El director John G. Avildsen murió el
pasado viernes 16 de junio, tenía 82 años y un cáncer en el páncreas. Pero no
es justo dejarlo ir así, en silencio, por lo bajo, como si se tratara de
cualquiera. Hay que despedirlo con honores, ponerse de pie un buen rato, hacer
ruido y dejar claro que Avildsen aguantó hasta el último round antes de dar el
paso definitivo hacia delante y hacia la eternidad. El futuro será distinto
ahora que este cineasta se ha convertido en un cuerpo celeste.
Quizá Avildsen hizo poco, pero sin duda
logró mucho. Ya en 1976, después de obligar a Sylvester Stallone a escribir
golpe por golpe la secuencia final de Rocky (la primera, la genial, la obra de
arte; y también la V, en 1990, menor pero con personalidad y valor propios),
pudo haberse retirado y habría hecho más que suficiente (le
ganó el Oscar a Lumet y a Bergman): no sólo llenó de
dignidad a la cinta sino que además le dio el carácter que mantiene hasta ahora
en su formato mitad película de cine arte-contemplativa con preocupaciones sentimentales
y mitad drama de acción.
Casi diez años después, en 1984, mientras
Rocky se fajaba con Drago en la Unión Soviética, Avildsen se puso enfrente y
arriba de Karate Kid, le dio un norte a la película y de nuevo mezcló géneros
como el mejor: pasa en la vida, pasó en las cintas de este director. Hoy por
hoy, aparece como una bastante adelantada a su tiempo cinta sobre el bullyng más
intenso, con algo de comedia romántica, algo de pérdida de la inocencia, mucho
de filme-de-aprendizaje y harto de película justiciera. Y sí, para cuando llegó
la tercera parte el sentimiento ya estaba refrito, pero aún así seguía latiendo.
Avildsen tenía un sentido de la moral del
que se puede aprender bastante (hay que saber dónde estamos parados y por qué
hacemos lo que hacemos y defendemos lo que defendemos), incluso cuando, sobre
el final de sus películas clave, se pone más bien romántico. Llegar a esos
momentos de clímax y a esas temperaturas manteniendo entero el sentido de la
realidad es una cualidad de la que no todo director se puede ufanar. Avildsen
lo lograba y no sin esfuerzo nos envolvía en sus melodramas.
Un chico de trece, catorce años, o
quince, a lo mucho, practicando frente al espejo la patada de la grulla le debe
todo ese coraje a Avildsen. Lo mismo el que sale a correr para sudar y terminar
subiendo algunas escaleras en alguna parte, saltando en lo más alto, con los
brazos arriba. Todos los que pensaron que no estaban vencidos, que había que
dar la pelea y arriesgar el pellejo, todos le deben algo a Avildsen. Todos los
que gracias a su cine pensamos que las cosas podían ser distintas. Todos le
debemos algo a.
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(El Diario Manabita)