Mi corazón se acelera, porque tu día te llega.
– Chichi
Peralta –
En 1995, durante
una entrevista para la televisión española, con un sospechoso ramo de flores
amarillas a sus espaldas, en su casa de Cartagena de Indias, Gabriel García
Márquez dijo que él y su esposa Mercedes habían decidido, hacía mucho, no compartir
su vida privada con el público: para entonces tenían casi cuarenta años de
casados. La periodista que lo interrogaba quiso insistir y le pidió que dijera,
al menos, qué era lo que le seguía gustando de su esposa. Y él contestó: lo mismo de siempre, que nunca me ha hecho
caso.
Pasa. Me ha
pasado. Me está pasando ahora mismo. Mi sobrina, que tiene apenas dos años, la
mujer de mi vida, me desprecia con violenta indiferencia. Cuando llego a casa y
me acerco para saludarla, ella me vira la cara en cuanto intuye mi presencia;
sus cachetes, perfectamente redondos como pelotas de algodón, quedan demasiado
lejos de mis labios enamorados y debo consolarme besándole el cabello, esa
cascada de bronce que la hace parecer una niña del campo que vive sin zapatos y
monta conejos gigantes.
A veces la
encuentro sentada en la cama de sus padres, que le queda inmensa, recostada en
un trono de almohadas; está concentrada en su iPad, viendo un episodio tras
otro de Peppa Pig (la gente que hace Peppa Pig deba a) vivir y crear bajo los
efectos del ácido, b) ganar mucho dinero y recordar, al comienzo de cada
episodio, que esa serie pagó la remodelación de su cocina, c) contemplar el
suicidio cada quince minutos). Entonces me acuesto a su lado y miro la
pantalla, pero ella adivina enseguida mis sucias intenciones, se pega el iPad
al pecho y me mira moviendo la cabeza de un lado para el otro; o ya de plano se
baja de la cama y se va del cuarto.
Mi sobrina me
dice Pi. O, mejor dicho, me dice No-Pi. Cuando intento abrazarla me dice No-Pi.
Y grita. Y llora. Y sale corriendo. Cuando sus padres le sugieren que invite a
su tío a jugar al parque con ellos, dice No-Pi-No. Lo repite varias veces
quejándose con insistencia y hartazgo, como si estuviera cansada de que le
pregunten algo sobre lo cual tiene ya una posición más que definida. ¿Vamos al
parque con el Tío Pi? No-Pi-No. Es más, antes de salir, mi sobrina se da el
trabajo de caminar hasta la puerta de mi cuarto y estirarse hasta alcanzar la
chapa de la puerta para cerrarla y, así, asegurarse de que no los siga. Y yo me
quedo solo, al borde las lágrimas
He tratado de
sobornarla de todas las formas posibles, incluso con dinero, pero es inútil: su
odio no tiene precio. El otro día, mientras leía un libro, quise saludarla y
ella, como siempre, se negó a levantar su rostro de muñeca. Su padre le dijo
que si no me saludaba no podría seguir leyendo el libro; ella, inmensa en la
maldad de su belleza, cerró el libro de un portazo, nos dio la espalda a todos
y apagó las luces del cuarto. Say No More.
Lo único que
parece funcionar, su punto débil, es su película favorita: Mi vecino Totoro –ella le dice Totoyo–
de Hayao Miyazaki. La cinta japonesa
es, al parecer, crack para niños
pequeños (lo más adictivo, se los juro, es la canción). Mi sobrina la ve cinco, seis, diez veces al día; en español, en
inglés, en japonés, el idioma da lo mismo pues conoce la historia de
memoria. Ese es mi momento. Llego, me
echo a su lado y le robo un beso que dura menos de un segundo, el tiempo que
ella se demora en devolverme un codazo, lanzarme un puñete o patearme con ambas
piernas. Y, otra vez: No-Pi-No. Ya eso a sus padres les parece demasiado, así
que ponen pausa y le dicen que no puede seguir viendo Totoyo a menos que me pida perdón, con abrazo y beso. Ella llora.
Sus padres insisten. Mi sobrina finalmente se levanta, me abraza, me da
palmaditas en la espalda y un beso en la punta de la nariz. Totoyo continúa. Ella mira la pantalla
y, de reojo, me mira con rencor. Sus lágrimas aún no se han secado, el ahogo
del llanto todavía salta en su pecho.
El poder de la
belleza es absoluto. ¿Cuántos hombres sufrirán igual o más que yo por culpa de
esta mujer hermosa, violenta y soberbia? Desde ya, mi solidaridad está con
ustedes, compañeros; porque mi corazón está con ella. Así funciona el mundo,
supongo. Desde Helena de Troya hasta mi sobrina.
Hace años, poco
después de que una mujer me rompiera el corazón, un amigo me dijo si tienes que convencer a alguien de que te
quiera, no vale la pena. Es cierto. Es mejor sufrir en silencio como tanta
gente. Pero a ti, escúchame bien niñita malcriada, a ti sí te voy a perseguir
toda la vida y por todo el mundo hasta que me ames como yo te amo.
(SoHo)