Es raro escribir sobre Ícaro, la película que este año se llevó
el Óscar al mejor documental, justo ahora, justo hoy-jueves, mientras el
mundo entero o buena parte de él tiene sus ojos puestos en Rusia, en la
ceremonia de inauguración del mundial de fútbol en ese país y en el primer
partido del campeonato, que los anfitriones van ganando por goleada. Es raro
porque Ícaro es o más bien termina
siendo la historia del sistema de dopaje que, durante largo tiempo y
patrocinado por el mismo estado soviético, ha colaborado para que los atletas
rusos de varias generaciones consigan medallas doradas en competencias
olímpicas. Es la historia del engaño, de la trampa, de la astucia oscura, de
cómo un país poderoso y agresivo ha logrado burlar todos los controles y ha
pasado por encima de todas las autoridades deportivas del planeta: según las
últimas investigaciones, publicadas apenas a finales del 2016, y abarcando
todas las disciplinas posibles, serían más de 1.000 los deportistas envueltos en
esta especie de conspiración que, aparte, no se sabe bien cuándo empezó.
La cinta arranca con una premisa más o
menos simple, algo arriesgada y hasta divertida: Bryan Fogel, el director, que
es además un ciclista aficionado, quiere reproducir la forma en la que Lance
Armstrong se dopó durante años y años sin ser descubierto para ganar una
competencia en Europa. Para esto, y en un principio sin más ambiciones que
mostrar cómo se puede jugar con un medio que presume de su moral y
transparencia, Fogel se inyecta todo tipo de cosas en el cuerpo y se contacta
casi que por casualidad con el doctor Grigory Rodchenkov, figura clave del
programa anti-doping de Rusia y autoridad absoluta en la salud deportiva de su
país. Fogel fracasa rápidamente y sin que su papel tome ningún protagonismo verdadero, pero eso importa
poco, lo que realmente nos engancha y nos hace caminar detrás de la película es
lo que Rodchenkov tiene que contar sobre la industria: cómo diseñó un método
para que los competidores rusos pudieran usar sustancias prohibidas sin ser
detectados; cómo logró que ese método se sostuviera en el tiempo, evolucionando
más rápido que cualquier mecanismo de control; y cómo los gobiernos de su país
han sido parte del plan, promoviéndolo y apoyándolo desde un principio.
La dinámica del documental, basada en la
amistad que se tiende entre el cineasta y el científico, toma cuerpo a medida
que Rodchenkov hace estas confesiones, cada vez más y más graves, y que parecen
los detalles de la trama de una novela de espionaje: el agujero que se cava en Ícaro es mucho más profundo de lo que
podríamos sospechar y esconde un complejo organismo de funcionamiento,
relacionado a su vez con las esferas más altas del poder ruso, que en este
preciso momento encuentran en Vladimir Putin a su ejecutor principal. En este
sentido, el de las revelaciones, Rodchenkov es la plegaria atendida de
cualquier contador de historias. Además de una personalidad tan encantadora
como intensa, que lo convierte en ese tipo de personaje querible, afectivo y
difícil de olvidar propio de Hollywood, posee una cantidad de información más
que privilegiada y parece encontrarse en un momento de la vida en el que el
impulso de contar lo que tiene que contar, aquello que lo ha martirizado
durante quién sabe cuánto, es simplemente incontenible. A ratos es evidente que
el director, Fogel, sólo tuvo que prender la cámara y guardar silencio.
Ahora bien, se nota a leguas que Ícaro no fue una película fríamente
calculada ni mucho menos, es decir, que tomó por asalto y sorprendió sobre todo
a quienes la hicieron: el trabajo visual es doméstico, básico, simplón, como si
nadie hubiese estado esperando que pasara algo como lo que pasó, y a menudo se
extrañan en la cinta las formas y los recursos de la ficción, que tanto podrían
haber servido para hacerle justicia. (Es más, el principio, el primer acto, que
se toma quizás media hora, se siente largo y extraviado y es difícil prestarle
mucha atención sin desconcentrarse para pensar en cualquier otra cosa, más que
nada en todo el resto de películas que se podría estar viendo) Queda claro que
Fogel y su equipo no estaban listos para que Rodchenkov empezara a mostrar los
trapos y los orines sucios de la Rusia de los últimos años, pero a juzgar por
las reacciones de los más poderosos, y de los escándalos generados a partir de
sus testimonios, nadie lo estaba, y claro, mucho menos nosotros, que al final
quedamos noqueados no por la fuerza de la película sino por el peso de los
chismes que se desprenden de ella.
Ícaro
cobra velocidad y ritmo
y alcanza sus mejores momentos hacia el final, cuando Rodchenkov, después de
haberse soltado frente a la cámara y resuelto a perseguir su propia y tardía
redención, lleva su historia al New York
Times y el periódico publica un extenso reportaje que enciende todas las
alarmas. Entonces la cinta se vuelve una tragedia épica en la que este
antihéroe solitario es aplastado por los martillos del poder: aunque demuestra
que Rusia se ha valido de prácticas ilegales para conquistar cimas olímpicas, Rodchenkov
debe acogerse a un programa de protección de testigos en Estados Unidos, o sea,
debe desaparecer y evaporarse, y mientras las delegaciones de su país siguen
compitiendo en distintos eventos deportivos, su familia en Moscú es
investigada, perseguida y hostigada por las autoridades. Así, y tras la muerte
de uno de sus colegas en circunstancias muy extrañas, el científico que decidió
hablar es obligado a callar, las averiguaciones se congelan o se estrellan con
muros políticos, y cientos de miles de personas se reúnen en Rusia para vivir la fiesta del mundial.
La película, que bien podríamos llamar un
accidente con las mismas dosis de fortuna y fatalidad, se estrenó originalmente
en enero del año pasado durante el festival de cine de Sundance, donde recibió
un premio especial del jurado; luego, en el mismo festival pero en la sede de
Londres, consiguió el premio que otorga el público. Sonó, se hizo ver, se hizo
notar, y fue adquirida por Netflix, que la ha tenido entre sus contenidos desde
hace ya varios meses y se la ha presentado a una audiencia mucho más numerosa
de la que podría haber conseguido en salas de cine, sin contar con la gente que
se interesó por ella después de que levantara el Óscar. Pero dicen que las
cosas pasan por algo y quizá el momento para verla sea este: bajo los efectos
de la fiebre que se desborda por los graderíos de los estadios rusos.
(El Comercio)
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