6.19.2018

Desde Rusia con terror



Es raro escribir sobre Ícaro, la película que este año se llevó el Óscar al mejor documental,  justo ahora, justo hoy-jueves, mientras el mundo entero o buena parte de él tiene sus ojos puestos en Rusia, en la ceremonia de inauguración del mundial de fútbol en ese país y en el primer partido del campeonato, que los anfitriones van ganando por goleada. Es raro porque Ícaro es o más bien termina siendo la historia del sistema de dopaje que, durante largo tiempo y patrocinado por el mismo estado soviético, ha colaborado para que los atletas rusos de varias generaciones consigan medallas doradas en competencias olímpicas. Es la historia del engaño, de la trampa, de la astucia oscura, de cómo un país poderoso y agresivo ha logrado burlar todos los controles y ha pasado por encima de todas las autoridades deportivas del planeta: según las últimas investigaciones, publicadas apenas a finales del 2016, y abarcando todas las disciplinas posibles, serían más de 1.000 los deportistas envueltos en esta especie de conspiración que, aparte, no se sabe bien cuándo empezó.

La cinta arranca con una premisa más o menos simple, algo arriesgada y hasta divertida: Bryan Fogel, el director, que es además un ciclista aficionado, quiere reproducir la forma en la que Lance Armstrong se dopó durante años y años sin ser descubierto para ganar una competencia en Europa. Para esto, y en un principio sin más ambiciones que mostrar cómo se puede jugar con un medio que presume de su moral y transparencia, Fogel se inyecta todo tipo de cosas en el cuerpo y se contacta casi que por casualidad con el doctor Grigory Rodchenkov, figura clave del programa anti-doping de Rusia y autoridad absoluta en la salud deportiva de su país. Fogel fracasa rápidamente y sin que su papel tome ningún  protagonismo verdadero, pero eso importa poco, lo que realmente nos engancha y nos hace caminar detrás de la película es lo que Rodchenkov tiene que contar sobre la industria: cómo diseñó un método para que los competidores rusos pudieran usar sustancias prohibidas sin ser detectados; cómo logró que ese método se sostuviera en el tiempo, evolucionando más rápido que cualquier mecanismo de control; y cómo los gobiernos de su país han sido parte del plan, promoviéndolo y apoyándolo desde un principio.

La dinámica del documental, basada en la amistad que se tiende entre el cineasta y el científico, toma cuerpo a medida que Rodchenkov hace estas confesiones, cada vez más y más graves, y que parecen los detalles de la trama de una novela de espionaje: el agujero que se cava en Ícaro es mucho más profundo de lo que podríamos sospechar y esconde un complejo organismo de funcionamiento, relacionado a su vez con las esferas más altas del poder ruso, que en este preciso momento encuentran en Vladimir Putin a su ejecutor principal. En este sentido, el de las revelaciones, Rodchenkov es la plegaria atendida de cualquier contador de historias. Además de una personalidad tan encantadora como intensa, que lo convierte en ese tipo de personaje querible, afectivo y difícil de olvidar propio de Hollywood, posee una cantidad de información más que privilegiada y parece encontrarse en un momento de la vida en el que el impulso de contar lo que tiene que contar, aquello que lo ha martirizado durante quién sabe cuánto, es simplemente incontenible. A ratos es evidente que el director, Fogel, sólo tuvo que prender la cámara y guardar silencio.

Ahora bien, se nota a leguas que Ícaro no fue una película fríamente calculada ni mucho menos, es decir, que tomó por asalto y sorprendió sobre todo a quienes la hicieron: el trabajo visual es doméstico, básico, simplón, como si nadie hubiese estado esperando que pasara algo como lo que pasó, y a menudo se extrañan en la cinta las formas y los recursos de la ficción, que tanto podrían haber servido para hacerle justicia. (Es más, el principio, el primer acto, que se toma quizás media hora, se siente largo y extraviado y es difícil prestarle mucha atención sin desconcentrarse para pensar en cualquier otra cosa, más que nada en todo el resto de películas que se podría estar viendo) Queda claro que Fogel y su equipo no estaban listos para que Rodchenkov empezara a mostrar los trapos y los orines sucios de la Rusia de los últimos años, pero a juzgar por las reacciones de los más poderosos, y de los escándalos generados a partir de sus testimonios, nadie lo estaba, y claro, mucho menos nosotros, que al final quedamos noqueados no por la fuerza de la película sino por el peso de los chismes que se desprenden de ella.  

Ícaro cobra velocidad y ritmo y alcanza sus mejores momentos hacia el final, cuando Rodchenkov, después de haberse soltado frente a la cámara y resuelto a perseguir su propia y tardía redención, lleva su historia al New York Times y el periódico publica un extenso reportaje que enciende todas las alarmas. Entonces la cinta se vuelve una tragedia épica en la que este antihéroe solitario es aplastado por los martillos del poder: aunque demuestra que Rusia se ha valido de prácticas ilegales para conquistar cimas olímpicas, Rodchenkov debe acogerse a un programa de protección de testigos en Estados Unidos, o sea, debe desaparecer y evaporarse, y mientras las delegaciones de su país siguen compitiendo en distintos eventos deportivos, su familia en Moscú es investigada, perseguida y hostigada por las autoridades. Así, y tras la muerte de uno de sus colegas en circunstancias muy extrañas, el científico que decidió hablar es obligado a callar, las averiguaciones se congelan o se estrellan con muros políticos, y cientos de miles de personas se reúnen en  Rusia para vivir la fiesta del mundial.             

La película, que bien podríamos llamar un accidente con las mismas dosis de fortuna y fatalidad, se estrenó originalmente en enero del año pasado durante el festival de cine de Sundance, donde recibió un premio especial del jurado; luego, en el mismo festival pero en la sede de Londres, consiguió el premio que otorga el público. Sonó, se hizo ver, se hizo notar, y fue adquirida por Netflix, que la ha tenido entre sus contenidos desde hace ya varios meses y se la ha presentado a una audiencia mucho más numerosa de la que podría haber conseguido en salas de cine, sin contar con la gente que se interesó por ella después de que levantara el Óscar. Pero dicen que las cosas pasan por algo y quizá el momento para verla sea este: bajo los efectos de la fiebre que se desborda por los graderíos de los estadios rusos.   

(El Comercio)