Uno de los primeros recuerdos que
conservo de mi infancia es la voz de mi madre cantando la canción de Pinocho,
que empieza así: hasta el viejo hospital
de los muñecos, llegó el pobre Pinocho mal herido, un cruel espantapájaros
bandido, lo sorprendió durmiendo y lo atacó.
Hasta donde he podido investigar, el
autor e intérprete original de Pinocho
es el argento-español Luis María Aguilera Picca (1936-2009), mejor conocido
como Luis Aguilé, baladista romántico (dice mi padre: ese man tiene una canción lindísima que se llama Ciudad solitaria; cuando estás enamorado, enamorado perdido, esa es la canción) y rockstar infantil
para la generación que creció a finales de los 70’s y comienzos de los 80’s.
Además de Pinocho, Aguilé hizo famosa
una biografía country-funk-disco de Pecos
Bill:el vaquero más auténtico
que existió. Cuenta la leyenda que con su
revolver, desde un árbol, mientras se estaba afeitando, liquidó a2.500 enemigos;es decir que este Texas Cowboy
doblado al español era más eficiente que cualquier American Sniper, más certero que el orgullo nazi Fredrick Zollery tenía más estiloque James Bond. En la última estrofa, por ejemplo, pasa esto: Pecos Bill perdió la huella en el desierto,
se moría de sed y lo abrazaba el sol; y cuando estaba medio muerto, hizo un
tajo en el desierto –pausa para efecto–
y allí mismo el Río Bravo construyó. Si Colón descubrió América con tres
carabelas, Pecos Bill la partió en dos con un cuchillo.
Dicho esto, el mágnum opus de Luis Aguilé
fue, es y siempre será ese drama violento de maltrato infantil, bullying interracial y nariz hecha
pedazos con final fantástico y feliz llamado Pinocho; de no ser porque, claro, esa canción se la inventó mi
madre.
Con el paso de los años he llegado a
entender que esa canción es mucho más importante de lo que pensaba, que me
cambió y sin duda enrumbó mi destino desde un principio. Pinocho transgredió su género con una simple pero arriesgada
maniobra en la hasta entonces bastante reaccionaria estructura musical de las
canciones para niños: cuando todo era estrofa-coro-estrofa-coro-coro-coro-fin,
apareció de repente una variación, el punto donde se siembra el drama que la
melodía se encargará de cosechar y resolver. En Pinocho apareció esto: y a un
viejo cirujano llamaron con urgencia, y con su vieja ciencia pronto lo remendó,
pero dijo a los otros muñecos internados, “todo esto será en vano, le falta el
corazón”. Luis Aguilé cambió las reglas del juego y alteró la fórmula de esta
manera: estrofa-variación-estrofa-coro-coro-estrofa-coro-fin. ¿Cuál es la
moraleja de la historia? Piensa distinto o, como reza el mantra de Apple: Think different. Aguilé empujó
los límites de su propia narrativa. Siguiendo la tradición de los mejores
autores de cuentos infantiles (un género oscuro y retorcido donde los haya,
donde los lobos se comen a las abuelas y las brujas engordan a los niños para hornearlos),
nos presentó la posibilidad de la muerte y, con eso, el valor de la vida. Cuando
lo encontramos, al principio del relato, Pinocho está con un pie y un brazo y
una nariz en la tumba. Esa canción me gustaba mucho porque me daba miedo. Esa
canción me gusta, me sigue gustando, porque es una historia que tiene poder y muestra
como pocas el poder que tienen las historias.
Mi madre me cantaba esa canción con la
voz de las sirenas que tentaron a Ulises; sólo que yo, obvio, no pedí que me
aten al mástil de un barco sino que me até por voluntad propia a sus brazos. Mi
madre me dio la vida y luego, desde su garganta, con las cuerdas vocales
apuntando hacia mis ojos, me dio una canción que se convirtió en mi vocación y
que es, muy a su pesar, mi verdadera existencia.
Tuve la suerte de editar un texto del
joven periodista argentino Javier Sinay, un breve perfil sobre uno de sus
compatriotas y colegas más notables: Osvaldo Bayer. Digo suerte porque, gracias
a la nota de Sinay, me lancé a investigar todo lo que pude sobre Bayer y todo
lo que encontré, todo lo que aprendí, todo eso con lo que ahora pretendo evangelizar
a mis amigos, ya está subrayado en mi disco duro.
Lo primero que hice fue ver Mundo Bayer, una serie hecha para la
televisión dividida en ocho episodios de media hora cada uno. Y ya con eso
habría sido suficiente para comprar un terreno y construir allí un templo donde
se divulgue la palabra de Bayer por lo menos en tres funciones diarias; donde
la gente no vaya a repartirse el insípido cuerpo de Cristo sino a ofrecer el
propio para lo que haga falta; donde no se diga “demos gracias al Señor” sino
“¡viva la libertad, carajo!” y nadie se pueda ir en paz hasta que salga en pie
de lucha.
Lo demás fue leer todo lo que pude de y
sobre Bayer: si pretende mirarlo a los ojos, el editor tiene que estar igual o
más enterado que el autor. Sobre
Bayer encontré mucho; de Bayer, poco,
casi nada. Rastreé como un perro narcótico títulos suyos en librerías locales y
sólo encontré uno, En camino al paraíso, un
greatestshits de columnas periodísticas y ensayos académicos publicados
entre 1993 y 1998, es decir, cuando el escritor estaba llegando a los 70 años
de edad. El problema, me dijeron en la librería, es que esos libros, y con esto
quiero decir todo el stock, estaban inventariados en la categoría de “saldos”,
lo que significa que tras quién sabe cuánto tiempo en percha, ya un poco
amarillentos y habiendo pasado por nuestro país totalmente desapercibidos, estaban
embodegados, a punto de ser devueltos. Es más, los libros habían llegado a ser
rematados al increíblemente cómodo precio de tres dólares la unidad, y ni aún
así habían encontrado lectores. Nadie sabía de Bayer porque, como diría él
mismo: Somos todos cínicos, corruptos,
crueles. ¿O nada más que imbéciles? Imbéciles.
Gracias a una maniobra digna del mercado
negro venezolano, y con eso que Ringo Starr llama a little help from my friends, pude conseguir el libro, en cuyo
prólogo, otro grande, Osvaldo Soriano, se refiere a Bayer como “el último rebelde”
y cuenta que lo conoció …en las malas, que
es la mejor manera de conocer a los hombres para saber si creen en lo que dicen
y sostienen en privado lo que predican en público. Soriano y Bayer se encontraron
en Frankfurt en 1976, recién inaugurada la dictadura de Videla, ya como
exiliados. En 1983, el año en que Argentina recobró oficialmente la democracia,
Soriano entrevistó a Bayer y él, que ya se había bautizado en la fe del anarco
pacifismo, le dijo lo siguiente: Me he propuesto no tener piedad con los despiadados.
Mi falta de piedad con los asesinos, con los verdugos que actúan desde el poder
se reduce a descubrirlos, dejarlos desnudos ante la historia y la sociedad y
reivindicar de alguna manera a los de abajo, a los humillados y ofendidos, a
los que en todas las épocas salieron a la calle a dar sus gritos de protesta y
fueron masacrados, tratados como delincuentes, torturados, robados, tirados en
alguna fosa común. Bienvenidos al Mundo Bayer.
El texto que edité se llama Osvaldo Bayer (o las razones por las que debemos seguir siendo periodistas)y puede leerse en el número de abril de la revista Mundo Diners como, digamos, una cápsula biográfica que debe tragarse con largos sorbos de whisky y una canción de Marlene Dietrich cantada en blanco y negro y punk. Sólo así puede uno firmar ese contrato que estipula claramente y en letras inmensas esta cláusula al comienzo del documento: USTED SE ESTÁ CONVIRTIENDO EN UN FAN DE OSVALDO BAYER Y EN UN ANARCO PACIFISTA PRACTICANTE.
Bayer tiene casi noventa años pero es el escritor más joven que he leído últimamente y, además, posee el don de rejuvenecer a quien lo lea. Los textos de En camino al paraíso te convencen de abandonar la zona de confort, de marchar, de gritar un par de cosas, de ser irracional cuando la razón es un decreto y romántico cuando el poder es una forma de odio; de escribir pensando que escribir es lanzar esa bomba molotov que nunca lanzaste. Bayer te hace volver a escuchar London Calling de The Clash, levantar la mano y apretar el puño.
Dice Bayer: Enseñar
también las historias de las religiones para dejar al desnudo toda la mentira
del miedo con aquello de Dios todopoderoso, o de hijos de vírgenes o de
santísimas trinidades con don de ubicuidad que nos vigilan permanentemente, o
aquellas teologías que humillan a las mujeres condenándolas a cubrir su cuerpo;
o lo del pecado original, el infierno y la llama eterna que nos quemará vivos
por los siglos de los siglos.
Y, algo más. La verdadera y única división de los argentinos está entre los que
aceptan y los que no aceptan negociar los crímenes de la represión y de la
corrupción, le dijo Bayer a Soriano el siglo pasado, pero se lo podría
haber dicho, se lo podría estar diciendo, a cualquier latinoamericano de este
siglo. Nosotros no negociamos.
(El Comercio)
Y no nos damos cuenta que utopía no significa otra cosa que lo que tendríamos que hacer para ser felices.
La
única verdad es que todo pertenece a todos pero además no pertenece a nadie.
Desde la docencia se tendría que enseñar como primera materia la negación del
sentido de la propiedad y del derecho del más fuerte, y además el diálogo como
fuente de comprensión. La docencia tendría que enseñarnos desde pequeños a
despreciar a todo aquél que usufructa más de lo que necesita para su vida y
subsistencia. Vayamos a un ejemplo que está al alcance de todos: el transporte
en las grandes ciudades. ¿Qué nos dice el análisis racional? Que el transporte
individual, el auto, perjudica a todos, es el derecho del más fuerte, del que
tiene más dinero. Lo equitativo y lo cuerdo sería que el transporte fuese
colectivo y sano. Se ha comprobado que en ese sentido, los mejores transportes
son los subterráneos y los trenes. El transporte automotor no sólo envenena la
atmósfera en forma irreversible sino también es actor de accidentes que han
costado una cantidad incalculable de víctimas, que se repiten día a día, en
gran parte niños. Además se estimularía la sana costumbre de caminar o de
trasladarse en bicicleta. Otros transportes mecánicos, sin gases residuales, podrían
adaptarse para el transporte de gente de edad o incapacitados desde las
estaciones a sus destinos. Pero la racionalidad se sacrifica en aras de la
fatuidad, del lujo, de la comodidad de algunos y de la esperanza del resto. Es un
sistema absolutamente criminal. Y la ley, si fuera justa tendría que castigar a
quienes lo practican y permiten. El lobby de la industria automotriz paró
durante décadas en nuestro país la construcción de subterráneos y promovió el
levantamiento de las vías férreas, y los políticos corruptos lo aceptan todo. ¿Hay
acaso algo más irracional que las calles de Buenos Aires taponadas, con sus
bocinazos, su aire envenenado que perjudica principalmente a los más pequeños, la
pérdida de tiempo que esto significa, los nervios, el estrés? ¿Cómo es posible explicar
racionalmente que viaje en autos lujosos y enormes sólo una persona por
vehículo? La idiotez y el egoísmo se pasean en coche. Y todos callamos, en el
mundo entero, porque tal vez quisiéramos llegar a ser, cada uno de nosotros, uno
de esos imbéciles en carrocería de oro.