7.09.2018

Van Gogh en movimiento


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Loving Vincent, la película que cuenta los últimos días del pintor holandés Vincent Van Gogh, fue atacada por la crítica norteamericana desde el principio, desde su estreno a finales del 2017: dijeron que era un espectáculo, sí, pero que la historia no lograba sostenerse; dijeron que podía hacer realidad el sueño de ver a las obras de arte cobrar vida propia, sí, pero que la trama era vacía; dijeron que era un caramelo para los ojos, sí, pero que, como todos los caramelos, alto en calorías y bajo en contenido nutricional. Fue como una campaña montada en su contra. Quizá por eso nadie terminó de sorprenderse cuando, a comienzos del 2018, perdió el Óscar en la categoría de Mejor Película Animada frente a Coco, la gran cinta –todo hay que decirlo– con la que compitieron los estudios Disney-Pixar. De ahí en adelante el destino de Loving Vincent se ha vuelto incierto: empezó deslumbrando al público en varios festivales de cine alrededor del mundo, pero tras perder la estatuilla se extravió en el camino y ahora vaga en busca de cariño. El mío, al menos, se lo ganó.

La vi ya después de cualquier polémica o discordia, tranquilo, en casa y a solas, como creo que se debe ver una película así. Fue como abrir la puerta hacia un túnel para luego caminarlo y sentir cómo los colores se movían sobre mi cabeza y debajo de mis pies, una experiencia psicodélica y alucinógena, una especie de caída en un pozo sin fondo cuyas paredes reflejan apariciones brillantes y melancólicas. (Hasta me pregunté, varias veces, cómo sería verla con un aditivo reventando en la cabeza y chorreando por el torrente sanguíneo) La trama parece salida de una novela negra, de detectives borrachos, y sucede casi toda en Auvers-sur-Oise, el pequeño pueblo en el norte de Francia al que se mudó Van Gogh para estar más cerca de los médicos que lo atendían, donde se metió un tiro en el cuerpo y  horas después escupió su último suspiro. Y aunque el misterio sea el mismo que ronda la historia del pintor desde hace más de un siglo y despierte las mismas preguntas, ¿por qué?, ¿cómo?, ¿se mató o lo mataron?, Loving Vincent alcanza y propone sus propias conclusiones. 

Vincent Van Gogh murió a los 37 años dejando atrás miles de obras de arte, entre ellas más de 800 pinturas al óleo, y los diagnósticos que tratan de identificar la enfermedad que lo aquejaba, aquella que lo llevó a empujarse el disparo en las entrañas, siguen apareciendo hasta el día de hoy: se habla de epilepsia, desorden de personalidad límite, maniaco depresión o la enfermedad de Ménière (afectación del balance producida en el oído interno); y con más frecuencia de bipolaridad, conocida por algunos como “la enfermedad de los genios”, ya que se la relaciona con creadores como Miguel Ángel, Victoria Woolf y Tchaikovsky. La de Van Gogh, entonces, no es una historia fácil de contar, mucho menos si se evade, como en este caso, la tentación de encuadrarlo como otro genio-torturado-por-sus-propios-demonios. Aquí es donde Loving Vincent apuesta y gana, se la juega por los testimonios –reales o no, eso no importa– de varios personajes que conocieron al artista (muchos de ellos, además, protagonistas de sus pinturas), y arma un retrato hablado y complejo.   

El personaje principal es Armand Roulin, el hijo de un cartero parisino que busca a Theo, el hermano de Vincent, para entregarle la última carta que escribió el pintor, y que en el camino va descubriendo los detalles siempre contradictorios que cercaron su muerte: como en un thriller bucólico, los testimonios se contradicen y las muchas versiones de la verdad se chocan. Así es como se expande el mito, como nosotros nos vemos involucrados en el medio del drama y como los cuadros siguen persiguiéndose uno tras otro en un desfile sobrecogedor: fueron 125 artistas los que animaron esta película y pintaron al óleo más de 65.000 imágenes partiendo de las obras más conocidas de Van Gogh, en un proceso que contempló diez años de principio a fin. Y vaya que valió la pena, porque todo lo que se alcanza a ver impresiona y se percibe como una galería acaso infinita y en movimiento constante: aquí se logra eso de que el verdadero arte nunca se detiene. Parecería que Loving Vincent, en vez de buscar la captura de un momento, anhela las circunstancias que produjeron ese momento y en ese anhelo consigue atrapar el espíritu de las cosas.  

Aunque empezó a pintar tarde, casi a los treinta años, sin ninguna instrucción formal y sin más reconocimiento que el de unos pocos buenos amigos, Van Gogh trabajaba obsesivamente en sus cuadros, como un obrero que cumple riguroso los horarios estrictos de una fábrica implacable. Su trabajo, que lo ocupaba desde las primeras horas de la mañana hasta los confines de la tarde, y que realmente consistía en ser quien quería ser, fue su obsesión y la verdad es que no pudo o no supo vivir mucho más allá del borde de sus lienzos. Su otro vicio, por así decirlo, era escribir correspondencia, cartas que más bien eran los capítulos sueltos de un gran diario autobiográfico en el que pegaba, a veces a la fuerza, los trozos de su vida, transformándolos también en parte de su obra. En Loving Vincent se escuchan, como narraciones en off, algunas líneas de estas cartas, y las más poderosas aparecen al final, cuando Van Gogh dice que todo lo que quiere un artista es mostrar lo que lleva en el corazón. Esta sentencia, romántica, valiente, imposible, revela las verdaderas intenciones de todos los que buscamos algún consuelo en el arte, de los que queremos arreglar la vida y componer el mundo con rasguños y gritos desesperados.

Loving Vincent nos acerca a un personaje, sí; nos acerca a una historia, sí; nos acerca y nos hace caminar por sobre la orilla movediza de la locura, sí, también; pero no es de eso de lo que se trata. Después de transitar la cinta, de doblar por sus esquinas y escondernos en las sombras de sus callejones, queda claro que algo nos pasó, que algo nos está pasando, y ese algo tiene que ver con lo que llevamos dentro y pocas veces nos atrevemos a mirar, con el resplandor que nos ilumina los huesos y nos mueve hacia adelante todos los días.

(Mundo Diners)

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