3.01.2016

I LOVE RINGO



A los seis años, en un quirófano del Hospital para Niños de la calle Myrtle de Liverpool, le quitaron el apéndice y el espacio que los médicos dejaron vacío fue asaltado enseguida por una peritonitis que le sopló las vísceras, lo mantuvo en coma durante varios días y en reposo durante más de un año. Pero se salvó y esa intermitencia en el mundo, ese llegar un poco antes o un poco después que aún conserva cuando toca, le enseñó a respirar a destiempo. Entre los trece y los quince años, esa edad en la que uno empieza a intuir lo que algún día será, vivió internado en un sanatorio, aplastado por el peso de la tuberculosis atravesándole las costillas. Pero se salvó y fue allí, acostado en una cama de metal y por recomendación de las enfermeras, donde tocó un tambor por primera vez y manoseó los rasgos redondos de su destino. En octubre de 1988, casi veinte años después de la separación de Los Beatles, dos décadas que gastó bebiendo y drogándose y haciendo cosas que ya no recuerda, tras una noche en la que destrozó su casa y también el rostro de su esposa, Ringo Starr se internó en una clínica de rehabilitación en Tucson, Arizona. Y volvió a salvarse. Y volvió a tocar.

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La fila comienza en las puertas de un teatro, sobre la avenida Flatbush, en Brooklyn, Nueva York, y da vuelta a la cuadra. La gente que frecuenta conciertos de rock suele aprovechar este tiempo muerto para intoxicarse de alguna manera, pero este, aunque lo fue, ya no es ese tipo de gente. Las mujeres llevan mallas ajustadas pero blusas bastante holgadas, y los hombres marchan en pantalones tipo kaki, con pinzas, y en vez de preguntarle al de atrás o al de adelante cuánto cuestan las pepas de éxtasis y quién las vende, se miran los zapatos y dicen cosas como esos se ven súper cómodos, ¿qué marca son?, ¿los compraste en Internet?, ¿los venden en café?

El telón del Kings Theatre, abierto en 1929 y con capacidad para más de 3.000 personas, está corrido y el escenario está decorado como si este fuera un show para niños: monstruos de cartón y una pequeña constelación de estrellas infladas como globos que sonríen con la inocencia geométrica de las calabazas en Halloween. Hoy, sábado 31 de octubre del 2015, Ringo y su All Starr Band cierran un año que los ha llevado a siete países en ocho meses de tour bajo el manto de una telaraña de fantasía. La gente se acomoda más bien tranquila en los asientos recubiertos de terciopelo rojo. Steve Van Zandt, guitarrista de la mítica E Street Band de Bruce Springsteen y articulación capital del legendario reparto de Los Sopranos, camina apurado por el pasillo buscando su asiento en las primeras filas. La nostalgia metálica de una generación que ya camina sobre sus años dorados aparece en el reflejo de las luces que rebotan contra los accesorios: anillos en forma de calavera, aretes en forma de serpiente, collares que aún sostienen el símbolo de la paz.

Así, calmados, tomando cerveza y poniéndose por encima de sus camisas manga larga las camisetas de Ringo que acaban de comprar en el puesto que está frente al bar, no parecerían capaces de hacer lo que hacen cuando las luces se apagan y sale la banda y el rock se encuentra con el roll y desde un costado del escenario, desde la perfecta oscuridad de la historia, sale corriendo ese hombre pequeño y flaco y veloz que lleva puesta una máscara y sostiene un micrófono y deja caer esa voz imposible.

La histeria que siempre recordaremos en blanco y negro vuelve a repetirse. Nos paramos. Nos tapamos la boca con las manos porque no lo podemos creer. Nos jalamos el pelo porque no lo podemos creer. Nos ponemos a saltar porque no lo podemos creer. Nos miramos. Lloramos. Estamos llorando.

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Cuando despertó, su mujer todavía estaba allí: la sangre seca pegada a la piel y la piel sudada pegada a la alfombra. “Pensé que estaba muerta”, dijo Ringo. El baterista que tomaba por lo menos una botella de champagne antes de desayunar a mediodía, que empujaba las horas de la tarde con coñac y guardaba noches enteras en cajas vino, el que en alguna época se negaba a salir de su casa porque “eso significan al menos cuarenta minutos sin un trago”, regresó del fondo de una borrachera a la superficie del día siguiente y vio el cuerpo de su esposa tirado en el piso como un animal muerto en la mitad de la carretera.

Desde que Los Beatles protagonizaron su primera película, la anfetamínica A Hard Day’s Night, en 1964, quedó claro que Ringo, el más pequeño, el que en los escenarios siempre estuvo atrás pero también y muchas veces arriba de los demás, era el único capaz de transformarse en algo que no fuera un Beatle. Apareció en cinco películas por su cuenta, entre ellas, The  Magic Christian (1969), en la que compartió cinta y desenfreno con Peter Sellers. Tuvo su propio especial de televisión en Estados Unidos, transmitido en abril de 1978, una criatura amorfa y alucinógena en la que Ringo Starr hace dos papeles, el propio y el de Ognir Rrats, una especie de doble norteamericano; aquella tv movie, llamada simplemente Ringo, es la  clase de película que te hace pensar que en los 70’s, cuando el relax psicodélico había sido reemplazado por una taquicardia colectiva, nada, nada, era suficientemente malo como para no salir en televisión. (Ahora bien, revisitada a la vuelta de los años y en el contexto del after party del posmodernismo, Ringo podría proyectarse en funciones de medianoche como película de culto o en la sala de un museo de arte moderno como una hija perdida del surrealismo: la que vivió rápido y murió joven) Y fue en el set de una película filmada en 1980, Caveman, la comedia prehistórica en la que Ringo inventa el fuego y la música por accidente, donde se enamoró de Barbara Bach, la chica Bond de El espía que me amó (1974), la mujer de pómulos altos y labios gruesos que estuvo en la portada de Playboy en enero de 1981, en cuyo interior se imprimió de manera póstuma la última entrevista que concedió John Lennon. Ringo y Barbara se casaron apenas meses más tarde, en abril de ese mismo año: el vestido de la novia fue confeccionado por David y Elizabeth Emanuel, el mismo equipo que diseñó el vestido de bodas de la Princesa Diana de Gales, y el pastel fue horneado en un molde con forma de estrella.

Poco después del matrimonio, Barbara Bach le anunció al mundo que se retiraba de la actuación para pasar más tiempo con su esposo, la actriz y el músico querían compartir todos los segundos de todas las horas de todos los días, a lo John y Yoko, pero lo que hicieron fue encerrarse en su casa y consumir y consumirse en una noche que duró casi diez años. “Los borrachos son muy buenos conversadores. Nos sentábamos durante noches enteras a hablar sobre las cosas que queríamos hacer, pero claro, estábamos tan borrachos que no hacíamos nada… Barbara cayó en la trampa por culpa mía. Ella era una actriz que solía acostarse a las diez de la noche y levantarse a las ocho de la mañana. Hasta que me conoció. Entonces su carrera tomó el mismo rumbo que la mía. [En diez años] Grabé dos discos, hice un par de shows, pero trabajar dos días al año no es lo mismo que tener una carrera”, diría Ringo años más tarde. 

En la escena más desesperada de la pareja, él, que ya le ha pedido perdón y le ha dicho que la ama y que por favor, por favor, se internen juntos en una clínica, sigue bebiendo y metiéndose líneas por la nariz mientras ella, que aún tiene la cara hinchada por los golpes que nadie recuerda haber dado o mucho menos recibido, marca números y escucha voces de enfermeras y doctores que le repiten lo mismo una y otra vez: no, señora, si los dos son adictos no pueden compartir la misma habitación. Ringo está tan paranoico y alterado que se niega a apartarse de su lado: ni muerto. “Se lo ruego, si no nos ayudan, nos vamos a morir”, le dice Barbara Bach a los de la clínica Sierra, en Tucson, el único centro de rehabilitación que les ofrece una habitación matrimonial esa tarde de octubre de 1988.

La All Starr Band debuta casi un año después de la desintoxicación de su comandante en jefe, en julio de 1989, frente a una audiencia de diez mil espectadores en Dallas, Texas.

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Richard “Ringo Starr” Starkey tiene 75 años y ha sido músico profesional desde hace más de medio siglo, pero todavía no sabe cómo manejar un escenario: se siente parte del espectáculo, pero nunca la atracción principal. Quizás sea el peso de todas las miradas cayéndole encima al mismo tiempo o la gravedad horizontal que lo arrastra de regreso a los tambores, el hecho es que cuando no está cantando Ringo baila como la gente que no sabe bailar –síndrome bastante común entre músicos de cualquier género– y mueve los brazos de un lado para el otro como si fuera un borracho burlándose de Ringo Starr en un karaoke. Aplausos.

La All Starr Band suele cambiar de alineación cada año, pero la formación que toca esta noche se ha mantenido junta desde el 2012. Steve Lukather, guitarrista de Toto; Warren Ham, saxofonista de The Ham Brothers Band; Gregg Rodie, tecladista de Santana; Richard Page, bajista de Mr. Mister; Todd Rundgren, guitarrista y cantante; y Gregg Bissonette, un baterista que ha tocado con gente tan opuesta y distante como Paul Anka y Enrique Iglesias. Cuando reúne a su equipo, Ringo impone una clausula no negociable: cada músico debe tener por los menos tres hits en su catálogo, así, Ringo puede despachar sus grandes éxitos y pasar casi la mitad del show detrás de la batería, meciendo la cabeza de un lado para el otro, como antes, como siempre.

Y sí, tocan Rossana, Africa y Hold The Line, de Toto; Evil Ways, Oye como va y Black Magic Woman, de Santana; la bellísima balada-disco I Saw the Light, de Rundgren; y unas canciones de Mr. Mister que nadie conoce y que la gente aprovecha para ir al baño o comprar otra cerveza (por seis dólares más te dan un shot de whiskey) o mirar la galería exprés de Ringo en la que todo está a la venta: un parche de tambor con su firma en el centro cuesta $600 dólares, una de sus pinturas con motivos pacifistas cuesta $1.400 dólares, y así. Los ingresos son donados a obras sociales como las de David Lynch Foundation, la organización que el mismo Lynch, director de películas perturbadas y a menudo también perturbadoras, creó para que los veteranos de guerra que vuelven del campo de batalla con síndrome post traumático se reinserten en la sociedad practicando la meditación.

Ringo ha confesado varias veces que a estas alturas toca por diversión y de la manera más lujosa posible, “sólo viajamos en avión privado y nos quedamos en los mejores hoteles”. Haciendo un cálculo a primera vista, es difícil pensar que una audiencia como la de esta noche en el Kings Theatre pueda mantener la existencia sibarita de la All Starr Band. Lo más probable es que se trate de una banda apadrinada por su dueño, cuya fortuna personal está por encima de los 150 millones de euros. Es difícil, también, pensar que se trate sólo de placer y no de mantener sujeta la cicatriz de una herida que estuvo abierta demasiado tiempo.

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“No quiero sonar llorón, pero todos venimos de un lugar difícil. Todos, menos George, perdimos a alguien. Yo perdí a mi mamá cuanto tenía catorce años. John perdió a su mamá. Pero Ringo la pasó peor. Su padre lo abandonó y, cuando se enfermó, los doctores le dijeron a su madre que no viviría. Imagínate arrancar tu vida desde ahí, en ese ambiente. Sin familia, sin ir a la escuela. Ringo tuvo que inventarse a sí mismo. Todos tuvimos que crearnos un escudo, pero el suyo era el más fuerte”, le dijo Paul McCartney a la revista Rolling Stone a comienzos del 2015, semanas antes de pronunciar el discurso con el que Ringo entró como solista –ya lo había hecho con Los Beatles en 1988–  al Salón de la Fama del Rock And Roll.

Los padres de Ringo, una pareja de pasteleros, se separaron en 1944, cuando él tenía apenas cuatro años de edad. Su padre se alejó por completo de la familia, “no tengo recuerdos de mi papá”, ha dicho Ringo más de una vez, y su madre tuvo que conseguir varios trabajos –usualmente limpiando casas o atendiendo mesas– para mantenerlo y rescatarlo de las enfermedades. Como era hijo único, pasó el comienzo de sus días acostumbrándose a la soledad y el resto de su vida buscando a la familia que perdió a pesar de nunca haberla tenido. A los quince años, cuando volvió del sanatorio donde le extirparon la tuberculosis, se dio cuenta que sus compañeros de la secundaria, que lo decían “Lázaro”, estaban demasiado adelantados como para alcanzarlos y abandonó el colegio. Luego trabajó en la empresa de ferrocarriles, sirvió tragos en los barcos que van de Liverpool a Gales del Norte y fue aprendiz de mecánico en una fábrica antes de convertirse en baterista profesional.

“Hicimos un pacto: si te tiras un pedo, avisas, así nadie tiene que preguntar. Pasábamos mucho tiempo metidos en una van y los pedos eran insoportables. Ese es el tipo de cosas que nos mantuvieron unidos”, cuenta Ringo sobre esa época en la que Los Beatles pasaban juntos todos los segundos de todas las horas de todos los días. Ringo se unió al grupo cuando tenía veintidós años y Los Beatles fueron la primera familia más o menos funcional que tuvo en la vida, incluso después de la separación. En Ringo (1973) y Goodnight Vienna (1974), sus mejores discos en solitario quizás porque nunca estuvo solo del todo, Ringo canta temas escritos, grabados y hasta producidos por los otros tres, canciones perfectas como Goodnight Vienna, de Lennon; Six O’ Clock, de McCartney; e It Don’t Come Easy, de Harrison.

Uno de los mantras que más veces ha repetido en su vida dice así: “Puedo tocar con cualquier músico toda la noche, pero no puedo tocar solo”. Y cuando habla sobre el alcoholismo, vuelve a hablar sobre la soledad, “Es muy frío y solitario. Al final es una enfermedad miserable… nunca más he vuelto a estar tan solo” Ringo no toca en una banda, forma parte de una familia, una tribu ambulante que avanza sobre la tierra y cultiva el jardín de pulpos que hay debajo del mar.

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Han pasado dos horas y seguimos de pie. Han pasado dos horas y seguimos mirándonos. Han pasado dos horas y seguimos llorando. Han pasado dos horas y aunque ya vimos bajar al espíritu santo cuando Ringo cantó Photograph, seguimos cantando. Cantamos I Wanna Be Your Man, cantamos You’re Sixteen, cantamos Yellow Submarine y todavía no lo podemos creer. Han pasado más de treinta años desde que lo escuchaste por primera vez cuando descubres el mapa de la eternidad una noche de brujas en Nueva York. La eternidad comienza en la puerta de un teatro, se extiende por un pasillo largo y oscuro en el que alcanzas a ver poros de piel dorada, se derrama en las sillas y trepa por un escenario hasta coronar las canciones donde vamos a vivir para siempre. La eternidad es este momento que no dura nada.

¿Qué harías si canto desafinado? Sabemos que el final ha llegado cuando Ringo empieza a cantar With A Little Help From My Friends. El final. The End. Porque Ringo ya ha cantado todo lo que puede cantar y porque cuando regresemos a casa en un vagón del subway y nos sentemos al lado de tiburones azules y brujas desnudas él y su mujer estarán ya en la mejor suite de Manhattan, permitiéndose el único exceso que se permiten desde hace veintiséis años: ver televisión y comer helado de coco después de cada concierto. Pero todavía no. La eternidad aún no ha terminado. Falta el coro.