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Loving
Vincent, la película que
cuenta los últimos días del pintor holandés Vincent Van Gogh, fue atacada por
la crítica norteamericana desde el principio, desde su estreno a finales del
2017: dijeron que era un espectáculo, sí, pero que la historia no lograba
sostenerse; dijeron que podía hacer realidad el sueño de ver a las obras de
arte cobrar vida propia, sí, pero que la trama era vacía; dijeron que era un
caramelo para los ojos, sí, pero que, como todos los caramelos, alto en calorías
y bajo en contenido nutricional. Fue como una campaña montada en su contra.
Quizá por eso nadie terminó de sorprenderse cuando, a comienzos del 2018,
perdió el Óscar en la categoría de Mejor Película Animada frente a Coco, la gran cinta –todo hay que
decirlo– con la que compitieron los estudios Disney-Pixar. De ahí en adelante
el destino de Loving Vincent se ha
vuelto incierto: empezó deslumbrando al público en varios festivales de cine
alrededor del mundo, pero tras perder la estatuilla se extravió en el camino y
ahora vaga en busca de cariño. El mío, al menos, se lo ganó.
La vi ya después de cualquier polémica o
discordia, tranquilo, en casa y a solas, como creo que se debe ver una película
así. Fue como abrir la puerta hacia un túnel para luego caminarlo y sentir cómo
los colores se movían sobre mi cabeza y debajo de mis pies, una experiencia
psicodélica y alucinógena, una especie de caída en un pozo sin fondo cuyas
paredes reflejan apariciones brillantes y melancólicas. (Hasta me pregunté, varias
veces, cómo sería verla con un aditivo reventando en la cabeza y chorreando por
el torrente sanguíneo) La trama parece salida de una novela negra, de
detectives borrachos, y sucede casi toda en Auvers-sur-Oise, el pequeño pueblo
en el norte de Francia al que se mudó Van Gogh para estar más cerca de los
médicos que lo atendían, donde se metió un tiro en el cuerpo y horas después escupió su último suspiro. Y
aunque el misterio sea el mismo que ronda la historia del pintor desde hace más
de un siglo y despierte las mismas preguntas, ¿por qué?, ¿cómo?, ¿se mató o lo
mataron?, Loving Vincent alcanza y
propone sus propias conclusiones.
Vincent Van Gogh murió a los 37 años
dejando atrás miles de obras de arte, entre ellas más de 800 pinturas al óleo,
y los diagnósticos que tratan de identificar la enfermedad que lo aquejaba,
aquella que lo llevó a empujarse el disparo en las entrañas, siguen apareciendo
hasta el día de hoy: se habla de epilepsia, desorden de personalidad límite,
maniaco depresión o la enfermedad de Ménière (afectación del balance producida
en el oído interno); y con más frecuencia de bipolaridad, conocida por algunos
como “la enfermedad de los genios”, ya que se la relaciona con creadores como
Miguel Ángel, Victoria Woolf y Tchaikovsky. La de Van Gogh, entonces, no es una
historia fácil de contar, mucho menos si se evade, como en este caso, la
tentación de encuadrarlo como otro genio-torturado-por-sus-propios-demonios.
Aquí es donde Loving Vincent apuesta
y gana, se la juega por los testimonios –reales o no, eso no importa– de varios
personajes que conocieron al artista (muchos de ellos, además, protagonistas de
sus pinturas), y arma un retrato hablado y complejo.
El personaje principal es Armand Roulin,
el hijo de un cartero parisino que busca a Theo, el hermano de Vincent, para
entregarle la última carta que escribió el pintor, y que en el camino va
descubriendo los detalles siempre contradictorios que cercaron su muerte: como
en un thriller bucólico, los
testimonios se contradicen y las muchas versiones de la verdad se chocan. Así
es como se expande el mito, como nosotros nos vemos involucrados en el medio
del drama y como los cuadros siguen persiguiéndose uno tras otro en un desfile
sobrecogedor: fueron 125 artistas los que animaron esta película y pintaron al
óleo más de 65.000 imágenes partiendo de las obras más conocidas de Van Gogh,
en un proceso que contempló diez años de principio a fin. Y vaya que valió la
pena, porque todo lo que se alcanza a ver impresiona y se percibe como una galería
acaso infinita y en movimiento constante: aquí se logra eso de que el verdadero
arte nunca se detiene. Parecería que Loving
Vincent, en vez de buscar la captura de un momento, anhela las
circunstancias que produjeron ese momento y en ese anhelo consigue atrapar el
espíritu de las cosas.
Aunque empezó a pintar tarde, casi a los
treinta años, sin ninguna instrucción formal y sin más reconocimiento que el de
unos pocos buenos amigos, Van Gogh trabajaba obsesivamente en sus cuadros, como
un obrero que cumple riguroso los horarios estrictos de una fábrica implacable.
Su trabajo, que lo ocupaba desde las primeras horas de la mañana hasta los
confines de la tarde, y que realmente consistía en ser quien quería ser, fue su obsesión y la verdad es que no pudo o
no supo vivir mucho más allá del borde de sus lienzos. Su otro vicio, por así
decirlo, era escribir correspondencia, cartas que más bien eran los capítulos
sueltos de un gran diario autobiográfico en el que pegaba, a veces a la fuerza,
los trozos de su vida, transformándolos también en parte de su obra. En Loving Vincent se escuchan, como
narraciones en off, algunas líneas de
estas cartas, y las más poderosas aparecen al final, cuando Van Gogh dice que todo lo que quiere un artista es mostrar lo
que lleva en el corazón. Esta sentencia, romántica, valiente, imposible,
revela las verdaderas intenciones de todos los que buscamos algún consuelo en
el arte, de los que queremos arreglar la vida y componer el mundo con rasguños
y gritos desesperados.
Loving Vincent nos acerca a un personaje, sí; nos acerca
a una historia, sí; nos acerca y nos hace caminar por sobre la orilla movediza
de la locura, sí, también; pero no es de eso de lo que se trata. Después de
transitar la cinta, de doblar por sus esquinas y escondernos en las sombras de
sus callejones, queda claro que algo nos pasó, que algo nos está pasando, y ese
algo tiene que ver con lo que llevamos dentro y pocas veces nos atrevemos a
mirar, con el resplandor que nos ilumina los huesos y nos mueve hacia adelante
todos los días.
(Mundo Diners)
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