La escena es difícil de
creer. Si alguien se lo hubiera contado, si alguien le hubiera dicho esto me pasó a mí, él se habría reído y
habría dicho algo como puta, dónde vives,
¿en una película francesa?
La escena es esta. Un
hombre y una mujer que pasan de los treinta años pero aún se visten como adolescentes
están echados en la cama, ella sostiene entre las manos un libro de piezas
breves de Tennessee Williams y lee en voz alta una que se llama Háblame como la lluvia. A él le gusta el
título, es más, le hubiese gustado inventarlo, pero está concentrado en otra
cosa. Él la sostiene con brazos y piernas, como si la mujer tuviese planeado
escapar; como si él, al soltarla, fuera a caerse.
La obra empieza con
unas pocas líneas dichas por HOMBRE –que él lee en voz baja, casi avergonzado,
aún después de tantos años en la misma obra– en las que explica que ese día se
levantó borracho en una tina llena de cubitos de hielo; entre secuencias cortas
y horrorosas, va describiendo los escenarios en los que aparece cada vez que despierta
inconsciente, borracho en algún lugar extraño. El otro personaje es una MUJER que,
al principio, casi no habla, apenas y bebe fragmentos de agua, “desde que te
fuiste sólo bebo agua”, dice MUJER. Y HOMBRE dice, “háblame como la lluvia” Y
entonces, claro, las palabras inundan la habitación.
MUJER quiere irse. Uno
puede esperar, pero no para siempre; la paciencia se extingue, el amor también.
En verdad, MUJER quiere dejarlo, cambiar la vida que tiene por otra, pero sólo dice
que quiere irse. Sueña con vivir en un hotel antiguo sembrado en un campo
abierto y retirado y silencioso, en el que por toda compañía tendrá una vieja
mucama que todos los días le llevará comida y, cada tanto, cobrará cheques que
usará para comprarle libros de autores muertos. “Ellos serán mis únicos
amigos”, dice, “los escritores muertos”. HOMBRE le pide que se acueste en la
cama con él, que vuelvan juntos a la cama: la cama, si MUJER está en ella, es
el único rincón seguro en este mundo.
MUJER sigue hablando. “Nunca ojearé ni un periódico. Tampoco oiré la radio.
No tendré conciencia del paso del tiempo... Un día me miraré al espejo y veré
que mi cabello está empezando a ponerse gris, y por primera vez me daré cuenta
de que he estado viviendo en este pequeño hotel bajo un nombre falso, sin
amigos ni conocidos ni relaciones de ninguna clase durante veinticinco años.”
HOMBRE la escucha. HOMBRE la escucha sin poder cuestionarla. HOMBRE la escucha
como quien escucha la lluvia porque MUJER habla como la lluvia. HOMBRE quiere
que toda la piedad de MUJER le caiga encima. La paciencia se extingue, el amor
también.
Fuera de las páginas
del libro, en la cama, él se da cuenta de que ella está llegando a la escena
final, a las últimas líneas de diálogo, a ese momento en que el escritor y los
personajes y también los lectores y sobre todo él y ella saben que HOMBRE y
MUJER tal vez jamás se separen pero que ya nunca volverán a estar juntos: si es
que alguna vez lo estuvieron. Muchos errores. Mucha rabia disfrazada. Mucha
resignada comprensión. Mucho intentémoslo de nuevo. Mucho hagamos como que no
pasó nada. Mucho no pasó nada. Mucho nunca pasa nada. Mucho de eso que ya les
pasó tantas veces.
“¡Quiero irme de
aquí!”, dice MUJER. Poco después se baja
el telón. Ella mira el libro con una sonrisa tan abierta como las páginas, como
si, al soltarlas, fuera a caerse: la realidad, queda claro, está ahí adentro,
no aquí afuera. Él la abraza, la amontona en un abrazo, le huele las pecas del
pecho y piensa que estas cosas ya no pasan, que la gente ya no lee Tennessee
Williams en voz alta antes de meterse el uno dentro de la otra: y vuelve a
decirle que se casen. Ella vuelve a mirarlo como se mira al pasado, como algo
que se acabó y que no volverá a pasar así esté pasando de nuevo. Ella dice ya es muy tarde. Se besan. El resto de
cosas también pasan, los olores y las
contorciones también pasan. Lo único que no pasa es lo que ya no puede pasar. Y
ya no puede pasar porque ya no está ahí, donde estuvo tanto tiempo.
(SoHo)