8.28.2016

Fantasmas


Así que por fin te asustaste. Ya era hora, maricón. ¿Qué pasó?, ¿nunca habías vomitado sangre? Creíste que te ibas a morir, ¿no? Todos nos vamos a morir, broder. ¿Cómo sabes que no estás muerto? Pero ya, hablando la plena, nunca te había visto temblar así, llorar así, nunca te había visto tan pálido. Uno cree que lo peor ya pasó y después pum, tu cuerpo se dobla y apenas alcanzas a arrastrarte hasta el filo de la cama para seguir vomitando. Pum. Y caes otra vez desmayado sobre las sábanas sucias, apestosas, puercas. Y agarra tu huevada.  

Los fantasmas son unos espíritus cobardes que aparecen cuando no tengo fuerzas para combatirlos. Es como si me estuvieran esperando o estuvieran esperando a que me derrumbe. Maricones. Nunca se me paran cuando estoy bien, contento, feliz. Esperan en silencio. Me ven hablar con gente, conocer gente, enamorarme de gente. Me ven llenarme de energía, de esperanzas, de luz. Llenarme con el alma y el amor de los otros. Los fantasmas me miran y guardan silencio porque saben que pronto voy a caer, que esto no va a durar para siempre: esto nunca dura mucho, pero a veces parece que fuera suficiente y a veces hasta creo que me voy a salvar.

¿Te das cuenta de lo que acaba de pasar?, ¿escuchaste lo que acabas de decir? Te lo voy a repetir para que no lo olvides: te levantaste de la cama, te miraste en el espejo y fuiste al baño. El agua caliente te cayó encima y tú sentiste que te tumbaba, que te jalaba para abajo, que te aplastaba. Te quedaste un rato arrodillado dentro de la tina, un buen rato: arrodillado, sometido, derrotado. Te lavaste bien la cabeza y te restregaste todo el cuerpo con jabón. Después te guardaste en una toalla, miraste tu reflejo en el espejo y dijiste: para que encuentren un cuerpo limpio. Patético.

Los fantasmas llegan siempre en grupo y son una manada miserable. No los veo. Nunca los he visto. No los puedo ver. Sólo los escucho. Escucho sus voces que son como miles de rumores de los que se van desprendiendo unas frases malditas que se meten en mis oídos como gusanos y trepan y me comen el cerebro y me comen la cabeza. Los fantasmas se apoderan de todos mis pensamientos. Lo peor de los fantasmas es que se esconden detrás de mi lengua y al comienzo de mi garganta y allí los hijos de puta me roban la voz y me hacen creer que soy yo el que está diciendo estas cosas.

¿Qué vas a decir ahora?, ¿a quién le vas a echar la culpa?, ¿con quién te vas a quejar? Ya nadie te cree. Ni tú mismo te crees. Mírate, escribiendo sobre nosotros un domingo de noche. Das pena. Van a creer que estás loco. Van a leer esta huevada que estás escribiendo y van a decir, ¿viste?, yo te dije que ese man se había vuelto loco. Se van a parar al borde de tu mirada, al filo de tus ojos, en la punta de tu nariz, y vas a ver cómo se alejan, despacio, despacito, sin que te des cuenta hasta que ya sea demasiado tarde y no sirva de nada que te des cuenta. Qué turro es darte cuenta cuando ya qué chucha. Date cuenta.

Los fantasmas se organizan, se levantan todos al mismo tiempo del piso y rodean mi cama y tapan la luz. ¿Qué vas a hacer?, me preguntan. ¿Qué vas a hacer?, me preguntan y se ríen. ¿Qué vas a hacer?, preguntan esas miles de criaturas con sus bocas de gusanos y sus voces que nadie nunca ha escuchado jamás. Escribir, les digo. Levantarme y escribir. Seguir escribiendo. Y se ríen. Escribir, repito. Y se cagan de risa. Empiezo a gritar fantasmas hijos de puta fantasmas hijos de puta fantasmas hijos de puta. Los fantasmas salen corriendo y los pasillos de mi casa se llenan con esas risas y con esas sombras que traspasan las paredes. Mi voz los alcanza, los atrapa, los tumba y los agarra por el cuello pero no puede apretarlos porque los fantasmas no se aprietan y entonces mi voz grita hasta que se ahoga y esto, esto que rebota en mis labios, son los restos de mi voz que repiten fantasmas hijos de puta fantasmas hijos de puta fantasmas hijos de puta.

Esa noche le inyectaron tres sueros para hidratarlo, lo mandaron a tomar antibióticos y le dijeron que tenía una infección gastro-intestinal. Que se fuera a la casa, a descansar. Que comiera sólo cosas sanas. Que volviera si se sentía mal otra vez. Al día siguiente se sentó frente a la computadora y escribió un título: fantasmas.

8.08.2016

Nosotros que queríamos tanto


Éramos niños y pensábamos que la vida sólo podía ser así. Que todas las casas eran iguales a la nuestra: los mismos juguetes en el cuarto, los mismos muebles en la sala, el mismo césped en el patio. Creíamos que todo el mundo se iba a Disney de vacaciones porque dónde más se iban a ir y que en navidad todo el mundo recibía, siempre, todo lo que pedía. Nuestros padres firmaban cheques y entonces decíamos cuando yo sea grande voy a comprar cosas firmando cheques y practicábamos nuestra firma en hojas de papel.  

A nadie se le podía ocurrir que llegaría un día como este: el dueño del edificio en el que vives se aparece en la puerta del apartamento que arriendas, te saluda, te recuerda que ya son varios los meses de renta que debes y te ofrece un apartamento más pequeño en el mismo edificio, más abajo. Le dices que lo vas a pensar y prometes llamarlo en estos días, pero lo que realmente estás pensando, lo que estás tratando de descifrar y capaz hasta de asumir, es la posibilidad de que tú seas parte de eso que se conoce como gente pobre.

Nos tomamos un trago y hacemos números, es increíble que te caigan sesenta dólares y que esos sesenta dólares sean capaces de devolverte el aliento y salvarte la vida. Es romántico, también. Pensamos que nuestros padres jamás dependieron de sesenta latas: no lo sabemos a ciencia cierta pero es lo que creemos. Me muestras tu apartamento que es igual al de las otras cientos de personas que viven en este mismo condominio sólo que este, el tuyo, tiene afiches bacanes pegados en la pared, se nota que has viajado, que sabes harto, que tienes mundo.   

Cuando estábamos en el colegio pensábamos que si no éramos mejores que nuestros compañeros por lo menos éramos diferentes a ellos. En todo caso no éramos iguales. Teníamos más discos, más posters de bandas, más camisetas que sólo se conseguían en la yoni. Nuestras novias eran las peladas en las que el resto sólo podía atreverse a pensar y les dedicábamos canciones en inglés y las manes se quedaban como locas. Cuando tu esposa se fue de la casa te dijo que ella había imaginado que la vida contigo sería distinta.

Nuestros padres pensaban que a estas alturas nosotros seríamos millonarios y podríamos mantenerlos. ¿Te acuerdas de tu compañero Raulito?, vive en Guayaquil y tiene una buena casa en Samborondón, la mamá vive con él y los hijos, debe ser lindo vivir con tus nietos, debe ser lindo tener nietos. Nuestros padres se sienten estafados. Como que todas las semillas que lanzaron se las llevaron los pájaros o cayeron en pedregales o murieron entre los espinos. Ahora dicen que no pueden gastarse los ahorros viajando porque quién nos va a curar las enfermedades, ¿tu?

Éramos niños y pensábamos que tener treinta o cuarenta años era ser viejo. Que a esa edad uno ya tenía su propia casa, su propio carro, sus propios hijos. Y que tenía plata porque a esa edad nuestros padres tenían plata. Pero el otro día me dijiste que nosotros, a esta edad, tenemos problemas que nuestros padres no tenían, que nuestra generación ha retrocedido en la escala social. Somos clase media, dijiste. Ni eso, dije yo, la clase media tiene ahorros. El otro día tuve que pedirle plata a mi viejo y el man se cabreó y me dijo hasta cuándo.    

Lo que creíamos que iba a pasar nunca pasó. Todavía puede pasar, supongo. Todavía, si haces las cosas que tienes que hacer, pero, ¿cuáles son esas cosas?, ¿cómo se hacen? Lo que nos pasó es esto que nos está pasando, lo que nunca nos iba a pasar. Es como si nuestra infancia hubiese sido un sueño y nosotros despertáramos de ese sueño todos los días. 

(SoHo)

8.01.2016

Cosas extrañas que pasan


Se nota que los hermanos Matt y Ross Duffer, creadores de la serie Stranger Things, no solo nacieron y se criaron en los 80’s –ambos son del 84– si no que han decidido quedarse a vivir ahí por lo menos un tiempo, ahí, en esa especie de dimensión paralela en arrebato permanente que es el pasado, ahí, donde los recuerdos que se repiten suceden siempre por primera vez. La historia está ambientada en 1983, tiene alma VHS y como muchas de las películas que grabábamos en esos casetes parte con un misterioso accidente: un niño sale de la casa de sus amigos, donde ha estado horas enteras jugando juegos de mesa y fantasía, va pedaleando por el barrio en el que vive, de pronto pierde el equilibrio y lo próximo que vemos es un monstruo al que no podemos ver. El niño desaparece y la serie se desarrolla mientras lo buscan pero sobre todo mientras encontramos eso que no andábamos buscando.

The Duffer Brothers, así firman, han hecho una serie que contiene y explota con pasión análoga toda la mitología del cine de terror, ciencia ficción y aventuras de los 80’s. Porno geek, casi. Los elementos aparecen por todos lados: hay, en las afueras del pueblo, un laboratorio que mantiene prácticas sospechosas y que, obvio, está vinculado con el gobierno de los Estados Unidos; hay, claro, un científico que podría estar o no loco pero que seguro sufre algún desequilibrio emocional; hay un antihéroe (que dicho sea de paso nos recuerda demasiado a Jack Nicholson en El resplandor), un policía venido a menos, deprimido y alcohólico que encuentra en este caso algo parecido a una razón para vivir. Hay adolescentes que se creen más grandes de lo que son y están descubriendo sus cuerpos pero no saben lo que les espera; hay una niña con poderes que mueve cosas con la mente; y hay, por supuesto, cómo no iba a haber si esta era la razón por la que estas películas nos gustaban tanto, cuatro niños que son muy amigos y muy nerds, que no la pasan tan bien en el colegio, que quisieran ser otra cosa y no lo que son y que aún así logran combatir al monstruo.

Pero por lo menos para mí el verdadero logro sentimental, nostálgico y romántico de Stranger Things es haberle devuelto su lugar a Winona Ryder, una de las mejores actrices de su generación, la novia de los 90’s, dueña de una belleza totalmente personal –la verdadera belleza resiste al tiempo y al olvido porque ocultarla es imposible– que pudo haber capitalizado su figura de forma tradicional en Hollywood pero siempre prefirió arriesgar un poco. Ahí están  Beetlejuice  y Heathers, Welcome Home, Roxy Carmichael, y Eduardo Manos de Tijera, Bocados de realidad e Inocencia interrumpida, Drácula y La edad de la inocencia. Más que suficiente para construir eso que llaman una carrera y que Winona Ryder hizo en poco más de una década, antes de cumplir los 30 años de edad. Su rostro, sus peinados y esa onda de chica alternativa que se-viste-mal-pero-se-ve-bien definieron la estética moral de una década donde se podía ser hermosa y freak, como corresponde. Ahora ha vuelto, es la madre del chico perdido, es pobre y es fácil intuir que no ha tomado las mejores decisiones. Pero, hey, ¿quién lo ha hecho? Su cuerpo tiembla en cada escena como si llevara adentro miles de otros cuerpos y esa vulnerabilidad de espíritu, esa encantadora fragilidad mental que en algún momento se acerca peligrosamente a la demencia, hacen que su personaje, quizás el más cuestionado y cuestionable dentro de un elenco que cumple a cabalidad con todos sus arquetipos, sea o mejor dicho vuelva a ser una de esas mujeres a las que uno quiere proteger sabiendo de antemano que si alguien va a salvarnos pues esa será ella.

The Duffer Brothers no son los hermanos Coen, no indagan en el folk más extraño de su país para poder contarlo o inventarlo o entenderlo desde ahí, al contrario, los Duffer se enorgullecen de los lugares comunes y de los clichés y filman su cultura con patriotismo: como diciendo somos de esa generación que se educó frente a la televisión y esto fue lo que aprendimos. Desde la secuencia de créditos, que tiene esa onda terror-de-pueblo-chico a lo Twin Peaks mezclado con las bandas sonoras compuestas por John Carpenter, uno sabe que está entrando a uno de esos sitios donde todos se conocen, donde los niños andan sueltos por las calles, donde siempre hay la posibilidad de encontrarte con la amiga de tu mamá en el lugar menos conveniente, donde la chica linda sale con el chico lindo, ese tipo de lugar en el que suceden cosas extrañas y aún más extrañas. Me recuerda a una serie que si no es de culto pues debería serlo, Eerie, Indiana, justo con dos niños al centro del elenco que capítulo a capítulo iban descubriendo que el pequeño pueblo donde vivían era en verdad un universo profundo poblado por gente loca. Digamos que Stranger Things es de eso una versión sofisticada y para adultos que crecieron emparentados por la misma cultura pop: desde He - Man hasta El señor de los anillos, desde Tiburón hasta La guerra de las galaxias. Seamos Goonies otra vez, ¿por qué no?

Aquí un apartado especial para la música. Si la serie se hubiese estrenado en 1983 los productores jamás hubiesen conseguido que bandas como Television, Joy Division o The Smiths sonaran en una gran producción como ésta, hubiese sido imposible porque ninguna de esas bandas, que ahora son legendarias, tenía en ese momento la teleaudiencia necesaria (bueno, The Clash, pero no mucho más). El caso es que la banda sonora cumple con el anhelo imposible de cualquier viaje en el tiempo: enmendar los errores del pasado.  

Y algo más. Cuando su hijo le diga que él y sus compañeros han descubierto un portal que conduce a otra dimensión y que esa dimensión está justo debajo de sus pies, que usted camina todos los días por el techo de esa otra dimensión, créale. Porque sí: hay otro mundo debajo del nuestro.  

(El Comercio)