y mucho mejor en Ghost World). O sea que, por lo menos en cuanto a delantera se refiere, The Informers la tiene ganada. Sin embargo, las críticas han sido mercenarias. Igual me atrae, mucho más ahora que, a manera de calentamiento, he empezado a leer los cuentos y de nuevo me encuentro atrapado entre las líneas de BEE.


El cuento que por lo pronto me asombra más que el resto es el número dos: At The Still Point. Cuatro amigos que no tienen nada mejor que hacer deciden salir a cenar y uno de ellos menciona a un quinto que murió hace un año. Ese pequeño detalle, que todos pretendían pasar por desapercibido, detona una cascada de tensión. ¿Qué haces cuando recuerdas a un pana que murió hace apenas un año? Está claro que nada de lo que hagas lo traerá de vuelta y tal vez, como dicen siempre, lo mejor sea mencionar lo bueno, obviar lo malo, reír un poco, brindar a su irrecobrable salud y seguir viviendo tranquilamente. Pero no, en este cuento no es así la cosa. Entre bastones de pan y bebidas que llegan tarde, los cuatro amigos toman pociones opuestas y con frases cortas que en vez de decir sugieren con la fuerza de un puño que rompe una mandíbula, empiezan a recriminarse unos a otros. Lo correcto, en teoría, sería sentirse mal, muy mal. Pero de qué sirven todos esos lamentos de viuda si, como dice uno de los comensales, ese que murió hace un año era un verdadero hijo de puta que habló mal de todos a sus espaldas y se acostó con las novias de sus amigos cada vez que pudo. ¿Acaso una mala persona se convierte en un ángel cuando estrella su auto y muere instantáneamente?, no es muy probable. Lo que sí es probable, más que probable, es que todas esas memorias que tenemos de los que se han ido tomen cierto brillo inmerecido cuando sean pulidas por la muerte. BEE habla de eso entre líneas, con gestos, creando una pesada sensación de incomodidad que me hizo querer mirar hacia otro lado, levantarme de la mesa con cualquier pretexto y dejar que esos cuatro amigos solucionen, si es que pueden, los recuerdos que los ocupan.


I take a sip, cautiously at first, afraid the sip is sealing something.
“I’m sorry,” Dirk says. “I just… can’t.”



12.15.2009

Badass


The Bad Lieutenant: Port of Call – New Orleans (Werner Herzog, 2009) no es exactamente un remake de Bad Lieutenant (Abel Ferrara, 1992), más bien es un cover y uno muy bueno. En el guión de la versión Herzog trabajaron William M. Finklstein (que lleva más de diez años escribiendo capítulos de series policiales como L. A. Law, NYPD Blue y Law & Order), Víctor Argo y Paul Calderón, éstos dos últimos también escribieron la versión Ferrara y queda claro que no han querido repetirse sino ver qué más había por ahí. Primero cambiaron New York por la New Orleans post Katrina, segundo, cambiaron a Harvey Keitel por Nicolas Cage y tercero, acaso el cambio más trascendental, cambiaron la figura oscura y marginal de un policía corrupto y decadente al que nadie regresa a mirar, por la de un policía igual de corrupto e igual de decadente que ante la mirada oficial es un héroe.


Ambas versiones son dañadas pero la representación de la maldad varía de la una a la otra. El Lieutenant de Keitel, que dicho sea de paso no tiene más nombre que su rango, es un tipo callado que sí, explota a menudo, pero trata de manejarse a bajo volumen en la medida de lo posible para poder pasar desapercibido y hacer la suya. El Lieutenant de Cage, que responde como puede al nombre de Terence McDonagh, goes to eleven, está siempre pegado al techo, al borde de la sobreactuación más ridícula y, sin embargo, Cage lo logra, logra mantener la tensión de su personaje mediante acrobacias casi circenses. Keitel me hace pensar en un tipo cabreado que, más o menos, todo lo que quiere es que lo dejen en paz para poder tomar vodka, fumar algo de crack, apostar en pos de dinero fácil e irse de putas; ese Lieutenant está atrapado en el ocaso de la sociedad que lo rodea y trata de pisar antes de que lo pisen. Cage, en cambio, está absolutamente embalado, se cree indestructible y, al mismo tiempo, es presa de sus debilidades y combate su fragilidad apoyado en sus vicios, que son los mismos de Keitel. Ambos personajes, sin embargo, se encuentran en un punto del universo: saben lo mal que están pero no harán nada para cambiar porque eso sería dejar de ser lo que son. Pueden mentirle a los demás, pero no a sí mismos.


Por otro lado, tenemos las visiones de Ferrara y Herzog, que lejos de enfrentarse se encuentran en momentos afortunados, aunque cada una tenga su look y su intención. La dirección de Ferrara tiene algo del Scorsese de Taxi Driver (ahora que lo pienso, el Lieutenant es como un Travis Bickle derrotado por las circunstancias que no cree en la redención) y es, tal vez, el comienzo de la soledad irremediable, alucinada e intoxicada que tan bien explotó en la gran The Blackout (1997). Y Herzog, aunque suene raro, decidió darle una onda medio Fear and Loathing a su versión del Lieutenant. La película de Herzog te convence de que Nicolas Cage está en algo todo el tiempo, hasta cuando duerme; como si la sobriedad fuese un estado imposible, insoportable y, además, inútil para un personaje que necesita cierta distancia de la realidad para cumplir con su trabajo. No es que Cage se la pase nadando en charcos imaginarios y conversando con dinosaurios, pero sí se le aparecen iguanas y la manera en que lo encuadran y en que lo iluminan da para pensar que vive en un lugar que no es este en el que vivimos nosotros (el New York de Ferrara, en cambio, es absolutamente creíble). El trabajo del fotógrafo checo Peter Zeitlinger (hombre de confianza de Herzog) es excepcional, tan bien logrado y liberado de prejuicios que da para pensar que la industria no es el enemigo sino un aliado poderoso al que es preciso domar.


12.09.2009

La venganza del zombi gay


En un futuro no muy lejano que transcurre en Berlín, los zombis han adquirido la capacidad de vivir entre los humanos, no como ellos, ni comiéndose sus cerebros, pero sí mezclándose con ellos en alguna especie de sociedad mixta, sangrienta y divertida. Los zombis de la nueva era caminan entre los alemanes, respiran, hablan, soportan los días bajo el sol con su pálido garbo y se meten en discotecas donde hacen levantes homosexuales y, acaso lo menos sorprendente, protagonizan las películas de la cineasta experimental Medea Yarn, una dama dark (su novia, Hella Bent, está muerta qué rato y habla con cartelitos sobre música de pianola, a lo cine mudo) y existencialista a la que le encantan los cumpleaños porque la acercan un poco más a la muerte.


Pero esta no es una película de Medea Yarn sino la película dentro de la cual Medea Yarn hace su película. En rigor, hablamos de Otto; or, Up with Dead People, un film del canadiense Bruce La Bruce, rodado en alemán y hablado en un inglés gramaticalmente correcto pero fonéticamente torpe. Esto del idioma mal pronunciado es lo que menos sorprende o, mejor, es lo más racional que se encuentra en la película. Al principio está Otto, un chico que aparentemente murió hace poco y pertenece a esta evolucionada leva de zombis medianamente civilizados y gays. Lo vemos salir de su tumba, hacer dedo en la carretera, liarse con un amante al que desangra y excita por completo y entrar en la secta de Medea Yarn por la puerta grande. Según la cineasta, Otto se hace el muerto y esa certeza adolescente la trae, más que intrigada, loca de gusto; por fin ha encontrado la estrella para su obra y no piensa soltarla. Pero Otto está muerto, muerto de verdad, muerto-muerto, y por ahí tiene flashbacks de un pasado difuso que, por lo que se ve, lo hizo feliz. El resto son disertaciones (algunas en off y otras dichas directo a cámara) sobre lo inútiles que resultan algunas reglas impuestas por la sociedad y acercamientos a la esperanza de la muerte. Curioso, porque Medea, Otto y compañía no piensan en la muerte como el fin sino como el principio y esto es, a fin de cuentas, aferrarse a la vida.


Otto… sorprende por muchas cosas. Es, ante todo, una comedia. O bueno, por lo menos a mí me sacó sonoras carcajadas que aterrizaron sobre los kilómetros de vísceras, tripas, órganos y sangre que se riegan de escena en escena. No es una cinta prolija y tal vez no quiera serlo o simplemente no le dio la raza para serlo. Las actuaciones son tan malas que, literalmente, son buenas; o sea, solo hay dos formas de actuar como lo hace el personal de La Bruce: con años de entrenamiento en una escuela especializada escondida en la cordillera del Himalaya, a la que sólo llegan los elegidos por el Olimpo, o reuniendo a un grupo de panas que no han actuado en su puta vida y ni siquiera serían capaces de mentirles a sus padres. El resultado es una de las cintas más graciosas de la historia, personal como ella sola, súper B, pero de intenciones claras y discurso consumado: la vida no es esto que vemos ni aquello que tocamos, la vida viene después y todos nos estamos preparando para los misterios que nos serán revelados justo a tiempo y, mientras tanto, mejor bailar, hacer el amor, comer conejos y descuartizar pájaros y morder los cuellos amados hasta que sangren y luego andar por la calle con esa sangre en el rostro, como si todos fuésemos clones defectuosos y valientes del hijo que alguna vez tuvieron El Guasón y Robert Smith.


De Otto… queda una gran lección: hacer cine con libertad. No tenerle miedo al fracaso ni mucho menos al ridículo. Divertirse. Pasarla bien. Jugar. Jugar en serio y en broma porque mientras te lo creas no es mentira y el que no le guste puede o bien tirarse a un poso o de plano tener la gentileza de matarse.


12.07.2009

El cojo, el loco y Jaime Bayly


A menudo, en muchas conversaciones no necesariamente literarias, aparece el tema Jaime Bayly y cada quien tiene su posición y esa posición suele ser extrema. Lo amas o lo odias. Unos dicen que no es periodista y que aunque el mismísimo Roberto Bolaño haya afirmado lo contrario, tampoco es escritor porque, entre otras cosas, siempre está escribiendo el mismo libro y hablando de su vida, haciéndose la víctima incomprendida. Otros dicen que es el periodista más entretenido que hay en Miami y que como sus libros se venden en España debe ser un escritor latinoamericano exitoso o más exitoso que el promedio. Yo también tengo me opinión. No soy groupie, y aunque ciertos amigos me reclamen lo contrario, creo que tampoco soy fan. Pero de que me gusta, me gusta.

No recuerdo exactamente cuándo pasó, ni cómo. Supongo que fue pasando de a poco porque ni lo sentí. La cosa es que en casa tengo varias novelas de Bayly y, ahora que lo pienso, ninguna ha sido un regalo (es más, muchas veces han intentado detenerme antes de alcanzar la caja registradora, como si leer al peruano de la tele fuese un acto subversivo, algo prohibido y de mal gusto). O sea que por voluntad propia he derrochado parte de mi presupuesto en su obra. Francamente, creo que No se lo digas a nadie (1994), La noche es virgen (premio Herralde, 1997) y Yo amo a mi mami (para algunos la continuación o actualización de Un mundo para Julius de Bryce Echenique, 1998) son novelas valiosas, modernas, enteras, entretenidas y consistentes, casi necesarias para entender cierta parte del Perú (el país de las nuevas lit-latam-celebs: Julio Villanueva Chang, Santiago Roncagliolo, Iván Thays, Daniel Alarcón y contando) y del tiempo que nos ha tocado vivir. Por otro lado, Los últimos días de la prensa (1996) y El huracán lleva tu nombre (2004), en los que no subrayé absolutamente nada, me han divertido como pocos y se han dejado leer bastante rápido y con placer. Entonces tal vez Bayly no sea un escritor, pero vaya que escribe y, más importante aún, escribe como un autor: un tipo interesado en marchar sobre su propio terreno hasta perforar el suelo y marchar hacia el infierno cagándose de la risa en el camino. Por eso, cuando me enteré que El cojo y el loco, su nueva novela, no era ni personal ni autorreferente, que el personaje principal no era un animador de televisión que odia la televisión y quisiera dedicarse sólo a escribir pero no tiene los huevos para que le falte la plata, me preocupé un poco. Ahora, después de leerla y disfrutarla, estoy más tranquilo.

Como todas las novelas de Bayly, El cojo y el loco tiene capítulos cortos y párrafos largos y en sus páginas siempre está pasando alguna cosa, para bien o para mal. El cojo es un chico de buena familia limeña cuya vida se ve truncada por una enfermedad que, a los ocho años, le resta ocho centímetros en una de sus piernas, convirtiéndolo en la impresentable vergüenza de la familia. Su cojera lo condena a vivir aparte, entre jardineros y empleadas que tampoco lo respetan mucho que digamos. Luego, para esconderlo de su país, lo mandan a Londres, y en el trayecto lo violan repetidas veces y lo llenan de ira y de semen y el cojo se vuelve una bestia salvaje, enceguecida por el resentimiento y dispuesta a matarnos a todos si nos atrevemos siquiera a mirarlo.

El loco, en cambio, nació peludo y feo, pero aventajado. Es algo así como el mejor amante que haya existido jamás en el Perú. El problema es que sólo le interesa el sexo y nada más que el sexo y ni siquiera le interesa una carrera en la pornografía así que, por proceso de eliminación, es un desadaptado, un inútil, un tipo al que su familia esconde en una hacienda y que cuando regresa a Lima se pierde, o se encuentra, en la marihuana. De ahí en adelante sólo le interesa fumar y nada más que fumar y poder borrarse de Lima y perderse en la selva de los incas, donde nadie le joda la vida ni le pida que consiga trabajo y sea productivo y gane algo de dinero para mantener a su esposa y a sus hijos. Porque sí, el loco está casado y esa familia es ciertamente una locura.

Una novela violenta, fuerte y dañada, que a través de sus dos personajes principales reduce al ser humano a la mínima expresión, quitándole toda la razón, sometiéndolo al poder de sus impulsos y condenándolo a la miseria y la tragedia. Una novela donde la alta sociedad de Lima queda mal parada y se estremece en sus propios excrementos detrás de una vitrina impecable y cristiana. Una novela de Jaime Bayly.







El cojo llegó a Londres con una lección aprendida y bien aprendida: el mundo se dividía entre quieres rompían el culo y quienes tenían el culo roto.

Tu culo es mío, pero te prohíbo que me toques o me beses. Si te enamoras de mí, te mato.

…la última noche le terminó en la boca para que se acordara siempre del sabor de su leche…

…pensaban en salir del colegio para casarse bien casadas con un guapo millonario que las mantuviera toda la vida y se la metiera de vez en cuando, eso era menos importante.

…eran dos palomillas que no llegarían a viejos porque se matarían a ciento ochenta en moto o jugando a los vaqueros disparándose en el campo agazapados entre las piedras o borrachos sometiéndose a la ruleta rusa o intoxicados de tanto tomar ron hasta quemarse el hígado, esa certeza de que morirían jóvenes porque no servían para nada era lo que los unía, el desprecio por la vida, por sus vidas, por las vidas de sus familias, a las que aborrecían y a las que a veces soñaban con matar a balazos, en un gigantesco baño de sangre en dos mansiones de San Isidro para luego dispararse a la vez, uno frente al otro, a la cuenta de tres, y salir al día siguiente en los periódicos y por fin ser alguien, hacer algo que los sacara de la mugrienta y confortable mediocridad de sus vidas de millonarios con putas y pistolas.

…lo más normal les parecía seguir culeando entre ellos, porque se amaban y amaban culear drogados mientras el inca los miraba agitándose la verga, dispuesto a apoderarse de la holandesa en cualquier momento, y eso, los celos humanos, los miserables celos humanos, fueron lo que destruyó el paraíso en el que se había convertido la casita del loco frente al río. Pasó lo que tenía que pasar: una noche oyó que estaban culeando, y le entró a patada limpia al holandés, y le dijo ¡NO!, ¡NO!, ¡NO!, y el holandés se retorció de dolor y se cubrió los genitales mientras el dios inca seguía repartiéndole patadas sin compasión, y entonces la holandesa salió en defensa de su novio y le entró a bofetadas al loco, y el loco se arrechó de verla así, tan fuera de sus cabales, y le metió un puñete en plena cara y la dejó tumbada, privada, inconsciente, y entonces procedió a meterle la pinga duro y parejo, mientras el holandés lloraba de dolor, hecho un ovillo, y cuando terminó con ella, el loco se paró, con la pinga todavía erguida y mojada, la holandesa ya recuperada del golpe y encantada con el culeo abusivo…