One voice is clear above
the din
- Robert Plant & John Paul Jones -
Dos bicicletas en la carretera del paso
lateral. Avanzamos en línea recta hasta la Avenida Universitaria, giramos a la
derecha y pedaleamos frente al campus de la Universidad Técnica de Manabí, en
Portoviejo. Son más de las siete de la noche y las luces de los autos nos
iluminan por partes: primero la espalda, luego las piernas. Nos separan unos
pocos metros de distancia. Trato de no perderla de vista, de protegerla con mis
ojos. Pero no es suficiente. ¿Quieres conversar?, me pregunta. Ya pues, hablemos,
me dice.
Nos metemos en una de esas calles cortas
que desembocan en la Avenida Reales Tamarindos. Los tamarindos, como le dicen, donde se han mudado varios de los
negocios que perdieron sus locales en el terremoto. Los dueños de esos locales
lograron alquilarlos al doble o al triple de lo que costaban antes de la
emergencia, cuando nadie los necesitaba. Y nadie pudo reclamar. Los tamarindos es una avenida larga y obvia
y por muchos tramos oscura. Ella baja la velocidad y deja que yo la alcance. Su
cuerpo y el mío dividen el viento.
Venía concentrado en las canciones de
Zeppelin. Me gustaría poder hacer todo lo que hace John Boham, el baterista, al
menos una vez en la vida. Le decían Bonzo
y capaz murió tan joven porque ya no sabía qué otra cosa podía hacer. A veces
pedaleo para desenchufar, no precisamente para escapar pero sí para habitar un
espacio privado: mi metro cuadrado y ambulante. Pedaleo y pienso en las cosas
que tengo que hacer y también en que aún sigo pensando en cosas y en personas
que debería olvidar. Es una forma de estar solo. Si puedo estar solo, creo,
podré con todo lo demás. Ella, en cambio, quiere estar con alguien ahora mismo.
Necesitamos audiencia, pienso. Público y
reacción. Escúchame, apláudeme, quiéreme. Hazme creer que soy mejor de lo que soy
porque a mí me quedan serias dudas. Necesitamos que alguien se ponga de nuestro
lado y empuje con nosotros el peso de los días. Ella empieza a conversar y yo
me quito los audífonos. Me imagino un bosque en el que todos los árboles inclinan
sus coronas para hablar entre ellos: unos logran balancear su peso en el
péndulo de los secretos, otros se rompen, se desprenden de sus raíces y caen
encima de los demás. Ninguno de los dos despega su mirada del camino. Tus
labios se mueven como si estuvieran transmitiendo una señal que viene de lejos.
Al principio la escucho de mala gana. ¿Por
qué no trajiste música? Te dije que trajeras música, pienso. Tenemos una hora
libre, una hora sólo para nosotros, y tú quieres hablar. No me parece justo. Yo
quiero seguir andando en bicicleta, sacarme la puta hasta que me duelan las
piernas y abstraerme en ese dolor hasta caer rendido en la cama. Tú hablas de todo
lo que hay que hacer en este momento en el que apenas caben las cosas que logramos
hacer. Te digo que lo pienses con calma esta noche y que hablemos mañana, que
trates de descansar, de comer, de reírte: es mi forma de decirte que sólo quiero
andar en bicicleta, por favor. Ella me pregunta qué haces antes de dormir.
Leer, le digo, leo un rato y luego busco algo en Netflix y me quedo dormido
viendo cualquier cosa. No puedes estar contigo mismo, me dice. No te soportas.
Varias semanas atrás, al final de una
tarde tan calurosa que casi nos inflama, nos sentamos a la mesa y en algún
momento nuestra madre dijo que la familia es como Amor y control, la canción de Rubén Blades. Así de fiel. Así de ciega.
Incondicional. Nos dijo que tú y yo teníamos que estar juntos hasta las últimas
consecuencias porque nosotros somos lo único que tenemos. No se pueden odiar,
nos dijo, como si estuviera privándonos de un derecho. Y bajamos la mirada o la
desviamos o hicimos todo lo posible para que nuestras miradas no se encuentren.
Mi madre camina a la cocina, abre la refrigeradora y nos pregunta desde allá si
queremos chifles con queso, consiguió un queso que se derrite perfecto en el
microondas.
Cuando empiezas a contarme tus cosas ya
hemos pedaleado tanto que no hace falta seguir pedaleando. Las bicicletas se
mueven solas y nuestros pies permanecen inmóviles sobre los apoyos de plástico.
Quisiera decirte que no te preocupes, que todo va a estar bien, que tus cosas y
las mías y las de todas esas personas que nos importan se van a arreglar rápido
y de la mejor manera. Que nos vamos a levantar, como nos dice el resto del
país. Que lo peor ya pasó o está pasando o pasará pronto. Quisiera decirte que
pase lo que pase yo voy a estar aquí para ti siempre, siempre, que nunca te atrevas a dudar de mi cariño porque ese
cariño es tuyo y te pertenece. Pero no me consta.
Los tramos oscuros de Los tamarindos son más largos que los
iluminados. Trozos de noche que parecen infinitos mientras los cruzamos. Si
fuéramos niños cruzaríamos estos túneles tomados de las manos, yo te ofrecería
mi mano y tu la aceptarías, yo caminaría apenas unos centímetros más adelante,
pensando que a mí me puede pasar cualquier cosa pero a ti no te puede pasar
nada. Hay un momento, una edad, quizás, en la que abandonamos las manos que nos
sostienen porque creemos que podemos caminar solos. Hay otra edad, muchas
edades, a decir verdad, en las que nos da vergüenza buscar esas manos que ya
habíamos soltado y preferimos seguir cayendo. Damos la vuelta porque dices que
ya es muy tarde y quieres regresar a tu casa. Las cadenas de las bicicletas
vibran sobre el asfalto.
Mi madre reunió a la familia en la mesa,
habló del amor incondicional y yo no he podido dejar de pensar en eso. Un amor
sin condiciones. Un amor que lo aguanta todo. Un amor irracional. Una pareja
frente al altar, frente a un abogado, frente a sus amigos y frente a sí misma
se jura quererse en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza,
en la salud y en la enfermedad. Creo que es más de lo que podría pedírsele a cualquier
ser humano pero ocurre todos los días, a todas horas y en todas partes. Las
clausulas que componen el contrato del matrimonio son los principios de la
locura. La gente promete amarse y respetarse por el resto de su vida y esto les
parece una buena idea. El día más feliz de mi vida, dicen. Hagas lo que hagas,
digas lo que digas, pienses lo que pienses, yo te voy a querer. Te voy a
escuchar, te voy a comprender, te voy a calmar. El amor es una ambición sin
límites.
Si una persona tiene un solo hijo los
demás le preguntamos cuándo vas a darle un hermanito. Usamos el verbo “dar”
porque creemos que se trata de un regalo. Alguien que lo proteja, alguien que
lo acompañe, alguien que lo cuide. Los mayores dicen que un hermano ayuda mucho
cuando tus papás se hacen viejos. Dicen que hay que tener hermanos porque sólo
los hermanos, sólo la familia, va a estar ahí cuando los demás no estén.
Asumimos, sin saber gran cosa, que nuestros hermanos estarán en las malas y en
las peores básicamente porque no pueden escapar de nosotros. Te haré daño, me
portaré mal, te mentiré. Trataré de aprovecharme de ti cuando pueda, te pediré
favores que luego nunca podré pagar y no te llamaré el día en que dije que te
iba a llamar. Dejaré que me grites y que me insultes y te cerraré la puerta en
la cara porque te amo y tu me amas a mí. Nos amamos.
Llegamos a la calle del Tennis Club,
vamos por la vereda porque la calle es más bien estrecha y desde que cerraron
el centro parecería que todos los carros de Portoviejo pasan por aquí. Hablar
se hace más difícil, el ruido del tráfico nos cae encima pero tu voz sobrevive.
Vamos despacio, cruzamos la Avenida Manabí, llegamos a la 5 de junio, pasamos
de largo hasta la América y paramos en la tienda de películas pirata y coco
helado. Me dices que esta es la mejor idea que se le haya ocurrido jamás a un
portovejense: películas pirata y agua de coco en el mismo lugar. Te digo que
deberían hacer lo mismo en los supermercados y en los bancos y en los
consultorios de los dentistas, los costeños deberíamos tener siempre un coco
helado en la mano. El agua de coco es como agua, me dices, pero de coco. Y te
ríes.
Desde hace un tiempo que no quiero
escuchar a nadie. La gente me aburre y me cansa. Tú me aburres y me cansas. Yo
te aburro y te canso. Quisiera irme a la casa, darme una ducha y meterme en la
cama. Regalarte estos minutos, este pedazo de nada, es lo mejor que puedo hacer
por ti. Y me cuesta. No sabes cómo me cuesta. Recuerdo a todos los amigos a los
que quiero como hermanos y descubro que no sería capaz de hacer esto por
ninguno de ellos, que la amistad sí que tiene límites y que uno puede decir hoy
no puedo, estoy ocupado, mejor veámonos otro día o simplemente no contestar el
teléfono. Y desaparecer. Pero yo no puedo desvanecerme frente a tus ojos porque
el que ama no puede desaparecer.
Caminamos hasta tu casa empujando las
bicicletas. Me dices, de nuevo, otra vez, que no la deje en el patio porque
entran y se la roban. Levantamos las bicicletas y ellas también suben las
escaleras en una sola llanta. Trajimos un coco helado para mi cuñado porque lo
mejor que te puede pasar en esta vida es recibir un coco helado cuando no lo
esperabas. ¿Cómo les fue a los hermanitos?, nos pregunta. Las niñas están
sentadas en la sala, jugando. El amor que les vas a dar no tendrá fin y eso es
demasiado amor, suficiente para una sobredosis. La mayor une y separa las
piezas de ese lego chino que conseguimos en la juguetería, la menor se mete el
puño entero en la boca, el papá le dice que no se coma las manos, ella se ríe y
lo hace de nuevo. Nos vemos mañana, me dices. No lo dudas, no lo dudo. El amor
nos ha quitado el beneficio de la duda. Sí, mañana, de ley.
(Mundo Diners)