4.25.2011
Los Pescados regresan a la costa
4.18.2011
Santo tren al sur
Ahí nos vemos...
Atte.
Los Pescados
4.09.2011
El Diablo sabe que has muerto
4.07.2011
Temple de acero (o el nuevo viejo oeste)
Debido a sus antecedentes bipolares, resulta imposible saber si los Coen hicieron esta película porque aman u odian la original. Le que sí se nota, a leguas, es que aman el género. En una época que echa de menos los westerns de antaño, “Temple de acero” podría ser proyectada en un museo de Bellas Artes como parte de su colección permanente, es preciosa en sus ambiciones estéticas (el trabajo fotográfico de Roger Deakins, por ejemplo, transmite absoluto dominio técnico y capital emocional de sobra), elegante en su desarrollo y arriesgada en sus consecuencias. La joven Hailee Steinfeld hace que su personaje, una niña que creció a la fuerza y quiere dar caza al asesino de su padre, sea entrañable por su ingenioso encanto como por su testaruda y caprichosa virtud adolescente. Jeff Bridges, por su parte, vuelve a brillar tomándole la posta a John Wayne, brilla porque se apodera de un personaje que se presto a lugares comunes (viejo, alcohólico y dependiente de glorias pasadas) y lo lleva a rincones oscuros de su propio inconsciente, brilla porque hace, justamente, un cover de Wayne y no un vulgar copy-paste, sabiendo que lo que buscamos en estos casos es la esencia del tema original al servicio de las posibilidades artísticas del nuevo intérprete; Bridges, que también es músico, lo vio por ese lado, confió en su instinto y triunfó. Así se templa el acero, damas y caballeros.
Aquí debo hacer una confesión. La primera vez que vi “No es país para viejos” (¿por qué los traductores deciden hacer su trabajo al pie de la letra cuando, en este caso, debieron inventar algo mejor?), no entendía por qué tanto alboroto, no me pareció la gran cosa ni mucho menos la mejor película de los Coen. Tuve que volver a verla para entender su verdadero valor y ponerme a rezar. Con “Temple de acero” me pasó algo parecido, salí del cine más bien tibio y adormecido, pero ahora, cumpliendo con regar la palabra, me siento como un pastor que fue visitado por el espíritu santo. Quiero volver a verla ya, ahora mismo.
4.03.2011
Famosos
Si Daniel Kehlmann no fuese un joven escritor alemán, sería un rockero alemán maduro o, en todo caso, una celebridad, como la versión intelectual de David Hasselhoff, digamos. Tiene treinta y cinco años, un par de premios entre los pesos pesados, traducciones a granel y, lo más importante, tiene pulso, una voz sostenida que podría distinguirse hasta en el rincón más oscuro y sudado de un rave.
“!Una novela sin personaje principal! ¿Comprendes? La composición, las conexiones, el arco narrativo, pero ningún protagonista, ningún héroe que recorra todo el libro”, dice uno de los personajes de Fama, lo más reciente de Kehlmann, y eso es precisamente lo que pasa en el libro. Como en El hombre que inventó Manhattan de Ray Loriga, o Los informantes de Bret Easton Ellis, en este paseo de la fama decadente la única estrella grabada en el piso es la del autor, que se las arregla para que nueve relatos aparentemente sueltos se alineen como una tropa a la vanguardia. Kehlmann, sin duda, es conciente de su época y quiere innovar donde dicen que ya no se puede, pero la intención de Fama es más bien retro: rendirle tributo al mero hecho de escribir y contar historias falsas que parezcan reales o, cuando menos, parezcan historias y puedan hacernos daño. “No me conviertas en un personaje. No me metas en una historia, es lo único que te pido”, le dice una mujer a su esposo escritor, mientras éste, en otro cuento, le dice a uno de sus personajes, “Tú crees que sufres. Pero ahí no hay nadie que sufra, ¡no hay nadie!”, a lo que su creación responde, desde lo más profundo y poderoso de la ficción, “Qué cosas tan inteligentes se te ocurren. ¡Métetelas por el culo!”
Así, entre lo virtual y lo terrenal, entre ser y no ser, Fama es de manera clara y contundente una novela coral que celebra, por todo lo alto, el continuo big bang de la creación literaria. Quizás los libros, como dicen, desaparezcan un día de estos y sólo de ellos nos quede la fama invisible de un rumor acalorado, pero las historias seguirán ahí porque al final del día son nuestras historias y nosotros somos caníbales.
(El Comercio, 03/04/11)