4.15.2016

El regreso de los documentales asesinos


El mejor recuerdo que tengo de los Encuentros del Otro Cine (EDOC) es una cinta llamada TheCats of Mirikitani. La película, grabada en la New York post 9/11, se estrenó originalmente en el 2006 y llegó al festival al año siguiente. Ese año, el 2007, vi todos o casi todos los filmes seleccionados para escribir una especie de crónica testimonial que se terminó llamando El ataque de los documentales asesinos. Vi muchas cintas, muchas. Cintas demasiado largas y demasiado calladas y demasiado contemplativas y demasiado deprimentes y demasiado premiadas. Por eso me gustó tanto Cats…, que dicho sea de paso fue la favorita del público en esa edición, porque al lado de sus colegas, el pequeño documental de la norteamericana (gringa, obvio) Linda Hattendorf era una especie de comedia humanista y redentora. Desde entonces me quedó claro que no podía confiar en el festival.

Igual regresé, pero ya no para quedarme. Regresé sobre todo en las noches de apertura, que son gratis y en las que suele haber vino o canelazo después de la función, pero el sacrificio era excesivo para perseguir un trago que, entre tanto borracho (empezando por el que habla), se acababa enseguida. Esa lección, por ejemplo, me la enseñó Darwin’s Nightmare, que es una verdadera pesadilla de la que uno sólo se quiere despertar porque el director austriaco Hubert Sauper confunde de la peor manera el cine con la explotación y logra el efecto contrario al que persigue: el espectador, sobreexpuesto a la crueldad sostenida, se revela indiferente y aburrido.

De la misma manera, empujado más por la promesa de una buena noche que de una buena película, vi varias de las cintas de Ross McElwee (gringo, obvio), un tipo al que varios de mis amigos califican de “genio” pero la verdad es que, según yo, no pasa de ser alguien que –como todos– se cree más interesante de lo que realmente es y hace películas insufribles porque no sabe cuándo dejar de filmar. El año en que presentaron la obra de McElwee, me acuerdo, vino el director y su presencia en los EDOC, que como todo festival que programa películas tristes tiene fiestas muy divertidas, fue un suceso bastante farandulero. Había un séquito de gente que lo seguía por todas partes, un grupillo de cineastas y cinéfilos que lo miraban con veneración, lo sé porque yo también estuve en ese grupillo y fue durante una cena con Ross McElwee cuando acepté finalmente que los EDOC no son un lugar para mí, que ese no es el lugar al que pertenezco. Todos los que estábamos allí habíamos visto al menos dos o tres –cuando no todas– de sus películas, una peor que la otra, una más egoísta que la otra, una más exhibicionista que la otra, una más necesitada que la otra: cintas que ya no merecían ni el beneficio de la duda pero que fueron elevadas al olimpo entre tragos y carcajadas de celebración. Un amigo, guionista y director, luego jodió toda la noche porque le había contado la historia de su nuevo proyecto a Ross McElwee y al tipo le había gustado. Fuck this shit, pensé. Y no volví nunca más.     

Desde entonces, los EDOC se convirtieron en una excusa perfecta para supurar amargura y desahogarse con los amigos. ¿Vas a los EDOC?, ¿en serio?, ¡si ni siquiera ves noticias! Sal de aquí, poser. Vas para conversar con esos manes que ya, por favor, asúmelo, no son tus panas: si no estuvieran haciendo fila contigo ni siquiera te hablarían. Vas a levantar peladas que estudian cine, bueno, por lo menos, ¿agarraste algo? Dime qué documentales viste hoy día y te diré quién eres. Dime cuántos documentales viste hoy día y por favor no me digas nada más. ¿Tienes que ir porque le dijiste a tu pelada que este es el festival más importante del Ecuador? ¿en serio? ¿Por qué no voy a poder hablar mal de esa huevada de película?

Todo esto, claro, en el plano de la ficción, aunque me sigue resultando por lo menos paradójico que después de horas y horas de ver las películas más tristes del mundo esos mismos espectadores –esos mismos cineastas– estén desbaratados en una farra sin fin. En el plano de la realidad, la situación es otra: los EDOC se suceden año a año uno detrás de otro, cada vez con más público y más películas (esto último es un error porque la selección resulta irremediablemente dispareja) y abriendo más el espacio que el mismo festival se ocupó de inventar en abril del 2002, cuando proyectó su primera función.

Desde ayer, y después de una polémica que hasta donde entiendo tiene que ver básicamente con promesas no cumplidas, se anunció que la décimo quinta edición de los Encuentros Del Otro Cine se arranca el próximo miércoles 18 de mayo en el Teatro Capitol, frente al parque La Alameda, en el Centro Histórico de Quito. La película que abrirá la cartelera de este año será el documental italiano Fuocoammare, en cuya sinopsis se menciona “la crisis de los migrantes europeos” y que para colmo viene de ganar un premio en Berlín, o sea, no, qué pereza, ni cagando: mañana tengo que ir al supermercado y ahí se ve la crisis en primerísimo primer plano. Pero festejo.

Festejo El regreso de los documentales asesinos porque me hace pensar que hay gente que todavía pelea por lo que quiere ver, que vivo en una ciudad que todavía se detiene a pensar, una ciudad en la que, al parecer, todavía hay espacio para todos.

4.06.2016

La paz no es fotogénica


El documental AVC, dirigido por el quiteño Mauricio Samaniego, se proyectó por primera vez en el festival EDOC (Encuentros del Otro Cine) del año 2015, hace más o menos un año. El pasado mes de marzo tuvo una corta vida comercial en las cadenas que se arriesgaron a programarlo en salas pequeñas y horarios incómodos. No obtuvo la atención que merecía ni fue parte de la conversación, pero esto es, en partes iguales, culpa de los excesos emocionales de la película y de una especie de práctica industrial que prefiere mirar a otro lado.

La cinta de Samaniego, que militó en AVC y fue capturado y torturado por la policía, está armada con una serie de testimonios que inclinan la balanza hacia sus amigos, lo que la hace parecer el trabajo de la memoria y no el resultado de lo que merece un tema como este: una investigación a la altura de las circunstancias. El documental está tan seguro de su tesis que nunca se cuestiona y peca de soberbio. Al final, después de verla, la sensación es extraña. Uno debería quedar conmovido por los miembros de AVC. Pero no. Tenían más corazón que estómago y esa desproporción terminó jugándoles en contra.    

Sin importar cuáles hayan sido sus intenciones, cuán entrañables resulten varios de sus combatientes y cuán pacíficos hayan sido sus métodos, el grupo actuó por fuera de la ley, como actúan los delincuentes, y fue perseguido como tal con el agravante de haber coincidido con el periodo de un gobierno represor y violento, el del ex presidente León Febres Cordero, que estuvo en el poder entre 1984 y 1988. La batalla era a todas luces injusta. No porque el gobierno contara con más armamento y tropas con entrenamiento militar, no, la gran desventaja de AVC fue imaginar una guerra sin víctimas: alguien que cree que eso es posible sólo puede perder la batalla.

Ahí empieza la verdadera tragedia, no la política, no la social: la humana. Según los testimonios de la película –apoyados en documentos y material de archivo–, los miembros de AVC que eran capturados y debían ser juzgados según lo estipulara la ley en ese momento, eran golpeados hasta la inconsciencia, electrocutados y abusados sexualmente en calabozos que, según la cinta, fueron construidos siguiendo los diseños de la CIA. En los momentos más estremecedores, las mujeres del grupo cuentan que los policías los obligaban a masturbarlos y que cuando esos pedidos pasaban a las violaciones el único argumento que ellas podían usar en voz alta era el siguiente: piensen en sus madres, piensen en sus esposas, piensen en sus hijas. Argumento que, por su puesto, no les sirvió de nada.   

Aquí la película gana en intensidad, en actitud y comienza a ser verdaderamente desafiante, pero aquella sensación dura demasiado poco. Se nota que Samaniego, que mal que mal le está pidiendo a sus “hermanos y hermanas” que cuenten en detalle y frente a cámara los que muy probablemente fueron los momentos más difíciles de sus vidas, prefiere cortar y respetar el dolor ajeno que siente como propio cuando lo que debería hacer, o, por lo menos, lo que debería hacer la película, es mostrarnos el rostro del horror con la intención de que el público pueda medir el tamaño real de la tragedia. Aunque lo haya negado olímpicamente durante décadas, a estas alturas es evidente que Febres Cordero sabía lo que ocurría en esas celdas y que si, como dice él, jamás ordenó torturar a nadie, su silencio lo hizo al menos cómplice de varios crímenes de estado, cuando no el autor intelectual.  

Nada de esto, sin embargo, resulta verdaderamente perturbador. La gran revelación de la película, por lo menos para mí, fue que viendo todo lo que había visto y escuchando todo lo que había escuchado llegué a la conclusión de que no había material suficiente para una cinta memorable. Es muy duro escribir y asumir esto, porque después de todo creo que deberíamos estar agradecidos de vivir en un país históricamente pacífico, donde los peores crímenes han sido perpetrados por personas que suelen usar traje, corbata o camisas con motivos folklóricos bordados en el pecho, pero a los cuatro renglones de la historia nacional que pretende contar AVC les faltan trama, les faltan cadáveres y víctimas de lado y lado.

Aunque en este momento sean muchos los que quieran replicar la intervención estadounidense en Chile y bombardear Carondelet, la muerte de un ser humano no se justifica bajo ninguna circunstancia: en ningún momento, en ningún lugar. Pero el cine no entiende esas cosas. Cierto tipo de cine necesita detonaciones para alterar nuestro ritmo cardiaco. AVC tiene corazón, pero le falta cine.