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Dicen que nada pasa por casualidad. Hace unos días, cuando le pregunté por su hija pequeña, un amigo me respondió esto: a veces creo que nadie debería tener hijos y otras que todo el mundo debería tenerlos. Nos reímos y digamos que con su sabiduría de padre primerizo el asunto quedó zanjado: hasta que fui al cine a ver Tully. La tercera película en la que conspiran y triunfan Jason Reitman y la gran Diablo Cody, que de alguna manera continúa eso de hazte cargo de tu vida aunque parezca una cagada, vuelve al tema y salpica trozos enteros de miedo y esperanza por todas partes.
Otra vez: nada es coincidencia. Diablo
Cody escribió el guión después de haber tenido a su tercer hijo y la historia
va sobre una madre que acaba de tener a su tercer hijo. La diferencia –clave– es
que Cody debe vivir con más comodidades que Marlo, la protagonista, una mujer
en sus cuarentas, de clase media, que ya tiene dos hijos pequeños (uno que
quizás sea autista), un esposo tranqui pero que no se entera de nada ni se
involucra, y que está harta de partirse en dos o en tres para hacer todo lo que
tiene que hacer, lo que toca. En Marlo se siente ese mareo de la gente que no
sabe cómo o a qué hora se convirtió en lo que es.
Cuando parece a punto de romperse, Marlo contrata
a una niñera para que la ayude por las noches, y las cosas empiezan a cambiar:
Tully, joven, bacán, todavía entera y de una buena onda que bordea entre lo místico
y lo insoportable, le recuerda a una versión de sí misma que se perdió en el
camino de la madurez o que tuvo que hacer a un lado cuando su vida dejo de
pertenecerle sólo a ella. Y de ahí en adelante es como si Marlo tratara de aceptar
el abandono que supone una vida que no esperaba ni mucho menos perseguía pero
de la que tampoco quiere o puede salirse porque en esa vida, mal que mal, hay
amor.
En las conversaciones entre Marlo y Tully,
que tienen algo/mucho de esquizofrenia, la madre habla con la niñera como tratando
de decirle sálvate de lo que te va a pasar porque es imposible que no te pase,
o mírame a mí, yo que pensaba que, o algún día te vas a despertar en otro
cuerpo y vas a sentir que eres otra persona, una persona a la que no vas a
poder reconocer y que capaz no te guste, pero así también se van asentando en
Marlo los vínculos que la unen a su familia, esas cosas que la mantienen en pie
y le permiten vivir no a través de
otros sino por otros en una especie
de alucinación terrenal encantada.
Como me pasa en las cintas escritas por
Diablo Cody, mi punto de quiebre llegó en medio de una secuencia de diálogos, de
esas en las que cada línea trepa encima de la otra hasta reventar en alguna
verdad que cuesta reconocer pero también causa orgullo reconocer porque, se
sabe, uno no puede arrepentirse de ser valiente. Marlo y Tully están en la
ciudad, han salido de casa a tomarse unos tragos y pasarla bien, pero llega ese
momento en el que tienen que hablar y
la niñera dice algo como esto: te
convertiste en lo que eres, tu vida es aburrida, tu matrimonio es aburrido, vas
a hacer las mismas cosas todos los días pero vas a criar a tus hijos en ese
ambiente de seguridad y ese es tu regalo para ellos.
Las mismas cosas.
Todos los días.
Un regalo.
(El Diario Manabita)
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