Hace ya varios días que la vi y no dejo
de pensar en ella. Ahora mismo siento que jamás podré olvidarla, que se ha
convertido en parte de mi vida y que adonde sea que vaya de aquí en adelante la
llevaré conmigo: puesta encima como un manto, escondida entre mí como un
recuerdo. Nos acompañaremos en silencio aunque yo hablaré de ella porque ella
habla de mí y de ti y de todos nosotros: habla de la fe en uno mismo. Hablaré
de ella, sobre ella, a través de ella, y trataré de convencerte. Quizá también
se hizo carne en ti.
Al final, cuando la pantalla se oscureció,
cuando ella se acabó allá arriba para poder empezar a ser y seguir siendo acá
abajo, sentí algo extraño en el pecho: como si de repente mi corazón se hubiese
hecho más grande o mucho más grande y quisiera salirse de mi cuerpo y pensar en
un par de cosas antes de decidir si vale la pena volver. Estaba temblando y
tenía ganas de llorar. Estaba agotado por los años de viaje y exhausto por los
años de encierro. Pensaba que me iba a desmayar pero la había visto y ella
nunca desmaya.
Buscamos un propósito en la vida, algo
que nos de sentido, que nos guíe, que nos hable mientras vamos por ahí sueltos
en el camino: algo que justifique nuestra presencia en la tierra. Y cuando lo
encontramos somos capaces de defenderlo hasta la locura porque la verdadera
locura sería vivir sin propósito. Ella me ha hecho pensar así. Me ha dicho que
cuando uno está a punto de doblarse para poder entrar en un rincón del mundo y
acomodarse, justo ahí, es cuando hay que seguir andando así no sepamos dónde
estamos yendo. Buscamos un final.
El arte que te llega y te estremece no es
el que habla de los demás sino el que te mete la mano en la boca y te revuelve
las tripas. Sabemos que algo nos ha tocado cuando eso que le está pasando a
otros se convierte en esto que me está pasando a mí, que me cuestiona, que me
eleva y me deja ver desde tan lejos y tan cerca lo que soy y la distancia que
me separa de la que quiero ser. Hoy somos. Mañana seremos. Después fuimos,
habremos sido, éramos. Hoy es hoy y tenemos que defender lo que somos y lo que hacemos
y eso en lo que creemos.
Hoy desperté pensando en ella. Seria,
adulta, larga, importante. Mientras todo pasa y nada queda, ella aparece firme a
nuestro a lado como un susurro que termina en grito. El Silencio se hace entre
nosotros. La vimos y ella nos devolvió en un reflejo el rostro de nuestras
propias obsesiones. Hacia allá vamos, a encontrarnos con esas obsesiones.
Obsesionados en ser y seguir siendo o terminar de ser así
como somos. Ella nos ha revivido.
Nadie podrá olvidar las circunstancias en
que Moonlight ganó el Oscar a mejor película el pasado mes de febrero. Warren
Beatty recibió el sobre equivocado, leyó la tarjeta que venía ahí dentro, dijo
que la ganadora era La La Land y todo el equipo detrás de aquella cinta subió
al escenario a recibir el premio. Cuando los productores estaban agradeciéndole
a sus familias y a la vida por haberles dado tanto, el mismo Beatty apareció
con la tarjeta correcta y fue uno de los productores de La La Land quien lo
dijo: no es una broma, aquí está, Moonlight, ustedes ganaron.
El momento fue más que confuso. Algunos
pensamos –yo todavía sospecho– que se trataba de una broma del anfitrión, Jimmy
Kimmel, que había tenido una gran noche: el tweet
a Trump para preguntarle si estaba despierto, el momento en que hizo entrar al
teatro a un grupo de turistas que seguro todavía no se la creen, todas las
maldades-muestras-de-cariño que preparó para su amigo Matt Damon. Además, hubo
una muy sospechosa similitud con el episodio de Miss Universo (un negocio marca
Trump) en el que también se anunciaron dos ganadoras, una tras otra: primero una
lágrima de emoción y luego varias lágrimas de amargura. Y después de todo La La
Land había sido acusada de falsa y mentirosa mientras Moonlight se establecía
como una cinta llena de verdad. (En todo caso: la película grande, llena de
canciones y de colores tan felices que la hacen parecer una trozo de ciencia
ficción, queda en ridículo y pierde contra la pequeña, una pieza de arte
moderno cuyo personaje principal lo tiene todo en contra. Muy Hollywood, digno de un Oscar)
Meses atrás, en octubre del 2016, A. O.
Scott, el legendario crítico de cine del New York Times, había titulado su
reseña de Moonlight preguntándose si era la mejor película del año y resolviendo
con esa pregunta cualquier duda que pudiese haber al respecto. En la columna,
Scott se refería al film como una cinta hermosa desde la primera hasta la
última toma, decía que los colores son ricos y luminosos, y que la música,
tanto las canciones que suenan en la banda sonora (Almodóvar mediante) como las
melodías compuestas para la pantalla, eran asombrosas y perfectas. Quizá todo
eso es verdad o será verdad de cierta forma de aquí en adelante, pero cuando
más acertado estuvo el crítico fue al definir el carácter del director, “Él no
generaliza. Él enfatiza”, dijo Scott sobre Barry Jenkins, un cineasta de 38
años que apenas va por su segunda película.
Y sí, Moonlight es enfática de una manera
tan sutil, tan firme, tan presente: Jenkins no explota el gueto, al contrario,
lo acerca, lo aterriza, lo normaliza,
y eso es lo que duele. Y, como las grandes de todos los tiempos, no depende de
su trama sino que se la juega entera y apuesta todo por los personajes a
quienes debe su existencia.
Al centro de la historia está Chiron,
esta película es sobre él y sucede entera en tres momentos específicos de su
vida.
Al principio es un niño pequeño, vive en
un barrio caliente y húmedo y peligroso en el sur de Florida, y no parece
conectar con nada de lo que lo rodea: niños violentos, una madre ausente, dealers que despachan en la calle. Al
principio, Chiron casi no habla pero hace un amigo que acaba siendo su figura
paterna, Juan (Oscar a Mahershala Ali como actor de reparto), el dealer que maneja el negocio en el
barrio y tiene entre sus clientes a la madre del pequeño. Al principio
entendemos que Chiron debería salir de ese mundo pero que nunca va a poder
salir de ahí.
A la mitad Chiron es un adolescente flaco
y alto que siempre anda en la suya, que vive para adentro. A la mitad, la mamá
de Chiron es sólo los restos de lo que era y le pide dinero a su hijo para
comprar un poco más, la última dosis antes de la última dosis antes de la última
dosis. A la mitad, Chiron casi no habla pero tiene un amigo, Kevin, que una
noche le da un beso y lo masturba en la playa y un día le parte la cara de un
puñete en el colegio: porque así son las cosas, porque así es como funciona. A
la mitad Chiron entiende que tiene que ser más fuerte que los demás o al menos
parecer más fuerte. A la mitad nadie sabe a ciencia cierta qué pasara con
Chiron.
Al final Chiron es un adulto, un gigante
más ancho que alto, lleno de músculos, duro. Al final Chiron se ha convertido
en dealer y recluta adolescentes que
trabajan para él. Al final Chiron es lo que tenía que ser viniendo de donde
vino: se nota que nunca se cuestionó, que nunca pensó que las cosas podían ser
distintas, que sólo siguió el camino que le pareció más natural. Al final
Chiron parece estar más solo que antes. Al final Chiron recibe una llamada de
Kevin, no se han visto en varios años y quedan en verse. Al final Kevin tuvo
una vida, estuvo preso y ahora trabaja como una bestia para mantener a sus hijos:
eso es, mal que mal, una vida. Al final Chiron le dice a Kevin que nadie más lo
ha tocado, nadie, nunca, en ninguna parte.
Así: al principio, a la mitad, al final.
Así: Pum-Pum-Pum. Así enfatiza Moonlight. Muestra sólo lo necesario y hasta
menos para que cada uno pueda intuir lo realmente necesario. Hay vidas que pueden contarse de esa manera: en pocas palabras y algunos sentimientos y
varias emociones. Hay personas que no son lo que dicen sino lo que hacen o
dejan de hacer. A veces dan ganas de estirar la mano hacia la pantalla y
ofrecérsela a Chiron, pero también da miedo que la pantalla nos jale hacia
adentro y nos trague. Dan ganas de empezar a vivir porque hay vidas que nunca
empiezan.
Hoy es viernes y son casi las seis de la
tarde. Decidí venir a esta función porque pensé que estaría más o menos vacía,
que a estas horas la gente seguiría en sus trabajos o habría empezado ya a
consumirse en el fin de semana. Pero no. La sala está prácticamente llena y entre
el público se distingue una clara mayoría de hombres jóvenes que llevan lentes,
pelo largo y camisetas de Megadeth o Mario Bros: una raza noble de metaleros
que además son gamers y leen cómics.
Bien. También hay mujeres jóvenes, pero menos, y se nota que varias de ellas le
están haciendo a sus amigos o novios un favor que luego podrán cobrar.
Ésta es la décima ocasión en la que el
australiano Hugh Jackman hace el papel de Wolverine, también conocido como
Logan. Y quizás sea la última: hasta los inmortales deben saber cuándo ha sido
suficiente. Lo encontramos más deprimido, cínico e intoxicado que de costumbre.
De hecho, esta pudo haber sido una gran película sobre un alcohólico
tambaleando al filo de la muerte. Y de muchas maneras, cumpliendo además con
las reglas del género de superhéroes, la cinta va de eso: un hombre que ya no
sabe qué hacer consigo mismo y sólo quiere que alguien apague las luces pronto
porque él, condenado a la eternidad, no ha podido hasta ahora apagarlas por su
cuenta.
Logan
sucede en el futuro
cercano, el año 2029 (o sea, pasado mañana), cuando se supone los mutantes han
sido completamente exterminados del mundo, pero claro, la verdad es otra:
todavía existen y están más cerca de lo que creemos. En una época de
franquicias infinitas, los estudios Marvel se han encargado de sembrar la
semilla de toda una nueva posible generación de X-Men. Y esto bien puede ser lo
mejor de la película. Desde que aparece Laura, una niña pequeña que ha heredado
los poderes y el mal carácter de Logan, su padre, la cinta rejuvenece y cobra
importancia. Se nos permite ver de cerca la esencia aún no domesticada de una
criatura que todavía no sabe lo que es capaz de hacer.
Las secuencias de acción, frecuentes,
dramáticas y feroces, nos obligan a entender que Logan no podrá continuar con
ese ritmo caníbal por mucho más tiempo, pero la pequeña Laura tendrá que
hacerlo. Hay una secuencia en particular, a la altura de la mitad de la
historia, que la revela como una fuerza de la naturaleza que sólo puede morir o
matar. Y además hay en Laura una buena parte de los conflictos que envuelven a
los mutantes: soy distinta, la gente no me quiere, no me acepta, la gente me
tiene miedo y cuando la gente tiene miedo reacciona de maneras violentas así
que voy a tener que protegerme. Laura, que pasa en silencio casi toda la
película (su sola presencia llena la pantalla), que se defiende con garras de
acero y no con palabras, da sus primeros pasos como una princesa criada en el
campo de batalla.
Al final, como de costumbre en una producción
de Marvel, la gente se queda en sus asientos esperando el avance de la próxima
cinta, pero suena Johnny Cash y corren los créditos y no hay nada más. Alguien
dice: creo que voy a llorar. La pantalla en negro. La página en blanco.