Aquí, en un pequeño
bar de Copacabana llamado Bip Bip, el domingo por la noche parece otra cosa. En
la puerta, sobre la Rua Almirante Gonçalves, a dos cuadras de la playa, la
gente toma cerveza y mira lo que pasa adentro: hay cuatro mesitas colocadas la
una junto a la otra y, a cada lado, hombres con guitarras. Los hombres están
cantando samba, pero no la samba del Carnaval de Río en el sambódromo sino algo mucho más tranqui
y desenchufado, algo que la gente baila en voz baja.
Parece un jam session y también parece demasiado
sencillo para ser real. El proceso es, más o menos, el siguiente: uno de los
hombres con guitarras –de cuatro, seis o siete cuerdas– empieza a tocar y a
cantar, despacio, como dándole tiempo a los otros para que se acuerden, y los
otros se acuerdan. De a poco, los otros agarran los acordes al paso y se trepan
a la melodía como si siempre hubiesen estado ahí arriba, prendidos a los
acordes. Esto me recuerda el comienzo de los conciertos de Grateful Dead: así, como
quien no quiere la cosa.
Aunque aquí nadie
vino a lucirse, los hombres con guitarras que no se acuerdan de algún acorde
aprovechan los segundos entre verso y verso, entre coro y coro, para meter arreglos
que me suenan bluseros aunque no lo
sean. Esto, en cambio, me recuerda a The Band, me da la sensación de estar
escuchando a un grupo de amigos que se sienta a conversar, digamos, frente al
mar. De pronto, la gente que los rodea –cierta gente, los escogidos, los
iniciados– identifica el tema y empieza a cantar entre dientes, haciendo un
coro de susurros. Es raro, pero se entiende. En el Bip Bip no hay ni micrófonos
ni amplificadores ni nada por el estilo y cualquier escándalo podría sonar más
alto que los músicos.
Veo a una pareja de
chicos, él lleva una camiseta de Pulp Fiction y un sombrero tipo La Naranja
Mecánica; ella va de licra negra, Converse, lentes de marco hipster y tiene puesta la clásica
camiseta amarilla que dice Never Mind The Bollocks Here’s The Sex Pistols. Los
chicos se abrazan, se besan, bailan muy juntos y a cada rato van hasta el fondo
del bar para sacar del congelador dos latas más de Antártica, Cerveja Pilsen. Esos dos chicos, dos en la ciudad, que se esfuerzan demasiado –they
try too hard, you know– y que ahora no están haciendo mosh o escuchando a The Smiths en vinilo sino abrazados a una samba
que suena a bolero me parecen lo más latinoamericano que he visto en años.
Entre el público hay
gente del barrio que hace esto todos los domingos y un par de turistas a los
que se les nota que acaban de llegar, como yo. Tienen en la piel el tono rojo y
brillante de los primerizos; tienen esa ropa que, obvio, compraron exclusivamente
para este viaje y que les serviría más a bordo de un yate; y no tienen idea de
lo que dicen las canciones pero las entienden perfectamente. A mí me pasa lo
mismo. No hablo portugués, pero entiendo la música. Entiendo, sobre todo,
cuando una señora gorda y bajita, de pelo corto teñido de rojo y vestido a
rayas, apoya las manos en la mesa y empieza cantar. Su voz es la voz del
tiempo, de las cosas que le han pasado, una voz autobiográfica que en este
preciso momento escribe dos o tres líneas en el libro de mi vida.
Alfredo, el dueño
del Bip Bip, es un hombre de barba blanca, guayabera y bermuda. Se la pasa
sentado a una mesita –otra mesita– en la vereda y tiene un cuaderno donde anota
los nombres de sus clientes y las cervejas
que consumen. Nadie le paga sino hasta el final, esas son las reglas. Alfredo
confía en la gente y la gente confía en que Alfredo mantenga este lugar tal y
como ha sido desde que lo fundó en 1968: pequeño, acústico, en directo. Por
eso, cuando la conversación de los clientes tapa la música, Alfredo se levanta
y suelta su propia estrofa en un aullido ronco y viejo, Porra, caralho, filho da puta! Dicho esto se hace el silencio y la
música vuelve a dominar la Rua Almirante Gonçalves. Es domingo por la noche, pero
parece otra cosa. Mejor así.