11.25.2014

El camino de regreso (writer’s cut)


Cuando recibí su mail había pasado más de un año desde la última vez que la vi, en el funeral de su esposo.

Recuerdo ese día. Era domingo y tuve muchas dudas sobre asistir o no al velorio. Entiendo la función social de los entierros: la oportunidad para que los amigos y los seres queridos participen de lo que suele llamarse el último adiós. La oportunidad de acompañar en silencio. La oportunidad de estar. Pero, por otra parte, me parece que pocos momentos son tan necesariamente privados y tan infinitamente íntimos como un funeral y que uno no debe intervenir en ellos a menos que se lo pidan.

Si perdiste a alguien cercano, más aún si se trata de esa persona que creías te completaba, se entiende que tu sufrimiento es del tamaño del cielo; ¿por qué, entonces, debes además lidiar con gente que viene –con sus mejores intenciones, es cierto, aunque no siempre– a recordarte cuán bueno era lo que perdiste, con gente que viene a hacerte llorar? Las memorias que tengo de funerales familiares en los que he tenido que dar besos en la mejilla y abrazos a gente que me da su sentido pésame son las peores. Si hubiese sido yo el muerto les habría dicho: lárguense, dejen a mi familia en paz.

Esta línea de pensamiento, que no me parece nada más que sentido común y respeto al derecho ajeno (sufrir también es un derecho), no la comparte nadie o casi nadie. Por eso llegué al funeral como llegué, un poco a la fuerza, empujado por amigos en común.

Para ser franco, esperaba encontrarla destrozada, llorando, arrastrando los girones de su cuerpo de un lado al otro en la sala de velación. Su esposo murió en un accidente: la pérdida fue instantánea y no le dio tiempo para pensar cómo sería la vida después de la muerte. Además, quedaba con ella una niña de poco menos de un año que extravió a su padre cuando apenas lo estaba conociendo. Pero no. Estaba tranquila, no tenía puesta ropa de duelo y ni siquiera se le notaban en el rostro la hinchazón que dejan las lágrimas o las marcas hipertensas de las horas sin dormir. Ese día, mientras la veía ver el cajón en el que enterrarían a su esposo, pensé que ella era y siempre había sido una mujer fuerte, independiente, fajada, y que seguro encontraría la forma de salir de ese agujero negro. No saldría ilesa porque, lo sabemos, nadie baja vivo de una cruz, pero saldría.

El mail decía que pasaría dos noches en la ciudad en un viaje de trabajo y que tenía una de esas noches libres. Quedamos en vernos enseguida. Ahora que lo pienso, reaccioné de una manera más bien egoísta: es una época de mucho trabajo en la que el aislamiento es necesario para permanecer enfocado y nada, me venía bien ver a una vieja amiga, salir, caminar, hablar. Los cuestionamientos llegaron luego. No sabía prácticamente nada de su vida después del accidente. ¿Cómo debía tratarla? ¿Cómo se trata a alguien que lleva dentro del cuerpo una herida que seguro continúa sangrando? ¿Con pena? ¿Con solidaridad? ¿Como a una víctima? No. Nada de eso. Insisto: no se puede entrar en la tristeza ajena sin haber sido invitado.

Después de abrazarnos con fuerza y decirnos lo feliz que estábamos de vernos, en un bar trendy del Casco Viejo, arrimados el uno contra la otra sobre un sofá esquinero, me dijo que después del accidente había llegado a un punto en su vida en el que sólo quería dormir: dormir ese sueño largo del que uno espera despertar curado, ese sueño que no existe porque para curarse, lamentablemente, hay que despertar. Que durante meses su problema no fue, como yo pensaba, resetear su vida, maniobrar con la pena y la impotencia y la frustración; sentir que le faltaba una extremidad para la cual no existen prótesis. No. Su problema más grande fue que no sentía nada. Así, literal: se había convertido en una cosa y las cosas no tienen sentimientos. Abría los ojos y no sentía nada. Paseaba por su apartamento recorriendo las memorias de los dos, de los tres, y no sentía nada. Caminaba por la ciudad y miraba el mar y no sentía nada. Ella, que siempre se había divertido comprando ropa y zapatos y combinándolo todo con accesorios, iba al trabajo siempre con el mismo jean y con el mismo suéter, como en pijama, porque no sentía nada. Me dijo que ahora entendía por qué hay gente que se corta y se despelleja: para sentir. (Sí, exacto: I hurt myself today, to see if I still feel) Que miraba a su hija, el cuerpo de su hija, el asombroso pelo de su hija, la sonrisa de su hija, los ojos brillantes y redondos de su pequeña y maravillosa hija, y no sentía nada.

La mujer a la que yo había visto en el funeral, que sonreía tranquila y daba abrazos y besos en la mejilla y no tenía más que palabras de agradecimiento y cariño para todos los que se le acercaban, la misma que me dijo, en el funeral, que estaba feliz de vernos a todos pero sobre todo a mí, aún no se había dado cuenta de lo que estaba pasando. Aún no se convertía en la cosa que no sentía. Durante nuestra conversación me quedó claro que, por un rato, ella también había muerto.

Un día, mientras peinaba el asombroso cabello de su maravillosa hija de ojos redondos y brillantes, le dijo a la pequeña que parecía una princesa. La niña se volteó para encarar a su madre, le señaló la cara y le dijo: tú princesa. En ese momento, me dijo, tomé la decisión de seguir viviendo. 

Se levanta a las cinco de la mañana todos los días, va al gimnasio, se viste para ir al trabajo y por las tardes pasa todo el tiempo que puede con su hija, sintiendo cosas, volviendo a sentir. Esa noche, en Casco Viejo, estaba arreglada, maquillada, guapa. Aunque todavía hablaba de su esposo en tiempo presente, como si estuviera vivo, decía que estaba recordando cómo se sentía ser observada, deseada, cotizada. Y yo pensé: esta es una mujer que está haciendo el camino de regreso, que quizás no sea capaz de volver al punto exacto donde lo irremediable interrumpió su vida para empezar de nuevo, pero que pronto, más pronto de lo que ella misma piensa, estará otra vez frente a su destino y caminará sin miedo por lo desconocido.

(SoHo)

11.17.2014

La mamá de Joanna


El primer párrafo de Joanna, uno de los relatos que conforman El final del amor, del español Marcos Giralt Torrente, dice esto: Es curioso que la vida nos ofrezca un número indeterminado de alternativas a cada momento, que constantemente tomemos decisiones que nos modifican, cogiendo unos trenes y desechando otros, y que sin embargo la mayor parte de los adultos, cuando echamos la vista atrás, nos recordemos de niños sustancialmente iguales a como somos hoy.

Es curioso, también, que la vida nos presente un número limitado de alternativas cada vez que descubrimos a un escritor: podemos seguirlo o abandonarlo. Leer sus otros libros, sus columnas en diarios, sus crónicas en revistas; o quedarnos con  aquello que se nos cruzó por el camino y no preguntar nada más al respecto. Parece tonto, pero hay escritores que te marcan con un solo libro y de los cuales prefieres, por si acaso, no averiguar demasiado. De hecho, sueñas y llegas a creer que toda la obra de ese escritor se reduce a un libro, a ese libro que habló contigo.

Me pasó la primera vez que leí Tiempo de vida (2010), quizás el libro más célebre y comentado y duro de MGT. Esa cosa me aplastó. Es un libro autobiográfico y despellejado en que el autor trata –porque no lo consigue del todo y ese, el intento fallido, es parte de la conquista– de hablar sobre su padre, un hombre al que conoció poco y que acaba de morir. En la primera página dice: …tras meses de dudas y fracasar repetidamente en la búsqueda de otra inspiración, por fin asumí que sólo me era posible escribir sobre mi padre. Ya con eso me compró: tenía un tema inevitable, como deberían ser todos los temas.

Leí Tiempo de vida, lo subrayé harto, lo reseñé y se lo presté a gente a la que creí podría servirle (en su mayoría, amigos con hijos pequeños o padres ausentes), pero no seguí leyendo a MGT. ¿Por qué? Por miedo. Tiempo de vida, libre de metáforas y espejismos, libre de artimañas literarias o frases para el bronce, es verdadero, es la verdad; a ratos, incluso, da la impresión de que el autor no soporta lo que está escribiendo o lo que está teniendo que escribir, como si el texto se le quemara entre las manos y, para terminar rápido, sólo hace un recuento de hechos puntuales, un listado factual que puede hacerte llorar. Él mismo lo reconoce cincuenta páginas antes del fin. Así: Las razones por las que se empieza a escribir un libro no son necesariamente las mismas por las que perseveramos cuando está mediado, ni las mismas por las que lo acabamos. Al final uno sólo quiere llegar al final. Ése es mi caso. Sólo quiero llegar al final. El final del libro. El final de mi padre. El final de mi vida con él.     

Ahora bien, ¿a qué le tenía miedo? A que el MGT de Tiempo de vida no fuera el mismo de París, la novela con que ganó el premio Herralde en 1999,  o de cualquiera de sus otros libros. Temía que el MGT que escribió sobre su padre no porque quisiera escribir un libro sino porque no tenía otra alternativa no fuera igual de bueno que el MGT que escribe, por así decirlo, profesionalmente. Aunque se trataba de una intuición, me quedaba claro que un libro como Tiempo de vida no podía –ni debía– escribirse dos veces, y que leer el resto de su obra sería muy posiblemente encontrarme con otro escritor al que no sé si quería conocer. Y así estuve durante años: releyendo de vez en cuando Tiempo de vida, venerándolo en público, pero alejado del resto de MGT. Así estuve hasta la semana pasada, cuando leí El final del amor (2011), el libro de cuentos con el que MGT se libró de la vida de su padre para poder seguir viviendo.

Como sospechaba, el MGT de El final del amor es otro escritor, otra persona, casi un extraño al que me costó reconocer durante las primeras páginas. Es un autor correcto, tan fiel y respetuoso y orgulloso del español que por momentos uno siente que está leyendo un libro que fue escrito en otro siglo: un obrero consciente de su oficio, cuidadoso y calculador. Además, al contrario de Tiempo de vida, donde el autor asume todos los riesgos y se hace cargo de las consecuencias de su honestidad brutal,  El final del amor es uno de esos libros en los que el lector debe hacer parte del trabajo, imaginar, poner palabras en la boca de ciertos personajes y tratar de leer sus emociones porque los cuentos no son especialmente detallistas. Te cuentan cosas, siembran pistas, construyen ideas, pero no resuelven misterios: para eso estás tú.

Y así, sospechando de cada palabra, llegué a Joanna. El narrador es un hombre que recuerda su infancia y el que quizás haya sido su primer amor. El hombre se recuerda como un niño huérfano que vive con su abuela en El Escorial, cerca de Madrid, y se describe de esta manera: No destacaba por nada, ni por mi rebeldía ni por mi inteligencia, si acaso por mi físico, que era espigado, y por mi afición a leer y a estar solo, que, más que afición, era algo a lo que las circunstancias me habían obligado. Sí, hay un-poco-mucho de esa victimización nerd y sobrevaloración de la falta de capacidades sociales de la que se valen casi todos los escritores para justificar e incluso convertir en proeza la soledad. Pero hay, sin duda, una persona detrás de esas líneas.

En El Escorial no pasa mucho. Mejor dicho: en El Escorial no pasa nada hasta que llega Joanna y el narrador se enamora de ella. Joanna llega con su madre y ambas viven en una casa de tres pisos, una casa que, al lado de la modesta vida del narrador, es una especie de palacio mágico y aterrador. Allí adentro pasa algo que no sabemos, algo muy oscuro, algo de lo que Joanna quiere escapar pero no puede porque es tan solo una niña. El narrador, por ejemplo, recuerda esto: Uno de nuestros entretenimientos favoritos era describir las casas que tendríamos en el futuro, cómo nos gustaría que fueran. Pisos de ciudad o quintas campestres, a veces imposibles, que a menudo exigían que cogiéramos lápiz y papel para dibujarlas. Además, cada día elegíamos una del pueblo que destacara por algún  motivo, o que simplemente nos gustara, y jugábamos a imaginarla por dentro. Hasta el más torpe aficionado a la psicología diría que esta obsesión por las casas revelaba la infelicidad de ambos con nuestras respectivas situaciones familiares y nuestro deseo de huida…

El narrador es pobre o casi pobre, vive con su abuela y no tiene amigos, en su caso, la huida es una opción más que lógica; pero la familia de Joanna es burguesía madrileña y ella es una hermosa criatura cosmopolita que habla con un tenue acento francés y se conoce medio mundo. ¿De qué quiere escapar Joanna? De lo que la persigue a todas partes: su madre. La mamá de Joanna, una réplica casi exacta de la propia Joanna, es, por decir lo menos, relajada hasta lo perturbador. El narrador, por ejemplo, recuerda esto: En una ocasión vi por el pasillo su sombra no tan fugaz, de camino al vestidor, con la blusa inexplicablemente abierta y los senos –media luna de la aureola de cada pezón– asomados a cada lado de la abertura; otra vez, una puerta innecesariamente entornada me la mostró de perfil recién salida del baño, con una toalla en la cabeza a modo de turbante y, la que debía cubrir el cuerpo, sujeta entre las manos mientras se secaba con ella una pierna que tenía alzada sobre el asiento del tocador; una tarde, cuando me marchaba, se acercó a despedirme sin falda ni pantalón, vestida de cintura para abajo con unos pantis negros y no de los tupidos; otro día vino de esa misma guisa al cuarto donde estábamos Joanna y yo para decirnos algo, pero esta vez, además, insólitamente desnuda de cintura para arriba, con los antebrazos cruzados cubriendo a duras penas el pecho. La secuencia podría estar en miles de películas francesas.

En lo que podría ser un parentesco voluntario con El vino de la soledad de Irène Némirovsky, pero de una manera más exhibicionista aunque menos frontal, madre e hija son rivales. Así como en la clásica novela –notable, por cierto– de Némirovsky, en el cuento de MGT es la hija quien hace todo lo posible para mostrar enfado cada vez que su madre le dirige la palabra. Esa rivalidad revienta cuando, más adelante en el cuento, llega a El Escorial el hermano mayor de Joanna y queda claro que entre él y su madre hay una comunión sexual: y entonces sólo podemos empezar a imaginar la cantidad de cosas torcidas que habrá visto en su vida la pobre Joanna. No mucho después de que el narrador descubre o más bien adivina el pecado, Joanna y su familia se marchan y no volvemos a tener noticias de ella hasta que un día llega una carta en la que se dirige a él como Mi pequeño. En esa carta le cuenta que está en Tánger, le dice No sé si alguna vez volveré. Depende de mi horrible madre, y, al despedirse, lo hace con estas palabras: Toda la culpa fue mía. Perdóname.

Pensando en la mamá de Joanna, el  narrador recuerda esto: …estaba pletórica, todo su interés, toda su energía, la acaparaba su hijo y simplemente no tenía tiempo para atenciones extra. La madre de Joanna, ahora lo veo, pertenecía a esa estirpe de mujeres que convierten el amor maternal en un yugo y que, para mantenerlo en las distintas etapas vitales de sus hijos, van modificando intuitivamente sus estrategias en pos de un irracional objetivo: que estos nunca se emancipen emocionalmente, que la dependencia que los unió a ellas desde su nacimiento y hasta que empezaron a ser autónomos, se perpetúe en su madurez. Madres hiperprotectoras, madres confidentes, madres cómplices, madres castradoras, madres que aspiran a ser las mejores amigas de sus hijos, madres esposas… La estela es amplia, la máscara con la que se presentan no siempre es igual, la gradación varía. Sin embargo, en todas late un instinto primitivo, algo oscuro, animal, que las conecta con épocas lejanas, prehistóricas, en las que la familia era el grupo y los individuos que ya no eran útiles necesitaban tener alianzas para asegurarse la supervivencia. Y, más adelante, pensando en Joanna, en cómo era y en las cosas que hacía y que él no entendía, el narrador recuerda esto: La paciencia de su madre con ella era tanta, tan buena su predisposición pese a los desplantes, que las invisibles faltas frente a las que Joanna reaccionaba todavía lo parecían más en comparación con la desproporción de su reacción, y, en consecuencia, la necesidad de expiar sus excesos, cuando no el arrepentimiento, alimentaban permanentemente el vínculo, lo incrementaban mediante los pagarés de una deuda que nunca terminaba de ser pagada porque crecía siempre en la misma proporción.    

Hacia el final, el narrador nos pone al día con su vida. Fui a la universidad, e hice una de esas carreras, no reconocidas con ningún título académico, que consisten en pasar por los primeros cursos de varias facultades. Han pasado más de veinte años desde la última vez que vio a Joanna, ahora vive en Madrid, es padre de dos hijas y trabaja en la radio como locutor de un programa que recibe llamadas-denuncias telefónicas de gente con necesidad de desahogarse y que no puede ir al psicólogo. Una noche, atiende la llamada de una chica que habla sobre su padre, y dice esto: Me habló de masajes que su padre le daba de niña, sentado a horcajadas sobre ella, de su pene erecto, presionándole la espalda desnuda, cuando él se echaba hacia delante para frotarle los hombros… Me habló de una hermana menor, por la que llamaba, a la que descubrió sentada desnuda con él en un sofá… El narrador-locutor trata de que esta mujer haga pública la denuncia, pero ella sólo dice: Sé pero no he visto. Discuten por un momento y aunque sabe que debe dar paso a otras llamadas, el tipo insiste con más preguntas hasta que sucede esto: Entonces se remontó a la estrecha relación que su padre mantenía con su propia madre, su abuela, y a su sospecha de que fue esta la que lo había iniciado en las costumbres contra natura que reproducía con sus hijas, y me habló de una hermana de su padre, a la que nunca conoció, que, según le había relatado una vieja tata que aún vivía en Fort-de-France, había consumido la totalidad de su corta vida huyendo de él. Hasta que, a punto de casarse con dieciocho años, horas después de descubrir en la cama de su madre a quien iba ser su marido, había rasgado una sábana de esa misma cama, había atado un extremo a su cuello y otro al balcón y había saltado.

Sin que MGT lo mencione, sabemos que Joanna muere a los dieciocho años, ahorcada, su cuerpo meciéndose de un lado para el otro como un péndulo bajo el balcón de la habitación de su madre; confirmamos que su madre y su hermano se querían de todas las formas y en todas las posiciones; suponemos que su hermano trató de acostarse con ella y que, quizás, lo hizo más de una vez; asumimos que, gracias a los cariños de la mamá de Joanna, ese hermano se ha convertido en un hombre sádico y traumado y salvaje, un cobarde depredador sexual que abusa de sus propias hijas; nos enteramos de que la mamá de Joanna se acostó con quien tal vez era su única manera de escapar y sólo nos queda imaginar con terror qué otras cosas semejantes ocurrieron entre ellas. Sin que MGT lo mencione, vemos a Joanna rasgando la sábana todavía caliente, enrollándola en su cuello, atando el nudo. Vemos a Joanna llorando.

11.11.2014

Nolan, Borges y una señora con ganas de orinar


La señora, que debe tener más de sesenta años, se prende con fuerza del sillón reclinable en la sala VIP de un cine congelado dentro de un centro comercial. La señora tiene el cuerpo, desde el torso hacia arriba, echado hacia delante, hacia la pantalla, y las piernas recogidas debajo de su cintura. La señora podría o no estar temblando, eso no queda claro, pero la luz de la pantalla tiembla sobre su cara cuando la señora le dice a su esposo tengo ganas de hacer pipi, pero no me puedo ir. La señora está viendo Interstellar, la nueva película de Christopher Nolan, que dura tres horas.

En 2008, cuando se estrenó The Dark Knight, Christopher Nolan pasó de ser un director-para-cinéfilos interesante y atrevido e ingenioso a ser una especie de fenómeno pop intelectual. Nolan hizo de Batman una obra de arte, una pieza de entretenimiento tan seria que se prestaba y se prestó y se prestará para todo tipo de análisis: cinematográficos, filosóficos, políticos, psiquiátricos, existenciales. A mí me cambió la vida porque, a partir de The Dark Knight, empecé a leer comics y a tomármelos en serio y supe que lo que había hecho Nolan, con sobra de méritos, era la continuación de una larga y oscura y perturbada tradición de justicia inalcanzable y sed de venganza.

La señora mira la pantalla del cine como una niña pequeña miraría, desde la ventana del ático de su casa, una batalla en el cielo. Tiene los ojos muy abiertos y hace varios gestos con la boca: se muerde los labios en señal de intriga, saca la lengua en señal de asombro, empina los labios en señal de cuestionamiento o deliberación (o, quizás, de un aburrimiento pasajero). Pero hay un momento en que la señora desenrolla sus piernas y suelta el sillón y deja caer su cuerpo hacia atrás. Es cuando Matthew McConaughey descubre que está en otra dimensión y flota detrás de la biblioteca del cuarto de su hija. O, mejor dicho, cuando Matthew McConaughey flota dentro de Relativity, el cuadro que el holandés M.C. Escher dibujó en 1953 y que bien podría explicar sin palabras la tesis científica de Interstellar. En ese momento, la señora toma una decisión que, teniendo en cuenta sus circunstancias, es de vida o muerte. La señora decide aguantarse las ganas de orinar.

Después de The Dark Knight, en 2010, se estrenó Inception, y se estrenó también una especie de debate. Se dijo que con Inception, Nolan, más o menos, se graduaba como el gran director de nuestro tiempo o por lo menos de los tiempos que corren en Hollywood. Se lo comparó, claro, con Kubrick, pero esta comparación, dependiendo del contexto y de quien la haga, puede ser lo mismo un halago que un insulto: Kubrick, que sin duda habita todavía varias dimensiones al mismo tiempo, tenía mucha forma y mucho fondo y hasta sentido del humor, pero de lo que se dice feeling tuvo poco: Barry Lyndon, Eyes Wide Shut y, claro, la lenta y dolorosa y melódica muerte de HAL 9000 en 2001. Cuando vi Inception pensé que sí, el argumento era pretencioso y engorroso y sobregirado, pero inteligente, y sí, la puesta en escena, la realización de ese argumento, era una hazaña en sí misma (los cuatro Oscars que ganó fueron en categorías técnicas), y sí, es verdad, poca gente con la popularidad y la capacidad de recaudación de Nolan se hubiese atrevido a hacer algo así, pero su porcentaje de feeling era demasiado bajo: no había nadie a quien se pudiera querer, ningún personaje que me preocupara genuinamente, ningún lazo emocional. Volví a verla meses después, en casa, lejos de la histeria colectiva, y, sin el menor asomo de culpa o sentimiento de derrota, tiré la toalla antes de la primera hora.

Durante media hora, quizás más, la señora que debe tener más de sesenta años no produce sonido alguno ni mueve las partes de su cuerpo: ni un pie, ni un cabello, ni una uña. La señora permanece atrapada, cautivada, conmovida. Cuando descubre, cuando todos los que estamos en ese cine congelado descubrimos que en Interstellar el tiempo es circular y sentimental, que “ellos” son o somos nosotros, la señora suelta un suspiro y por un momento parecería estar a punto de llorar, pero no llora, sólo le dice a su marido ah, ok… ya entendí, Mi Rey. Minutos más tarde, cuando la película vuelve a la ciencia y a la acción, la señora inhala largos trozos de aire y ese aire pasa por entre sus dientes y suena como la voz de las serpientes. La señora recuerda sus ganas de orinar, pero se las aguanta como macha.

En una de las muchas discusiones post Inception, un gran amigo y gran cineasta me dijo que Nolan era como Borges, o sea, que Inception podría ser un cuento de Borges y que era increíble que él, Nolan, lo hubiese llevado al cine con tantos millones atrás. Y sí, las agallas de Nolan como productor son innegables, pero una película no sólo tiene que ser grande y desafiante, una película necesita alma. Ahora bien, ¿Borges tenía alma? Recordemos que pasó casi toda su vida en una biblioteca, que vivía con su madre, que –según yo– supo lo que era enamorarse pero no necesariamente lo que era el amor, que –según yo– una de las cosas que lo unió a Bioy Casares más allá de la literatura y el té y las galletas fue poder vivir a través de él lo que no escogió o no tuvo tiempo de vivir por sí mismo: fuera de las páginas, Bioy fue el Tyler Durden de Borges, y viceversa. Pero sí, claro que sí, Borges tenía alma, y de sobra.

Vamos a poner sólo un ejemplo: El Aleph, uno de los tantos cuentos de Borges que podría considerarse una pieza breve de ciencia ficción. El Aleph comienza con La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió. Borges, o el Borges de El Aleph que también se llama Borges, está perdidamente enamorado de Beatriz Viterbo y sólo unas líneas más adelante, en el mismo primer párrafo, dice esto: Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Y ahí están: alma, vida y corazón. Y ahí está una supuesta eternidad dedicada a la memoria de un amor no correspondido, lo que no deja de ser un romance, platónico pero romance, que ocurre en dimensiones paralelas. Y ahí, en ese cuento, en un sótano de la calle Garay, está el punto donde se unen todos los puntos del universo. Borges era melancólico y romántico, quizás más lo primero que lo segundo, y en Interstellar Nolan es sin duda ambas cosas.

Mientras veía Interstellar, sentado junto a la señora que se aguantaba las ganas de hacer pipi, pensaba que antes de rodar Inception alguien –posiblemente los ejecutivos de Warner– debió haberle dicho a Nolan que el guión era demasiado enredado para un gran público y que por eso existía Ariadne, el personaje interpretado por Ellen Page cuya única función, tempranamente fastidiosa, era explicarnos, una y otra vez, lo que estaba pasando en la película. Y también pensé que después de Inception, esas mismas personas debieron decirle algo como bueno, ahora necesitamos que en tu próxima película haya gente que se parezca a la gente. Porque Interstellar será todo lo intelectual que quieran, y también gasta mucho tiempo en explicaciones que –para seguir borgeando– se bifurcan entre los diálogos de los personajes principales, pero es también romántica y a ratos se le va la mano: los críticos gringos, por ejemplo, coinciden en que tiene mucho corn y en que es una cinta corny.

Interstellar es muchas cosas, un reto, una clase, una advertencia, una esperanza, y también es una película de amor: del amor de un padre por sus hijos (en el caso de los personajes de Matthew McConaughey y Michael Caine ese amor no puede ser más evidente y desesperado), del amor a la memoria de un planeta que fue nuestro hogar pero no existe más (en las tomas “documentales” que según el propio Nolan son un tributo a Reds, la magnum opus de Warren Beatty), del amor que un ser humano puede sentir por su oficio (el sólo hecho de embarcarse en una misión espacial que quizás termine desintegrada en la infinidad del espacio), pero sobre todo del amor por los demás, por esas miles de familias de las que habla Matthew McConaughey cuando lo acusan de actuar con egoísmo. Interstellar explica sin miedo y sin piedad las razones por las que la vida de los otros es realmente lo que le da sentido a nuestra propia vida.

Matthew McConaughey vuelve a subirse a una nave, vuelve a despegar, y la pantalla se oscurece. Las luces de la sala VIP de un cine congelado dentro de un centro comercial se encienden gradualmente. En cuanto aparecen los créditos, la señora se levanta con la agilidad que le permiten sus más de sesenta años, baja las escaleras prendida del pasamanos, sus ojos se fijan en los escalones para no tropezarse. La señora va repitiendo buenísima, buenísima, buenísima.    

11.05.2014

Después del cine


Mi primo nació en enero de 1993, tres meses antes de que yo cumpliera los doce años de edad. O sea que, más que un primo, fue un hermanito menor, un juguete, un hijo prematuro.

Su familia y la mía siempre han vivido en países distintos, pero nos las hemos arreglado –a veces en contra de nuestra propia voluntad– para estar juntos de cualquier manera porque, lo sabemos, somos lo único que tenemos en este mundo. Y, como suele pasar en las mejores familias, nos queremos hasta cuando nos odiamos. O por lo menos yo lo siento así.

Cuando mi primo era un niño pequeño y yo era un adolescente, pasé varias temporadas en su casa. Él y su hermano mayor, a su vez diez años menor que yo, eran mis roommates, mis amigos, mis compañeros de juego. Con ellos, gracias a ellos, aprendí inglés y visité no sé cuántas veces el Museo Metropolitano de Arte y el Museo de Historia Natural y el Bronx Zoo de Nueva York. Durante años, Manhattan fue para mí una ciudad donde sólo vivían niños y los padres de esos niños, donde sólo había McDonald’s para ellos y tiendas de discos para mí. Un lugar inocente y divertido.  

A finales de los ’90, cuando se hizo pública la noticia de que habría una nueva entrega de Star Wars y los juguetes volvieron a estar en las perchas de Toys R Us, usé en mis primos el poder de La Fuerza y los manipulé de tal manera que la casa se llenó de naves –X Wings y el Halcón Milenario, obvio–, muñecos, máscaras y sables laser. En 1999, cuando cumplí los dieciocho y finalmente se estrenó el Episodio I (el mejor de esa malditísima trinidad, ¿no?) los llevé a ver la película por lo menos cinco veces al cine que quedaba a pocas calles de donde vivíamos. Estaba seguro de que esa iniciación los haría mejores personas, y creo que no me equivoqué. Caminaba con un niño prendido de cada mano a lo que sentía era el comienzo o más bien la continuación de una tradición familiar: un ritual sagrado.

*
Cuando mis primos visitaban mi pueblo se quedaban con sus padres en casa de mis abuelos, en el centro de Portoviejo, pero mi familia y yo íbamos a verlos todos los días o casi todos los días y al final de esos días ellos pedían, rogaban, chillaban por irse a dormir a nuestra casa. Querían dormir conmigo y lo que hacíamos era esto: uníamos las dos camas que había en el cuarto que solía compartir con mi hermano antes de se fuera a la universidad y nos acostábamos allí los tres, mis dos primitos y yo.

Una noche, mi primo menor se despertó de repente. Estaba llorando y todo, el sudor en la espalda, la baba en los labios, el terror temblando en su mirada, indicaba que estaba regresando de una pesadilla terrible. Lo cargué en mis brazos y lo saqué del cuarto para que no despertara a su hermano. El pobre estaba muerto del miedo y me pedía a gritos que lo llevara de vuelta a casa de mis abuelos para poder dormir con sus padres; pero era demasiado tarde y yo, que habré tenido quince o dieciséis años, sabía que esa no era una posibilidad: primero, tendría que despertar a un montón de adultos que roncaban y, segundo, esos adultos pensarían que se trataba de una emergencia cuando en verdad, lo sabía, no era nada.

Con mi primo en brazos, mojándome el pecho con sus lágrimas, bajé las escaleras y di vueltas por la planta baja de la casa diciéndole que todo estaba bien, que nos volviéramos a dormir, que yo estaba con él y nada malo podía pasarle. Así, de la sala al comedor. Así, del comedor a la cocina. Así, de la cocina a la entrada principal, junto a la escalera. Así, de la escalera a la sala. Y así hasta que poco a poco, después de treinta minutos o más de llanto sostenido y gritos desgarradores partiendo la oscuridad, su voz se fue calmando, sus aullidos se volvieron sollozos y sus lágrimas dejaron de salir. Luego nos acostamos en un sofá de la sala, él encima de mí y yo apoyando el mentón en su pelo sudado y revuelto. Conversamos. Empecé a preguntarle cosas de la mitología de Star Wars, de la casa de los abuelos, de lo que había visto en mi pueblo, y él me respondía cada vez más bajito y más incoherente hasta que cayó de nuevo en un sueño profundo. Me quedé un rato ahí, echado en el sofá con mi primo dormido sobre mí, mirando el techo, pensando que lo que había hecho, lo que había logrado, era quizás la mayor hazaña de mi vida: había rescatado a mi pequeño primo del terror, lo había tranquilizado hablándole al oído y finalmente lo había devuelto a la paz del sueño de un niño. Todo el asunto me parecía, y era, increíble.

*
Ahora ese primo tiene veintiún años, el cuerpo de un atleta y es bastante más alto que yo (lo cual, supongo, no es ningún mérito, pero el chico es alto en cualquier circunstancia y si tratara de cargarlo me rompería la espalda). De nuevo, y por una temporada corta, estamos compartiendo casa. A estas alturas, cada uno tiene su vida o por lo menos está intentando construir una vida, pero igual pasamos todo el tiempo que podemos juntos. Él es mi cable a tierra, mi lazo con la realidad, mi guía en este siglo. Él trata de que yo vaya al gimnasio y yo trato de que él lea. Él, refiriéndose a mis músculos flácidos, ridículos, inexistentes, me dice you gotta talk to them, command them to grow. Yo, refiriéndome a su mente brillante y todavía en expansión le digo reading is like going to the mind gym, pero no he logrado mucho que digamos: así, asumo, es como debe sentirse también mi padre en ciertas ocasiones. Dicho esto, hemos conseguido progresos no menores: vemos series de alto contenido nutricional en Netflix –la última fue House of Cards, que nos enganchó a los dos con la misma fuerza– y vamos harto al cine.

La semana pasada fuimos a ver The Judge, con Robert Duvall y Robert Downey Jr.: la historia de un abogado exitoso, famoso por defender y salvar a los culpables de la cárcel, que tras la muerte de su madre regresa a su pueblo, donde su padre ha sido juez por más de cuarenta años, para pasar el duelo junto a la familia. Como no podía ser de otra manera, padre e hijo no tienen la mejor relación del mundo y buena parte de la película se resuelve en diálogos de violencia emocional que van sacando, uno a uno, los trapos al sol: los reclamos, las justificaciones y los ajustes de cuentas se suceden uno detrás de otro durante toda la cinta.

Podría decir mucho sobre The Judge, que por cierto es la primera producción de Team Downey, la compañía que Iron Man y su esposa acaban de montar para desarrollar proyectos para el cine y la TV. Podría decir que sin Duvall y Downey Jr. al centro, sería una película a ratos cursi y capaz trasnochada y muy necesitada de atención. Podría decir que es predecible pero al mismo tiempo verdadera: you don’t need a weatherman to know which way the wind blows. Podría decir que a veces dan ganas de mirar para otro lado porque uno siente que se está metiendo donde no lo han invitado. Podría decir que todos los pueblos chicos se parecen. Podría decir que tiene moraleja pero no es moralista o necesariamente moralista. Podría decir que al final van a salir satisfechos. Pero lo que en verdad quiero decir es que The Judge es, también es, una película sobre la vejez y sobre la decadencia del cuerpo y la mente y sobre la voluntad del orgullo. Con esto quiero decir que es una película sobre el final.

Hay una escena que me marcó, quizás para siempre. Robert Duvall, que enfrenta un juicio con cargo de asesinato y es defendido por su hijo pródigo, está enfermo de cáncer en etapa terminal y se ha sometido a varias semanas de quimioterapia; está débil y a veces sufre furiosos ataques de demencia senil. En esas condiciones, y en calzoncillos y camisetilla, lo vemos arrastrase hasta el baño para vomitar. Su hijo, Downey Jr., alcanza a escuchar las arcadas del padre y entra al baño para ayudarlo. El viejo, que no logra llegar a tiempo a la taza del retrete, se vomita encima y el joven-aún lo convence de que se meta a la ducha para lavarse. Entonces lo levanta y, camino a la ducha, los intestinos del viejo fallan y su calzoncillo y sus muslos y sus pantorrillas y sus pies y la alfombra del baño se llenan de mierda. Luego, en la ducha, el hijo, completamente vestido, lava a su padre que está desnudo con la regadera y el agua que al principio parece el lodo de un jardín sin césped se va esclareciendo. Al final de la escena, mientras padre e hijo montan una coartada para impedir que la pequeña hija del hijo, es decir, la nieta del juez, entre y los descubra haciendo lo que están haciendo, nos damos cuenta: eso es la vida.

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Mi abuela murió meses antes de cumplir los cien años. Su partida fue tan discreta que, según mi padre, sus enfermeras tardaron en darse cuenta de que ya no respiraba: nadie se alarmó, parecía que estaba dormida. Mi abuelo murió tres meses después, antes de cumplir los noventa y seis; fue un hombre que siempre hizo lo que le dio la gana y cuando le dio la gana de morirse pues dejó de comer y de tomar sus medicinas y se murió. Su mudanza de este mundo al otro tampoco fue escandalosa, se retiró mientras conversaba con mi tía, su única hija, que le sostenía la mano y le acariciaba las arrugas. Ella trataba de conversar con él, le preguntaba por su trabajo, por los recuerdos de su juventud, quizás hasta le preguntaba por mi abuela, y él le respondía cada vez más bajito y más incoherente hasta que el alma le salió por la boca en un suspiro y los labios se le pusieron morados.

Mis primos, mis hermanos, mis padres, mis tíos y yo hemos visto envejecer a nuestra gente. Hemos visto cómo el cuerpo va perdiendo sus facultades y su independencia; cómo cada día aumenta el número de pastillas, en la mañana, a la hora del almuerzo, en la cena, antes de dormir; cómo aparecen los bastones, los andadores, las sillas de ruedas, los carritos eléctricos; cómo en la lista de compras, de pronto, junto a los nombres de los vegetales, están las palabras pañales desechables; cómo llegan las enfermeras, primero a medio tiempo y luego a tiempo completo; cómo las visitas de los doctores se vuelven más y más frecuentes, a todas horas y con todo tipo de inyecciones; cómo se confunden los rostros y los nombres y el pasado y el presente se vuelven una sola cosa indescifrable; cómo tenemos que responder siempre a las mismas preguntas y subiéndole el volumen a nuestras palabras; cómo llega el momento en que un ser humano reconoce y acepta y dice que ha vivido demasiado, que ya es hora de irse. A mí, por ejemplo, me gustaría hacer lo que hizo mi abuelo: mandar a todo el mundo al carajo y morirme cuando me de la gana, quizás también siguiendo los pasos de mi amor. 

Esa noche, después de ver The Jugde en el cine, sólo podía pensar en la vejez y en lo que me tocará ver de aquí en adelante. En el auto, camino a casa, le dije a mi primo: Dude, that’s gonna be us soon, we’ll be taking care of our parents. Y él me dijo: Don’t even mention it. Luego se hizo un silencio largo hasta que le dije now we know why you were born twelve years after me, so you can take care of me when I’m old. Y nos reímos como para volver a la superficie. Esa noche, por primera vez desde que llegué a la casa desde donde escribo esto, nos dimos un abrazo antes de que cada uno fuera a su cuarto a dormir.