6.29.2015

Fare Thee Well (un tributo)


Me fui. No le dije nada a nadie. Sólo lo hice. Me paré y me fui. Se sintió bien. Ahora que lo pienso, hace rato que no me sentía tan bien, tan libre. Subí a mi auto y manejé siete horas en la dirección equivocada. ¿Hay alguna dirección correcta? ¿Algún lugar donde deba estar? No creo. ¿En casa, con mis hijos? Ya es muy tarde para eso, ellos, mal que mal, saben el padre que tienen, y saben que no están solos. ¿En la oficina? Cuando el viejo me dijo que yo era su ballena blanca, que por fin me había pescado: en ese momento me perdió.

Y yo me perdí. Me perdí por voluntad propia, que es la mejor manera de perderse. Tengo dinero, tengo tiempo, y no me veo mal. Lo que tengo, creo, es carácter; personalidad, para bien o para mal. A veces, incluso, creo que soy un personaje en una serie de televisión y que mi destino no depende enteramente de mí. Es una buena sensación esa de creer que alguien más se está haciendo cargo de ti, que alguien, en algún lado, está escribiendo la próxima escena. A mí ya no me quedan escenas, creo. No me quejo. La pasé bien, aunque hice mucho daño.

La gente piensa que uno hace las cosas después de haberlas pensado por un rato, que uno actúa con conocimiento de causa. En rigor, la gente piensa que uno sabe lo que hace.  No es así. La mayoría de veces uno no tiene tiempo para pensar. La mayoría de veces uno ni siquiera actúa, sólo reacciona. Y cuando reaccionas, cuando explotas, las esquirlas salen volando y lastiman a los inocentes. Los daños colaterales no son culpa mía, ¿o sí? Podría hacerme responsable por los efectos secundarios, por haber abandonado y dañado a tanta gente que me quiso. Pero no más que eso.

He solucionado las cosas como mejor he podido, con dinero, con whisky, con mujeres. Lo sé. Pero, créanme, sólo quería zafar, y zafé. Me escapé de todo eso que alguna vez fui. Manejé para encontrar una mujer que a lo mejor ya no existe porque quería estar con ella, empezar una vida, otra vida. Pero no estaba. No está. No siempre te sale. Las cosas fallan más de lo que uno quisiera. Terminé durmiendo en un motel, solo, y una noche, después de haberme emborrachado con ellos, unos militares retirados entraron a mi cuarto y me acusaron de haberles robado su dinero. Me dieron en la cara con una guía telefónica. Duele.

Después de eso cometí otros errores. Más que errores, hice cosas que no tenía por qué hacer, cosas para distraerme, para no pensar demasiado. Viajé solo, pero un hombre, vaya donde vaya, lleva toda su vida encima, ¿recuerdan? Puedes borrarte, desaparecer, pero no puedes deshacer lo que hiciste o decir que no dijiste las cosas que dijiste. Lo peor, sin duda, es no poder parar de pensar, de recordar, de dudar. No hay dinero suficiente para eso. Una vez firmé un cheque por un millón de dólares, se lo entregué a una mujer y le dije quiero que tengas la vida que mereces. En realidad, estaba tratando de comprarme algo de paz. No funcionó.

Al final me quedé solo. Pudo ser peor. Todavía podría ser peor, supongo. Al principio me dio miedo, mucho miedo; entendí, quizás por primera vez en mi vida, que nunca había estado solo. Pero se me pasó, se me está pasando, ¿pasará? Estoy en una especie de comuna en lo alto de una montaña desde donde se ve el mar más azul que jamás hayan visto. Estoy rodeado de gente que no conozco y que no sé si quiero conocer, pero ayer un tipo contó una historia, dijo que había tenido un sueño en el que estaba dentro de una refrigeradora, que la gente abría y cerraba la puerta y la luz de la refrigeradora se prendía y se apagaba cada vez; al final dijo que nadie, nunca, lo escogía, y se puso a llorar. Su historia me llegó y hace rato que nada me llegaba. Me levanté y lo abracé. Lloré con él. Y se sintió bien. Como si me estuviera vaciando.

Es un buen momento para estar solo. Ojalá dure. Me fui para dejar atrás todo lo que odiaba de mí mismo. Desaparecí para poder aparecer en otro lado. Y aquí estoy. Quizás me encuentre, quizás no. Tal vez estoy más perdido que antes. No lo sé. Es bueno no saber. Es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.    
              

6.22.2015

Lo que haremos para no estar solos


Le diremos te quiero a gente que no queremos. Llamaremos a esa gente y le diremos te extraño, quiero verte, te necesito, aunque sea mentira, aunque no tengamos ganas de ver a esa gente ni extrañemos a esa gente ni, muchísimo menos, necesitemos de esa gente. Aunque sí, vaya que estamos necesitados. Marcaremos ese número que siempre contesta y hablaremos con esa gente que siempre contesta y esa gente vendrá a nuestra casa o nosotros iremos a la suya y mentiremos y mentiremos y mentiremos hasta que esas mentiras se conviertan en sexo. Cuando todo haya terminado, cuando todo haya terminado varias veces, daremos un abrazo y sabremos que al final todo lo que buscábamos era eso, un abrazo, pero pronto, muy pronto, demasiado pronto, ese abrazo nos dará asco y será una prisión de la que saldremos con cualquier excusa. Entonces volveremos a mentir. Y diremos que no, que no acabamos adentro, pero que por favor tómate la pastilla. Y diremos que sí, que siempre usamos condón. Y diremos, también, que nos han pasado cosas, que hemos conocido otra gente, pero que nada ha sido realmente importante. Y nos aprovecharemos de la gente que nos quiere, que siempre nos ha querido, que ha traicionado a sus parejas por nosotros: la gente que sería capaz de dejarlo todo en cualquier momento para ser nuestra por toda la vida. Y usaremos la tristeza de esa gente para nuestro beneficio, para sentirnos acompañados. Y allí, sólo allí, en ese momento de vanidad, seremos honestos por unos minutos y diremos que estamos tristes y que nos sentimos solos y que nos cuesta salir de la cama por las mañanas y que tomamos pastillas para dormir por las noches y también por las tardes y que pasamos el día más o menos drogados, con las cortinas corridas, escondiéndonos del sol hasta que cae la noche y podemos mentirnos de nuevo, decir que sí, que lo logramos, que sobrevivimos a otro día, que mañana las cosas serán distintas, que nosotros seremos personas distintas aunque tengamos la boca llena con las mismas pastillas de la noche anterior y las traguemos con mucha agua y digamos, de nuevo, otra vez, mañana, mañana sí, mañana voy a levantarme temprano y voy a hacer ejercicio y voy a ponerme al día en el trabajo y voy a llamar a mis amigos y si no es mañana será pasado o la próxima semana pero pronto, pronto, conoceré a alguien que será la luz de la que ahora estoy corriendo. Volveremos a mentirnos. Volveremos a mentir. Diremos cualquier cosa que quieras escuchar. Escucharemos. Escucharemos en silencio y sin mucha atención. Escucharemos mientras pensamos en cualquier otra cosa. Escucharemos sólo con los ojos (¿puedes ver que están vacíos? ¿puedes distinguir una mirada que tiene detrás a un hombre de una mirada que no tiene nada detrás?). Escucharemos mientras pensamos nada de lo que me estás diciendo me importa realmente. Escucharemos para tenderte una trampa. Escucharemos y diremos sí, no, más o menos, no te creo, ya, increíble, lo siento mucho. Diremos un par de cosas, no muchas, igual nada será cierto. Sólo escucharemos hasta que llegue nuestro turno de hablar. Tú dirás algo y nos harás reír y veremos tu sonrisa, y, esto es cierto, tendremos ganas de querer esa sonrisa, de enamorarnos de esa sonrisa, de que esa sea la sonrisa que nos acompañe todos los días, esto es algo que intentaremos con todas nuestras fuerzas, aunque no parezca, aunque todas nuestras fuerzas sean estar desnudos debajo de una sábana, sin movernos, pensando. Esas son, en serio, todas nuestras fuerzas. Y diremos podría quedarme aquí, esta podría ser mi casa, este podría ser mi hogar, podríamos construir algo juntos. Pero al final, horas o días después, nos iremos o inventaremos cualquier cosa para que te vayas. Y diremos fue lindo verte. Y diremos tranquila, todo va a estar bien. Y diremos la pasé increíble, veámonos pronto. Y diremos gracias, gracias por todas esas cosas que me dijiste, en serio. Pero no recordaremos nada. 

(SoHo

6.16.2015

Bros


Uno de los Deadheads más instruidos que conozco me dijo que para entender el talento y el aporte del guitarrista Bob Weir a la identidad musical de Grateful Dead hay que pasar horas, días o hasta meses enteros acostado entre parlantes, fumando marihuana hasta quemarte los labios, tratando de escuchar qué es eso –todo eso– que pasa detrás y al lado y también por encima de los solos de Jerry García. Bob Weir es, sin duda, el mejor segundo guitarrista en la tradición psicodélica que salió de San Francisco a finales de los 60’s. Quizás porque nunca consideró el ritmo como la unión de las partes sino como un todo: un lugar en el que caminas, respiras y te mueves con naturalidad.

Claro, existen y ya existían Los Beatles, donde cada uno tenía su papel bien definido aunque a veces jugaran a cambiarse los zapatos; Los Stones y esa competencia asumida a todas luces entre el músico y el rockstar, entre el guitarrista y el cuerpo celeste; y hasta los hermanos Allman si alguien hubiese podido competir con el viejo Duane, pero ni siquiera Clapton estuvo a la altura. La diferencia, que recuerda un poco a la dinámica comunal de The Band (esa conversación folk a las orillas de un río), es que Bob Weir siempre tocó para la rola y el misterio, es decir, siempre estuvo tan sorprendido como nosotros de lo que podía pasar en una improvisación de veinte minutos.

En The Other One: The Long Strange Trip of Bob Weir, el documental producido por Netflix –ojo, HBO, alguien está ganando terreno a pasos agigantados–, el más atrevidamente arrítmico de los guitarristas rítmicos, que se unió a la banda cuando tenía apenas 16 años y se dedicó a tomar ácido una vez por semana por lo menos durante un año antes de encontrar su sonido, reconoce que su trabajo está basado en las generosas manos del pianista de jazz McCoy Turner, eterno cómplice del gran aunque sobregirado y a ratos egoísta John Coltrane. Eso es lo que hace Weir, tocar para los demás al frente del escenario, hide in plain sight. Se sabe: cuando haces bien tu trabajo, nadie lo nota.

En la mirada de Bob Weir, que tiene casi 70 años y una colección de más de 100 guitarras, hay algo que se perdió o, mejor dicho, que se sacrificó por un bien mayor: sus ojos parecerían estar pensando cada uno en lo suyo y sus pensamientos dan la impresión de ser una mezcla de recuerdos extraviados buscando un ancla o una coincidencia cronológica o cuando menos un rastro de pan en medio del bosque. Se nota que se le fue la mano: con las drogas, con las mujeres, con la música, con todo, pero no parece haber en su mirada colgada y lenta ni el más mínimo rastro de arrepentimiento, al contrario, da un poco de envidia y cuando toca y su voz aparece por entre su barba revuelta uno piensa que sí, que se puede envejecer con dignidad.

A veces hay que cederle parte de tu vida y tus neuronas al destino para conseguir lo que otros no alcanzan ni después de muertos. Grateful Dead, dice Weir, tocó al menos 3000 veces en vivo y eso, más las horas de ensayo, composición y grabación, lo convierten en uno de los músicos con más horas de vuelo de la historia. No es poco.

Desde su título, el documental es absolutamente honesto al lidiar con la figura que siempre opacó a Weir. Jerry García, el guitarrista y cantante y símbolo de la banda, no podrá ser superado por la memoria ni apagado por el tiempo. García es más grande que su propio legado; sin quererlo, se convirtió en el Dios de esa cultura empeñada en dilatar y plagiar –a menudo de la peor manera– los 60’s, esa generación que no aceptó su lugar en la historia y prefirió drogarse con la excusa de un concierto de Grateful Dead antes que despertar. García murió a los 52 años en eso que elegantemente se llama “clínica de reposo”, tenía sobrepeso, complicaciones cardiacas, severos problemas de colesterol y era adicto a la heroína. Es más, según Bob Weir, durante la última gira de la banda con García, en 1995, Jerry le pidió que fuera su bagman, o sea, que le cuidara la droga y no le diera más de lo que tenía que darle cada noche. Pero, dice Weir, ese no era todo el problema, García se había vuelto tan famoso, tan reconocido y paranoico, que no podía salir a la calle y pasaba los días encerrado en su departamento pinchándose y comiendo frituras para calmar la ansiedad. La fama, a la que siempre le huyó –ni siquiera fue a la inducción de la banda en el Rock and Roll Hall of Fame– terminó arrinconándolo de todas maneras. 

Durante su último concierto, en Chicago, al despedirse, Jerry le dijo a Bob, “siempre nos reímos, Bob, siempre nos reímos”. 

La banda que arruinó el festival de Woodstock porque había tomado tanto ácido que las guitarras se convirtieron en serpientes y apenas pudieron tocar un par de acordes (esto no sale en el documental, es parte del mito), tuvo su primer hit a finales de los ochentas, la gran y ansiolítica y antidepresiva Touch of Grey, que los llenó de dinero pero también convirtió sus conciertos en una especie de circo-rave-hippie donde todo estaba permitido y la música era lo de menos. Quizás allí, cuando la música dejó de escucharse, el show ya no pudo continuar.

Muy sutilmente, como corresponde, el documental enfrenta a Bob Weir con ese momento en el que tiene que escoger entre salvar su vida o morir junto a su hermano. Llegado el momento, Weir se alejó de las drogas, empezó a practicar yoga y a alimentarse saludablemente mientras Jerry seguía creciendo a lo ancho y sudaba al subir un par de escaleras. Debe ser difícil ver como alguien que quieres tanto se va acabando de a poco; mirar hacia otro lado sabiendo exactamente lo que va a pasar.
  
La biografía de Bob Weir ha sido, sí, un largo y extraño trip del que no cualquiera hubiese salido con vida; pero hay un momento clave, definitorio, cuando Weir reconoce que García estaba perdido y que él aún tenía oportunidad de salvarse. Esas, supongo, son las decisiones que separan a un hombre de un niño. Un hombre prefiere vivir. Aunque sea más despacio, más lento, incluso más aburrido. Un hombre prefiere vivir.