7.02.2018

Un regalo


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Dicen que nada pasa por casualidad. Hace unos días, cuando le pregunté por su hija pequeña, un amigo me respondió esto: a veces creo que nadie debería tener hijos y otras que todo el mundo debería tenerlos. Nos reímos y digamos que con su sabiduría de padre primerizo el asunto quedó zanjado: hasta que fui al cine a ver Tully. La tercera película en la que conspiran y triunfan Jason Reitman y la gran Diablo Cody, que de alguna manera continúa eso de hazte cargo de tu vida aunque parezca una cagada, vuelve al tema y salpica trozos enteros de miedo y esperanza por todas partes.   

Otra vez: nada es coincidencia. Diablo Cody escribió el guión después de haber tenido a su tercer hijo y la historia va sobre una madre que acaba de tener a su tercer hijo. La diferencia –clave– es que Cody debe vivir con más comodidades que Marlo, la protagonista, una mujer en sus cuarentas, de clase media, que ya tiene dos hijos pequeños (uno que quizás sea autista), un esposo tranqui pero que no se entera de nada ni se involucra, y que está harta de partirse en dos o en tres para hacer todo lo que tiene que hacer, lo que toca. En Marlo se siente ese mareo de la gente que no sabe cómo o a qué hora se convirtió en lo que es.

Cuando parece a punto de romperse, Marlo contrata a una niñera para que la ayude por las noches, y las cosas empiezan a cambiar: Tully, joven, bacán, todavía entera y de una buena onda que bordea entre lo místico y lo insoportable, le recuerda a una versión de sí misma que se perdió en el camino de la madurez o que tuvo que hacer a un lado cuando su vida dejo de pertenecerle sólo a ella. Y de ahí en adelante es como si Marlo tratara de aceptar el abandono que supone una vida que no esperaba ni mucho menos perseguía pero de la que tampoco quiere o puede salirse porque en esa vida, mal que mal, hay amor.  

En las conversaciones entre Marlo y Tully, que tienen algo/mucho de esquizofrenia, la madre habla con la niñera como tratando de decirle sálvate de lo que te va a pasar porque es imposible que no te pase, o mírame a mí, yo que pensaba que, o algún día te vas a despertar en otro cuerpo y vas a sentir que eres otra persona, una persona a la que no vas a poder reconocer y que capaz no te guste, pero así también se van asentando en Marlo los vínculos que la unen a su familia, esas cosas que la mantienen en pie y le permiten vivir no a través de otros sino por otros en una especie de alucinación terrenal encantada.    

Como me pasa en las cintas escritas por Diablo Cody, mi punto de quiebre llegó en medio de una secuencia de diálogos, de esas en las que cada línea trepa encima de la otra hasta reventar en alguna verdad que cuesta reconocer pero también causa orgullo reconocer porque, se sabe, uno no puede arrepentirse de ser valiente. Marlo y Tully están en la ciudad, han salido de casa a tomarse unos tragos y pasarla bien, pero llega ese momento en el que tienen que hablar y la niñera dice algo como esto: te convertiste en lo que eres, tu vida es aburrida, tu matrimonio es aburrido, vas a hacer las mismas cosas todos los días pero vas a criar a tus hijos en ese ambiente de seguridad y ese es tu regalo para ellos.

Las mismas cosas.
Todos los días.
Un regalo.

(El Diario Manabita)


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