3.23.2015

Carta (un tweet de 5.116 caracteres con espacios)


It’s all in the game.
– The Wire –

B.

Me dices que vas a dejar de cuestionar al gobierno en Twitter porque estás cansado de la mala onda, de las amenazas, que ya no quieres esa energía sobre tus hombros. Unos tragos después, me dices que no quieres que tus hijos lean como el presidente te dice “tonto” y te acusa de “mentiroso”. Varios tragos más adelante, me dices que estás cabreado: que se vayan todos a la mierda, más claro. Y me dices, también, que la decisión está tomada, que no habrá más tweets, que lo que sigue es el silencio, silencio.

¿Sabes lo que va a pasar? Esta gente te va a poner como ejemplo. Van a decir, “¿se dieron cuenta?, B. se quedó calladito, no jodió más”, y van a creer que perseguir públicamente a los ciudadanos es, de hecho, un método efectivo de represión y control. Van a creer que ganaron, que te ganaron, que nos ganaron. Van a buscar a otros como tú y les van a aplicar la misma ley porque si funcionó contigo, que eras tan “bravito”, seguro funciona con los demás. Los otros, nosotros, somos aparentemente el enemigo, la amenaza, el elemento desestabilizador.  

Te digo que, siendo francos, a Correa le han dicho cosas mucho peores que “tonto” o “mentiroso” y se las han dicho todos los días y a todas horas y en todas partes; claro que tú no puedes encarcelar o amenazar a alguien por eso y él sí, pero estas son cosas que sus hijos también han tenido y tendrán que leer, cosas que ningún hijo debería leer sobre su padre. Te pregunto si en Twitter tienes la opción de enviar mensajes privados, me respondes que sí, y entonces te pregunto por qué no le enviaste mensajes privados al presidente si lo que querías en verdad era ayudarlo. Me dices que te sentías traicionado por haberlo apoyado tanto en un principio.    

Lo siento, pero caíste en la trampa. De Correa puede esperarse cualquier cosa, eso ya lo sabemos, y aunque me parece un tipo bastante torpe a la hora de defenderse en público (tengo la sensación de que sus argumentos, sábado a sábado, marchan en fila muy lenta y ruidosamente hacia la demencia), es muy agresivo y tiene un ejército asalariado a cuestas, era obvio que no iba a guardar silencio ante tus reclamos ni, mucho menos, aceptar que quizás podría hacer una o dos o un millón de cosas de manera distinta. Si lo cuestionaste abiertamente, delante de todo el mundo, el hombre tiene derecho a responder. Eso fue lo que hizo. Y ese es el juego.   

Hay cosas en las que estoy de acuerdo con los incorruptibles fanáticos que ahora te atacan acusándote de haber cambiado de bando (recuerdo cuando te referías a Correa como “El número uno”). Correa ha hecho obra, su trabajo en educación y salud y desarrollo vial es incuestionable, meritorio, y ojalá el trabajo –no el proyecto, no la mafia– siga adelante en el siguiente gobierno, con el siguiente mandatario, en un país que reconozca y cuestione. Pero, ¿no es precisamente ese el trabajo de un presidente?, ¿trabajar?, ¿por qué tenemos que adorarlo como si fuera una fuente inagotable de milagros?, ¿por qué hay que compararlo siempre con sus ineptos antecesores?, ¿por qué no podemos pensar en alguien mejor?, ¿por qué tenemos que mirar hacia otro lado cuando el gobierno falla?

Me han dicho, hasta el cansancio, que este gobierno le devolvió la dignidad al país. Yo creo que lo que hicimos fue intercambiar dignidad por infraestructura. No me parece digno, por ejemplo, que cualquier pensamiento contrario al establecido sea de inmediato identificado como tumor golpista. No me parece digno, por ejemplo, que vivamos en un país donde sea “normal” que un disidente tenga que acostumbrarse a abrir una nueva cuenta en redes sociales cada vez que es misteriosamente bloqueado por una fuerza incontenible y no identificada. No me parece digno, por ejemplo, que un empleado público esté en la obligación de salir a marchar y apoyar al Estado de la boca para afuera si quiere conservar su puesto de trabajo. Piensa en eso, mucha gente no defiende una ideología sino un salario. Mucha gente defiende el revolucionario y militante viaje a Disney con sus hijos que antes no podía permitirse. Comprensible, ¿no?

Y no me parece digno que tengas que callar por miedo al peso de la infraestructura. Las escuelas, los hospitales y las carreteras son eso: escuelas, hospitales y carreteras. No son lápidas.   

En El Padrino II hay una escena en la que Michael Corleone pasea por La Habana. De pronto, el auto en el que viaja tiene que detenerse: en la calle hay un enfrentamiento entre los militares de Batista y los revolucionarios. Tras unos segundos de silenciosa observación, Michael Corleone le dice a sus acompañantes: ellos van a ganar. Se refiere, por supuesto, a los revolucionarios. Cuando le preguntan por qué, él responde lo siguiente: porque nadie les está pagando. A ti nadie te paga por decir lo que dices, así que tienes la ventaja.

Yo también voté por Correa la primera vez (estaba, y sigo, asqueado de todos los demás). Ahora, con la vuelta de los años, puedo citar casi textualmente a Michael Corleone en la misma película: sé que fuiste tú… rompiste mi corazón.

Pero ya lo dijo Bob Dylan: antes era más viejo, ahora soy mucho más joven.   

(SoHo

3.10.2015

El alma no es otra cosa que información


A la vuelta de seis años y tres películas, el director y guionista sudafricano Neill Blomkamp (1979) se está convirtiendo en un cada vez más interesante y divertido y dispuesto al ridículo referente de la nouvelle vague del cine de ciencia ficción.

Su primera cinta, Distrito 9 (2009), apadrinada por el vitalicio señor de los anillos Peter Jackson, nos tomó por sorpresa, nos mostró Johannesburgo como una locación en la que podría pasar cualquier cosa y dejó claro que estábamos lidiando con un cineasta con mundo privado y voz propia: un tanto ligero en los diálogos y acaso promiscuo con el uso de artillería pesada, quizás, pero, sin duda, un tipo con convicción y mirada. Elysium (2013), su segunda película y el resultado de su –ojalá breve– paso por Hollywood, fue acartonada y tal vez hasta fallida; era evidente que Blomkamp estaba tratando de complacer a mucha gente al mismo tiempo, que se trepó a una moda (la de cómo será la vida cuando la tierra se haya convertido en un gueto salvaje) de la que no es exactamente parte y, sobre todo, que no estaba listo para manipular las reglas del juego en las grandes ligas: los riesgos de filmar con plata ajena. Pero ahora, de vuelta en su tierra y como amo de sus dominios, se lanza con Chappie y logra algo no menor: una cinta de acción con contenido emocional y vanguardia tecnológica, una película dramática, chistosa y tierna, acaso sobregirada, pero en este caso los excesos funcionan mejor que la austeridad.

Digamos que Chappie es la adolescencia nunca vista de E.T. y su enfrentamiento con el mundo real. Fuera de la comodidad estéril de los suburbios californianos, este personaje, un robot que piensa, razona y es capaz de expresar y atravesar sentimientos, es expuesto al peligro inmediato de las calles de Johannesburgo y se ve obligado a saltarse la infancia y entrar de lleno a la adolescencia, esa edad en la que todos somos discos duros pero más o menos vacíos y en la que nuestra inteligencia es, literalmente, artificial. Chappie madura o se ve obligado a crecer a la fuerza entre una banda de delincuentes (que, en la vida real, es una banda de rap-rave, también sudafricana, llamada Die Antwood) y, aquí otro acierto de Blomkamp, lo hace con humor y violencia en partes iguales, sin saltarse la manipulación de los adultos ni la bendita, justa y necesaria teenage angst. Como E.T., Chappie genera empatía instantánea, es más, quizás hasta se le vaya la mano. Me explico: cuando pretende demostrar la humanidad escondida en criaturas que no son seres humanos, Blomkamp se parece al peor Spielberg, ese director empalagoso que quiere conquistar al público a cualquier precio, incluso si eso involucra quitarle páginas de dignidad a sus casi-siempre-eficientes guiones; pero, por otro lado, cuando quiere divertirse y exprimir y explotar no sin sarcasmo un género que obviamente adora (la ciencia ficción recubierta de pólvora que, dicho sea de paso, tiene ya como regla no escrita la cábala de castear a Sigourney Weaver y la misión más que asumida de redimirla y darle, en cada papel, lo que Hollywood le quitó con su larga indiferencia), Chappie es una película que puede compararse al John Carpenter más pandillero y gamín, ese genio del cine B cuyo legado incluye, entre muchas otras, joyas del calibre de Escape de Nueva York. Chappie, cuando quiere, logra ser dañada y malosa: todo bien.

Además, el guión incluye una nunca-mejor-dicho vuelta de tuerca que quizás no sea del todo original pero que aquí, en este caso y tal vez por un hecho de mera coyuntura cronológica, resulta más cercana que nunca: la posibilidad de transformar la conciencia de un ser humano en información, en datos, en data, y así poder traspasarla a otro cuerpo en caso de que la envoltura de carne que nos recubre se vea, como pasa varias veces en Chappie, agrietada por una ráfaga de balazos. En la realidad de Chappie, el alma no es otra cosa que información. Queda comprobado, entonces, que el alma no pesa 21 Gramos sino la cantidad de teras que tengas disponibles.        

Y, para terminar, una advertencia. Para disfrutar Chappie en su totalidad hay que permitirse más de una licencia: dejar a un lado los reclamos de la lógica, la necesidad de una coherencia sostenida, perdonar los acaramelados excesos del afecto y bajar la cabeza para evitar ser el blanco de alguna bala perdida. Luego, asumiendo que la cinta tiene sus propias reglas y que Johannesburgo es y ojalá siga siendo la nueva Los Ángeles, sólo hay una cosa que hacer: gozar. 

(El Diario)


3.02.2015

Tender are the Shadows in the Night


¿Por qué tratas de cambiarme ahora?, canta el hombre que lo ha cambiado todo; el hombre que empezó como un vagabundo que asaltaba trenes en movimiento con su máquina para matar fascistas en la mano; el hombre al que la gente escuchaba como quien escucha improvisar a un filósofo; el hombre que fue héroe, mártir y traidor en la misma guerra; el hombre que sintió cómo el fantasma de la electricidad aulló en los huesos de su cara y le puso distorsión a sus manos; el hombre que por las noches llevaba amantes a su casa y luego las invitaba a desayunar con su esposa y sus hijos; el hombre que ahora vuelve a cambiar para seguir siendo él mismo.

Shadows in the Night, el nuevo disco de Bob Dylan, es un álbum de covers cincuenteros frecuentados en su tiempo por Frank Sinatra, de quien Dylan, al parecer, heredó mucho más que el azul-diamante-radiactivo de sus ojos, un color que se ha ido esclareciendo a medida que avanzan los calendarios, como si el paso del tiempo fuera una manera de rebobinar o cristalizar o asentar el alma no al fondo sino en la superficie del vaso; como si el tiempo en vez de castigarlo con la descomposición de la carne tuviera con Dylan un arreglo de mutuo beneficio: los años cumplen con su parte haciéndolo un artista cada vez más joven y Dylan, disco tras disco, les da a los años una razón para continuar.    

En 1932, cuando su esposa Zelda fue internada en un hospital psiquiátrico donde compartió sábanas y electroshocks con la esquizofrenia, F. Scott Fitzgerald alquiló un estudio no muy lejos de donde estaba encerrado el amor de su vida para trabajar en su cuarta novela, Tender is the Night, la historia de un joven psicoanalista y su esposa, quien es a la vez su paciente. Y sí, las suaves sombras en la noche de Dylan son baladas para parejas esquizofrénicas que primero caminan en la playa tomadas de las manos y luego se sueltan un momento para encadenarse a bloques de cemento y, ahí sí, se quitan toda la ropa y entran al mar cargando cada uno su piedra del orgullo y dejan que la corriente se los trague. Baladas para que el agente especial del FBI, Dale Cooper, baile con Laura Palmer en esos sueños platónicamente sexys y tenebrosos que siempre suceden entre paredes de terciopelo rojo. Baladas para las parejas que, disfrazadas como los Fitzgerald, celebran cada fin de año bailando entre las horas relajadas que sirven en The Gold Room, el salón del hotel Overlook donde se hospeda El Resplandor.

Hay, a lo largo del disco, un recubrimiento de guitarras que suenan como sinfónicas olas hawaianas y poco a poco van lamiendo la orilla y los pies y los talones y todo lo demás también. En algún momento, cuando revienta y te corre por las venas y te vuelve hipersensible, escuchas apenas eso, Dylan entrando y saliendo del agua, con espuma en el pelo y arena en las orejas; escuchas las olas como réplicas del temblor de las cuerdas y esa voz quebrada diciendo Soy un tonto por quererte; diciendo Una noche como esta puede tejer un recuerdo; preguntándose ¿Qué haré cuando esté tratando de adivinar quién te está besando?, ¿qué hare?; diciendo Déjame rodar en el cielo todo el día; diciéndote al oído Cuando la hayas encontrado, nunca la dejes ir. Quizás el secreto de su metamorfosis ambulante, esa que sólo puede definirse cuando, una vez más, con otro disco, cambia de forma, esté en ese concejo que obviamente alguien no supo escuchar (a esa sordera, por si acaso, le debemos Blood on the Tracks, el mejor álbum-libro-memoir sobre la separación de dos personas que alguna vez prometieron estar juntas toda la vida). Cuando Dylan la encuentre ya no habrá mucho más que decir y menos aún que cantar y entonces sí estaremos cara a cara con la muerte.

El pasado 6 de febrero, en el Centro de Convenciones de Los Ángeles, California, Dylan aceptó ser la “persona del año 2015” con un discurso que duró media hora: su canción más larga hasta la fecha. En alguna de las estrofas de esa canción, escribió que los críticos lo han atacado desde el principio, que le han dicho que no tiene voz, que croa como un sapo, que balbucea canciones entre dientes y que su verdadero trabajo es confundir con expectativas a la gente. A mí me parece un buen oficio. De pronto Dylan canta las canciones de Sinatra y vuelve a cambiar las reglas del juego o ya de plano inventa un juego nuevo. Complica. Desequilibra. Nos hace dudar y un ser humano que no duda pues no existe.     

(El Comercio)