12.17.2018

Gente como uno


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Hacia el final de su vida, ya retirado de Hollywood y gozando de un pasado que cualquier artista envidiaría y robaría si pudiera, Billy Wilder, descomunal entre los más grandes, sin duda uno de los mejores escritores de todos los tiempos, dijo que la diferencia entre su carrera y la de otros cineastas era que mientras los demás hacían “cine”, él sólo pretendía hacer “películas” (y vaya que las hizo, la peor de Wilder supera cualquier día a la mejor de muchos). Se refería a que lo que realmente importa, o le importaba a él, era entretener, conmover, traficar emociones y ser el punto de fuga por el que la audiencia se escapa de su propia realidad. Algo similar le dijo Matthew Weiner a la prensa tras el estreno de los primeros capítulos de su nueva serie, Los Romanov, mientras contaba que una de las reglas impuestas en el cuarto de escritores del show era la siguiente: las ideas (especialmente las intelectuales) no tienen lugar en el entretenimiento. Y hasta puso un ejemplo: la política no es una historia, pero un hombre que se convierte en político sí lo es. El tema, entonces, es la gente.

Matthew Weiner partió como escritor casi fantasma en shows de televisión que, como Becker, nadie o casi nadie recuerda, se afianzó como guionista en varios episodios de Los Soprano, y se consolidó como un autor de tomo y lomo al crear Mad Men, la serie que lo puso en el ojo del huracán, que hizo que la gente volteara a mirar en su dirección o mejor dicho que la gente mirara lo que él quisiera. Mad Men tuvo siete temporadas entre el 2007 y el 2015, recogió una legión de fanáticos y premios, trajo de vuelta la estética de los 60’s y hasta influyó peligrosamente en la moral de gente que se identificó demasiado con los personajes: de pronto todos querían beber en la oficina y tener amantes. Nada mal para un tipo más bien desconocido que apenas pasaba de los cuarenta cuando se lanzó la serie. Pero luego, claro, apareció la pregunta clave, ¿cómo superarse a uno mismo? Matthew Weiner se tomó su tiempo para pensarlo, mientras tanto escribió una novela llamada Heather, The Totality, y ya con la mente y los dedos otra vez afilados volvió a la televisión.    
Los Romanov aparece tres años después del final de Mad Men y propone algo totalmente distinto. Una sola temporada, ocho episodios de más o menos hora y media de duración e independientes salvo por un detalle: en cada uno aparece algún personaje que dice ser descendiente de los Romanov, la familia real rusa, asesinada por los bolcheviques hace exactamente un siglo. A Weiner, lo sabemos desde Mad Men, le gusta meterse con la clase acomodada, quizás porque así puede librarse de los problemas más elementales de la sociedad y concentrarse en traumas personales, privados, cercanos incluso viniendo de esos escenarios de privilegio. Lo que sostiene a su nueva serie, que bien podría tomarse como un festival de ocho largometrajes dirigidos todos por el mismo Weiner, es justo eso: no importa cuán lejos estemos de la aparente cotidianidad de los personajes, porque todos, mal que mal, hemos pasado por algo como lo que ellos están pasando: la fragmentación de la familia, la psicótica separación de una pareja, el amor sin límites hacia los hijos, la relación de dos amantes que no saben cómo abandonarse, esa sensación de que todos los demás están locos o que de que el único loco aquí soy yo.   

Ahora bien, volviendo al tema de entrada, el entretenimiento, hay que decir que en Los Romanov no hay contemplaciones ni respiros ni descansos, es como si en cada historia hubiese un cierto apuro, un afán por mantener el conflicto siempre a flote, por hacer que los personajes se enfrenten entre sí y finalmente contra ellos mismos, que es más o menos a lo que nos dedicamos nosotros también día tras día. En el séptimo capítulo (es el único que voy a citar porque no tiene sentido referirme a ocho tramas distintas), para mí el mejor de todos (el peor es uno en el que la Ciudad de México aparece como un suvenir para gringos) una pareja norteamericana viaja a Rusia con la intención de adoptar un bebé; cuando tienen al niño en brazos, se dan cuenta de que algo anda mal, el pequeño no responde a ningún estímulo, y sospechan que sufre de algún tipo de retraso mental; luego, en la habitación de un hotel, discuten sobre si deben quedarse o no con la criatura; ella dice que no se hará cargo de un niño con discapacidad, él dice que si ella no quiere ese bebé ya no tiene sentido que estén juntos.  

En esa escena, que nos conduce hacia la resolución del séptimo capítulo, se logra todo aquello a lo que un narrador podría aspirar en una situación semejante: la tensión crece detrás de cada línea de diálogo, los silencios que se interponen entre una palabra y otra son una espesa tortura porque uno adivina o cree adivinar lo que esa gente está pensando y sintiendo, los personajes aparecen desnudos, potenciados a su máxima capacidad pero también reducidos a sus instintos más primitivos, los dos tienen razón y los dos están equivocados, así que no se puede tomar parte (esto es lo más angustiante y lo que hace del conflicto una cuestión de principios), ambos se mueven dentro de una pequeña habitación como dos ejércitos tratando de avanzar a la vanguardia en un campo minado, aparece, latente, la posibilidad de que esa persona a la que juraste amar hasta la muerte sea de hecho una persona horrible, la peor de las personas, y aparece también la sospecha de que a la hora de la hora no somos ni tan humanos y ni tan generosos ni tan valientes como creíamos.      

Haciendo a un lado, lo juro, las pulsaciones que me causó ese séptimo capítulo (si sólo van a ver uno, insisto, vean ese), esa escena que me hizo sentir como en un teatro o más bien atrapado sobre el escenario de un teatro, incómodo y aterrado pero al mismo tiempo atado irremediablemente a la respiración caliente de los actores, Los Romanov alcanza en varios momentos un grado de ebullición en el que el entretenimiento, quizá muy a pesar de Matthew Weiner, se eleva y cobra un grado de arte inclusivo que de alguna manera nos contiene y nos vuelve parte de su intimidad.

Y, por último, un rasgo particular: hay algo que se transmite entre capítulo y capítulo, el deseo a ratos perverso de que la familia continúe y el linaje se propague por el resto de la eternidad. Como si el mundo necesitara de ellos para ser mundo. Eso: existir para siempre. ¿No es lo que todos queremos aún sabiendo que no es posible o precisamente por eso? Los Romanov de esta generación, descendientes de una estirpe asesinada a sangre fría, se niegan a desaparecer. Pasa en las mejores familias.   

(El Comercio) 

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