ADVERTENCIA: ESTE
ARTÍCULO CUENTA UN EPISODIO SUCEDIDO EN JULIO DEL 2011 QUE PUEDE ENCONTRARSE EN
YOUTUBE ESCRIBIENDO LAS SIGUIENTES
PALABRAS EN EL BUSCADOR: ANDRÉ RIEU ANTHONY HOPKINS. EL VIDEO DURA ONCE MINUTOS
CON OCHO SEGUNDOS Y EL LECTOR, SI ASÍ LO PREFIERE, PUEDE IR DIRECTO A LAS
IMÁGINES. SERÁ MÁS QUE SUFICIENTE.
00:00. Se escuchan unos aplausos llegando
a su fin. Los miembros de una orquesta de música clásica acaban de hacer una
reverencia y vuelven a sus asientos. Son hombres y mujeres blancos, rubios y de
mejillas rojas, evidentemente europeos. El director se voltea hacia el público
y dice, damas y caballeros, tengo una
sorpresa para ustedes, y debo reconocer que es también una sorpresa para mí. Se trata de André Rieu, violinista y compositor holandés, creador
de la Orquesta Johann Strauss, que recorre el mundo tocando valses para cientos
y miles de personas. Rieu lleva un traje propio del siglo XIX y tiene cara de
loco.
00:19. Rieu cuenta que unos meses atrás recibió
una llamada desde Nueva York en la que le dijeron que alguien, un fan suyo,
había compuesto un vals y quería que su orquesta lo interpretara. Todos los días recibo una llamada como esa, dice
el conductor, que tiene ojos azules y una corta melena alborotada. Este tipo de
llamadas, aclara, le han enseñado que aún no ha nacido un nuevo Johan Strauss.
Se escuchan unas risas cómplices y sofisticadas entre el público. Da la
impresión de que Rieu ha preparado y quizás hasta ensayado varias veces y en
voz alta lo que está diciendo: el espacio que separa unas palabras de otras se
llena con intriga y todas juntas huelen a misterio. Al otro lado de la línea le
hablan de un actor de cine, la estrella
más grande que haya en Hollywood en este momento, según el músico.
01:26. Como todas las historias
verdaderas, esta parece mentira. En palabras de su director, la Orquesta Johan
Strauss se prepara para tocar un vals que fue escrito hace cincuenta años y
cuyo compositor, que antes de ser estrella de cine quiso ser músico, jamás ha
escuchado. Así: ja-más-lo-ha-es-cu-cha-do. Rieu levanta el brazo por un momento
y señala con el dedo, sus párpados se abren y sus ojos son cuerpos celestes
flotando en el inmenso cosmos blanco. Este
hombre tenía miedo de escuchar su vals, dice, pero me vio en un programa de la televisión americana y pensó que yo
era el indicado para tocarlo con mi orquesta. El músico pidió que le
enviaran las partituras y poco después grabó el tema: André Rieu fue la primera
persona sobre este mundo en escucharlo.
02:19. Excitante, romántico, apasionante, fílmico. Rieu le asegura al
público que el vals que va a tocar a continuación es todas esas cosas, que está
orgulloso de tocarlo aquí, en Viena (donde se inventó este tipo de música
alrededor del siglo XII), por primera vez, y que está aún más orgulloso de que
la estrella de Hollywood haya volado desde Los Ángeles para encontrarse
presente en este momento, para escuchar la música que escribió hace tantos
años, cuando todavía no era nadie, pero que nunca ha escuchado. Nunca. No
todavía. Denle un gran aplauso a…
02:45. Sir Anthony Hopkins se levanta de
su silla y la ovación que se levanta con él, tras el anuncio de su presencia,
es un movimiento histérico: los gritos se imponen por encima de todas las manos
que se golpean y se chocan. Esta es la primera toma que muestra al público de
frente, un grupo más bien reducido de personas vestidas de manera formal:
ternos y camisas y corbatas; vestidos y joyas y zapatos de taco. Anthony
Hopkins baja la cabeza, susurra thank
you, thank you, se voltea hacia la audiencia y levanta las manos para
saludar. Hay, muy cerca de él, sentada en la misma fila, gente aplaudiendo como
focas con la boca abierta: probablemente no sabían que él estaba ahí,
definitivamente no creen que ellos estén ahí, en el mismo lugar que una
estrella de cine. Vemos películas y creemos en ellas pero no podemos creer que
un actor se siente a nuestro lado durante un concierto.
02:55. La gente de las primeras filas se
pone de pie y sigue aplaudiendo. Anthony Hopkins levanta los brazos y los
dirige hacia el escenario, donde están Andre Rieu y su orquesta. El director lo
mira de vuelta, sonríe mostrando sus dientes amarillos, y asiente con la cabeza
como diciendo sí, hermano, esto está
pasando, y todo bien, te lo mereces, esto es lo que nos espera al final del
silencio, por eso lo atravesamos, para llegar a esto. Luego Rieu le hace
una señal a los músicos de la orquesta y los libera de cualquier protocolo y
ellos y ellas también se levantan a aplaudir y ser felices: las mujeres llevan
vestidos de colores vivos y brillantes, como princesas de un parque de
diversiones, de una fiesta infantil o de una cadena de cines; los hombres van
con ese frac típico de su género musical que tanto los asemeja a los saloneros
de un restaurante. El público que aún no se había levantado se pone de pie.
Anthony Hopkins se lleva las manos a la boca y manda besos en todas
direcciones.
03:29. Hopkins vuelve a ocupar su
asiento. Se lo ve nervioso, incluso avergonzado. Aunque el poco pelo que le
queda en la cabeza sea todo blanco y la piel del rostro se le recoja entre las
arrugas, junto a los ojos, Hopkins parece un niño al que la realidad le está
permitiendo un sueño. André Rieu, por su parte, dice que el título de la
composición que se dispone a interpretar no podría ser más acertado, And The Waltz Goes On, que podría
traducirse como Y el vals continúa.
Pero lo que nos preguntamos es, ¿cuándo empezó? En un corto testimonio para la
prensa británica, Hopkins contó que había querido ser músico desde muy pequeño,
pero que nunca había sido buen estudiante ni perseguido una educación formal.
Escribió su vals en 1964, cuando tenía veintisiete años, y fue su esposa quien,
muchos años después, hizo aquella llamada a la que Rieu se refiere en un
principio.
04:09. Suenan las primeras notas. Andre
Rieu, que sostiene en una mano el violín y el arco, frunce el ceño, empina los
labios y mueve la otra como dibujando el golpe de esas notas en el aire. La
melodía es irresistible. Anthony Hopkins mira a la orquesta con atención y
asombro, como si no supiera lo que va a pasar: después de todo, no lo sabe, él
escribió el vals, pero recién empieza a escucharlo.
04:52. La mujer sentada al lado de
Hopkins se llama Stella Arroyave, es colombiana, está casada con el actor y
está llorando. Se lleva la mano al rostro y con la yema del dedo, muy
discretamente, hace desaparecer una lágrima. Todo en ella es así: sencillo.
Stella Arroyave tiene puesto un sobrio vestido negro, un elegante collar de
perlas sobre el cuello y en la cara no se le nota otro maquillaje que la
emoción. La esposa de la estrella de cine parecería ser todo lo contrario a
Hollywood, alguien que brilla sin la necesidad de más luces que las encendidas
dentro de su cuerpo. Cuando se conocieron, Hopkins pasaba por días extraños,
bebía demasiado y se sentía “ligeramente” deprimido: durante los 90’s fue
gigante y se sabe que nadie baja vivo de una cruz. Se casaron en el 2003,
cuando ella tenía cuarenta y siete y él sesenta y tres. Hace poco, ya a las
puertas de cumplir ochenta años, Anthony Hopkins dijo en una entrevista a Larry
King que si no fuese actor quizás hubiese bebido hasta la muerte, luego se rió,
pero lo dijo, y que su esposa es su amiga más cercana. Esto último lo mencionó
sin reírse después.
05:17. Ambos, Hopkins y su esposa, mueven
la cabeza según las huellas que va dejando la música y es como si las cabezas
estuviesen bailando solas, flotando, y como si la cabeza de Stella fuese en
algún soplo a caer rendida sobre el hombro de Anthony. A la melodía
irresistible se han unido ya casi todos los instrumentos de cuerda y la
sensación térmica nos hace pensar que ya hemos escuchado esto antes, que
conocemos esta música, y se gatillan recuerdos en nuestro interior que viajan
desde las profundidades del olvido a la superficie del momento. Lo que uno
quisiera es estar junto a Hopkins y darle al viejo un abrazo y decirle gracias,
gracias por esto, y por lo otro.
06:19. La felicidad es total. Stella
tiene un lunar junto a la boca, como en la ranchera Cielito Lindo, que asoma en
uno de los extremos de su sonrisa. La melodía irresistible hace una pausa
inesperada, luego otra. Anthony Hopkins imita las maniobras asintiendo con la
cabeza, y después de la segunda pausa también levanta el puño y sonríe en un
gesto de triunfo. Sí, así es, así ha sido
siempre, así es como me la imaginé. Si alguien disfruta de la precisión,
ese es Hopkins, que tiene la manía de aprenderse los guiones de memoria
(literal, palabra por palabra, silencio por silencio) pero al que no le gusta
ensayar con otros actores (con Jodie Foster, por ejemplo, no cruzó ni un saludo
durante el rodaje de The Silence of the
Lambs, más allá, claro, de las palabras dichas por Hannibal Lecter), lo que
le gusta es llegar y ser y no tener que repetirse, sólo ser para luego poder ser
otra cosa. Tiene el cuello estirado, como para no perderse ningún detalle. En
su boca aparece sólo una fila de dientes reposando sobre su labio: un gesto de
roedor, un gesto caníbal.
06:33. Un flashback: Andre Rieu y Anthony
Hopkins se saludan antes de que comience el concierto, se abrazan, se dan
palmadas en la espalda. Quizá Hopkins le dijo que se tomara la libertad de
interpretar la partitura como él quisiera. Quizá Rieu le dijo que se limitarían
a tocar el vals tal como Hopkins lo escribió porque no hay otra forma de
hacerlo ni mejor forma de hacerlo. Durante una entrevista posterior, Rieu contó
que mientras esperaba que le llegaran las partituras de Hopkins aprovechó para
llenar su iPad con las películas protagonizadas por el actor, todas menos una, The Silence of the Lambs, por que él jamás vería algo como eso.
07:48. La melodía irresistible se calma,
abre un espacio y entonces empieza a sonar una caja de música (hay que tener
agallas para incluir algo así en una partitura), una especie de organillo que
funciona a manivela y es operado por una de las princesas de la orquesta. Rieu
mira a Hopkins e imita el movimiento de la manivela haciendo círculos con el
arco del violín: las personas que entre el público reconocen el instrumento
hacen lo mismo con sus manos, convenciéndose de que esto que está pasando en
verdad está pasando. Stella Arroyave hace desaparecer otra lágrima con la misma
delicadeza de hace unos instantes. Hopkins abre y cierra la boca de manera casi
compulsiva, como un pez haciendo burbujas, disparando en silencio las notas una
después de otra: pa-pa-pa-pá-pa-pa-pa-pa-pá-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pá.
08:27. La melodía recobra su cuerpo
entero y es una ola que nos arrastra de ida y vuelta, una ola que ojalá ya no
nos devolviera nunca más a tierra firme porque la música es la más firme de las
tierras. Anthony Hopkins no puede disimular que este es uno de los mejores
momentos de su vida. Aquel Oscar que le negaron por su papel en The Remains of the Day deberían dárselo
por haber logrado, aquí y ahora, el mejor personaje de toda su carrera: un
hombre que a los setenta y cuatro años escucha por primera vez la música que ha
tenido medio siglo guardada en el pecho.
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09:33. André Rieu toca un solo de violín.
Anthony Hopkins, ya consumido por las llamas del éxtasis, levanta la mirada
siguiendo los sonidos más agudos del vals y, justo en la última nota, levanta
las cejas, muestra la punta de su lengua y la aprieta entre los dientes como si
después de esto fuera a comernos a todos. Los aplausos vuelven a caerle encima.
Hopkins los recibe de pie. Luego, se inclina hacia su esposa, le roza los
hombros con las manos, le acerca la cara. Y ella, tan feliz como puede estar
una persona que ama, todavía con las mejillas húmedas, le da un beso.