Rachel había esperado mucho para ponerse el vestido rojo. A veces pensaba que había esperado demasiado, que el invierno jamás terminaría y que el vestido se quedaría ahí, colgando del techo de su cuarto, como la bandera de un país olvidado.
El primer día de sol llegó tarde y sin avisar. La luz entró por la ventana del cuarto y se fue moviendo centímetro a centímetro - iluminando la alfombra húmeda y una tasa de plástico manchada de café y lápiz labial -, hasta trepar por el colchón desnudo y detenerse en la mejilla aún maquillada de Rachel, que al principio pensó que se trataba de una broma y se cubrió la cara con la almohada. Luego sintió el calor, ese calor del que creía se había olvidado. Abrió los ojos, vio la oscuridad, lanzó la almohada al piso, se puso de pie y caminó hacia la ventana. Después volvió a la cama, se paró sobre el colchón y empezó a oler el vestido.
Rachel decidió caminar. Llevaba, además del vestido, un sombrero blanco de ala ancha, zapatillas y un diminuto bolso de cuero negro. Se había puesto esos lentes de contacto y en sus ojos el iris también era rojo, más rojo que el mismo vestido rojo. Caminó por la avenida St. Charles siguiendo el rumbo del tranvía hacia downtown. Algunos de sus pasos fueron trascendentales o por lo menos así los sintió ella; como si su manera de caminar influyese directamente en el destino del universo. Algún día tenía que ser yo la mujer más hermosa del mundo, ¿no?, dijo Rachel cuando se detuvo frente a la vitrina de una licorería y vio su reflejo por encima de las botellas de colores.
Una patrulla estaba estacionada frente a la casa de Joe y aunque no era la primera vez que aquello sucedía Rachel se sintió peor que de costumbre. Dos oficiales salieron de la casa hablando entre ellos. Uno de los dos anotaba cosas en una libreta y el otro acomodada su arma en el estuche que tenía en el cinturón. Rachel siguió a los policías con la mirada. Cuando ellos se detuvieron en ella y le preguntaron si conocía al hombre que vivía en esa casa ella se preguntó lo mismo. ¿Conocía a Joe? Se llama Joe, le dijo el oficial, guardando la libreta en el bolsillo del pecho de su camisa. Rachel se demoró en contestar pero finalmente dijo conozco a un Joe, pero no vive aquí, no es éste. Los policías la miraron y quizás, quién sabe, pensaron en interrogarla. No lo hicieron.
La patrulla dobló por una esquina y desapareció. Rachel abrió la puerta de la casa y escuchó la misma canción de siempre viniendo, como siempre, de la garganta agotada de Joe. Las cortinas estaban cerradas. Rachel tuvo que encender la luz verdosa y titilante para poder ver a Joe sentado a la mesa. Joe seguía cantando o tratando de cantar o simplemente susurrando versos incomprensibles. Llevaba el sombrero de cazador, cuyas alas le cubrían las orejas, una camisa desgarrada, profanada por la sangre de otro, y estaba tomando vodka a pico de botella. Joe levantó la cabeza y le dijo baby, por fin llegaste, casi te lo pierdes, baby, mi gran día, baby. Rachel dio unos pasos hacia delante y descubrió, junto a la botella, las líneas armadas al lado de una fundita transparente.
Rachel. El vestido rojo. El primer día de sol en mucho tiempo.
Joe se inclinó para aspirar a través de un billete enrollado (el último billete que le quedaba en la vida), luego se limpió la nariz y se cepilló los dientes con los dedos. La coca es para los caballos, no para los hombres, el doctor dijo que te iba a matar, dijo, sin saber bien por qué, Rachel. El doctor dijo que me iba a matar, pero no dijo cuándo, respondió Joe, la fecha la pongo yo. Rachel miró a su alrededor y se dio cuenta, tomó la firme decisión de por fin darse cuenta, que en la casa sólo quedaban las dos sillas en las que estaban sentados y la mesa en la que Joe armaba sus líneas y dejaba descansar a su botella. Van a tener que regalar las sillas, y la mesa, dijo Rachel. Vino a tocarme la puerta a las cuatro de la mañana, baby, que querías que hiciera, respondió Joe.
Rachel fue al patio y desenterró con sus manos el arma que ella misma había enterrado un año atrás. Un año es suficiente, pensó. Las uñas se le llenaron de tierra. Los dedos se rasgaron y sangraron un poco. El arma estaba ahí. El arma estaba cargada.
De regreso a casa trató de no mirar el árbol en cuyas raíces, seguramente enredado, seguía descansando su hijo, pero no pudo. El árbol tenía dos años. El pequeño nunca llegaría a tanto.
Joe aspiró todo lo que pudo, lamió el interior de la fundita y se terminó de un trago lo que quedaba en la botella. Rachel entró a la cocina y le dio el arma. Joe la miró, quiso sonreír, no pudo, y le dijo, ¿no te quedas a ver el show? Rachel negó con la cabeza y salió de allí.
El disparo hizo temblar las paredes de la casa. Parte del estruendo salió por las ventanas y se perdió en St. Charles. Los vecinos alarmados salieron de sus casas mientras Rachel, la mujer más hermosa del mundo, se sacudía la tierra de las rodillas y caminaba siguiendo la dirección del tranvía, hacia downtown.
Relato basado en la versión de Cocaine Blues (Dave Van Ronk) que tocó Bob Dylan el 24 de agosto de 1997 en Vienna, Virginia, USA. El tema está incluido en Tell Tale Signs: The Bootleg Series Vol. 8 (2008)
Bonus track: la corta y encantadora versión de Keith Richards.
1.22.2010
Cocaine Blues
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