Me fui. No le dije nada
a nadie. Sólo lo hice. Me paré y me fui. Se sintió bien. Ahora que lo pienso,
hace rato que no me sentía tan bien, tan libre. Subí a mi auto y manejé siete horas
en la dirección equivocada. ¿Hay alguna dirección correcta? ¿Algún lugar donde
deba estar? No creo. ¿En casa, con mis hijos? Ya es muy tarde para eso, ellos,
mal que mal, saben el padre que tienen, y saben que no están solos. ¿En la
oficina? Cuando el viejo me dijo que yo era su ballena blanca, que por fin me
había pescado: en ese momento me perdió.
Y yo me perdí. Me perdí
por voluntad propia, que es la mejor manera de perderse. Tengo dinero, tengo
tiempo, y no me veo mal. Lo que tengo, creo, es carácter; personalidad, para
bien o para mal. A veces, incluso, creo que soy un personaje en una serie de
televisión y que mi destino no depende enteramente de mí. Es una buena
sensación esa de creer que alguien más se está haciendo cargo de ti, que
alguien, en algún lado, está escribiendo la próxima escena. A mí ya no me
quedan escenas, creo. No me quejo. La pasé bien, aunque hice mucho daño.
La gente piensa que uno
hace las cosas después de haberlas pensado por un rato, que uno actúa con
conocimiento de causa. En rigor, la gente piensa que uno sabe lo que hace. No es así. La mayoría de veces uno no tiene
tiempo para pensar. La mayoría de veces uno ni siquiera actúa, sólo reacciona. Y
cuando reaccionas, cuando explotas, las esquirlas salen volando y lastiman a
los inocentes. Los daños colaterales no son culpa mía, ¿o sí? Podría hacerme
responsable por los efectos secundarios, por haber abandonado y dañado a tanta
gente que me quiso. Pero no más que eso.
He solucionado las
cosas como mejor he podido, con dinero, con whisky, con mujeres. Lo sé. Pero,
créanme, sólo quería zafar, y zafé. Me escapé de todo eso que alguna vez fui.
Manejé para encontrar una mujer que a lo mejor ya no existe porque quería estar
con ella, empezar una vida, otra vida.
Pero no estaba. No está. No siempre te sale. Las cosas fallan más de lo que uno
quisiera. Terminé durmiendo en un motel, solo, y una noche, después de haberme
emborrachado con ellos, unos militares retirados entraron a mi cuarto y me acusaron
de haberles robado su dinero. Me dieron en la cara con una guía telefónica.
Duele.
Después de eso cometí
otros errores. Más que errores, hice cosas que no tenía por qué hacer, cosas
para distraerme, para no pensar demasiado. Viajé solo, pero un hombre, vaya
donde vaya, lleva toda su vida encima, ¿recuerdan? Puedes borrarte,
desaparecer, pero no puedes deshacer lo que hiciste o decir que no dijiste las
cosas que dijiste. Lo peor, sin duda, es no poder parar de pensar, de recordar,
de dudar. No hay dinero suficiente para eso. Una vez firmé un cheque por un
millón de dólares, se lo entregué a una mujer y le dije quiero que tengas la vida que mereces. En realidad, estaba tratando
de comprarme algo de paz. No funcionó.
Al final me quedé solo.
Pudo ser peor. Todavía podría ser peor, supongo. Al principio me dio miedo,
mucho miedo; entendí, quizás por primera vez en mi vida, que nunca había estado
solo. Pero se me pasó, se me está pasando, ¿pasará? Estoy en una especie de
comuna en lo alto de una montaña desde donde se ve el mar más azul que jamás
hayan visto. Estoy rodeado de gente que no conozco y que no sé si quiero
conocer, pero ayer un tipo contó una historia, dijo que había tenido un sueño
en el que estaba dentro de una refrigeradora, que la gente abría y cerraba la
puerta y la luz de la refrigeradora se prendía y se apagaba cada vez; al final
dijo que nadie, nunca, lo escogía, y se puso a llorar. Su historia me llegó y
hace rato que nada me llegaba. Me levanté y lo abracé. Lloré con él. Y se
sintió bien. Como si me estuviera vaciando.
Es un buen momento para
estar solo. Ojalá dure. Me fui para dejar atrás todo lo que odiaba de mí mismo.
Desaparecí para poder aparecer en otro lado. Y aquí estoy. Quizás me encuentre,
quizás no. Tal vez estoy más perdido que antes. No lo sé. Es bueno no saber. Es
lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.