8.21.2017

La tía Toty


Mi tía Toty, el documental de León Felipe Troya que tras varios festivales se estrenó en salas comerciales el pasado fin de semana, cumple a cabalidad con una regla de oro: el personaje es más importante que la historia. Esta película es puro personaje y gracias por eso, por dejarnos ver tan de cerca a alguien que sólo habíamos visto de lejos o desde la butaca de un teatro o que quizás no habíamos visto nunca pero que siempre había estado ahí, allí, aquí, y que ahora resulta tan cercana como un familiar.

La cinta de Troya parecería no tener pudor, como corresponde, y se arma con una verdad o una serie de verdades que llenan a su personaje con distintos matices, que lo redondean, que lo vuelven realidad por encima de todo: el gusto por la aventura, por la exploración de un mundo distinto al que le había tocado, la debilidad por el amor y su combustión ingobernable, el impulso de las pasiones no como estilo de vida sino como razón de vivir, la nostalgia ante el irremediable paso del tiempo, el temblor en la mirada cuando enfrentamos lo que pudo ser contra lo que fue, y el derecho a la melancolía y a la infinita tristeza.

Al final se trata de eso, de esto, de decir la verdad porque en esa verdad es donde película y personaje y público se encuentran y se dan la mano y se miran a los ojos y hasta se reconocen porque después de todo no somos tan distintos: tenemos las mismas alegrías, los mismos miedos. Así, este documental, que pudo ser simplemente el cuento de una mujer hermosa que tras ganar el Miss Ecuador en los 60’s partió a Francia, donde se convirtió en actriz de cine, teatro y televisión para luego regresar a su país nada más que por seguir a su corazón, se levanta como el encantador, conmovedor y a veces también aterrador testimonio de una mujer que, ya entrada en sus años dorados, se las arregla como puede para vivir lo mejor que se pueda.

Da la impresión de que la actriz Toty Rodríguez esperó toda la vida para hacer el papel de sí misma como nadie más podía haberlo hecho: ser uno mismo, se sabe, no es fácil, peor delante de una cámara hambrienta que rebusca más allá de la piel. Las secuencias que ocurren en el interior de la casa, de su mundo propio y privado donde suceden cosas fantásticas en todo sentido, muestran a una mujer que se apoya en el humor y la ironía, que no tiene nada que esconder y que libra una batalla diaria por seguir viviendo como ha querido vivir: sola, independiente, a veces fuerte como una escultura de piedra y otras veces tan pero tan frágil que sólo puede echarse en la cama a ver la televisión hasta que se le pase la depresión. Lo que pasa durante un viaje a París, en cambio, revela a una mujer que puede enfrentarse a su pasado con orgullo, sin miedos, aunque a nosotros nos de por pensar que quizás lo mejor que le pasó en la vida le pasó ahí, que después sólo estuvo esperando algo que nunca llegó. Y están las conversaciones que personaje y director tienen por teléfono (cuando ella, queda claro, preferiría no seguir adelante con la película), en las que La Tía Toty está con el ánimo en la mierda y sin ganas de mostrarse o peor exhibirse, que nos permiten un lado oscuro de su personalidad, un costado que prefiere hundirse hasta rebotar en el fondo. Todas estas personalidades, todas estas Totys, son memorables.

Si eso con lo que sueña una actriz es convertirse en uno o en varios personajes, Toty Rodríguez lo ha conseguido de la mano de su sobrino, el director de la cinta, que la ve como tal, lo suficientemente lejos como para ubicarla en un universo casi ficticio, lo suficientemente cerca como para hacernos sentir que después de todos estos años por fin hemos podido conocerla.

8.07.2017

Todos necesitamos los huevos


Su prosa es es de una incomparable trivialidad.
La salva un solo hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: 
se parece a la vida. 
- Jorge Luis Borges - 

Woody Allen dice que Annie Hall está sobrevalorada, que su película más conocida, la que parece destinada a ser vista por todo el mundo tarde o temprano, está bien, pero nada más que eso: bien. Él preferiría que lo recuerden por La rosa púrpura del Cairo (1985), Maridos y mujeres (1992) o Match Point (2005), sólo por mencionar tres cintas estrenadas en tres décadas distintas. Se lo dice a uno de sus biógrafos, Robert B. Wiede, en lo que tratándose de un cineasta más bien vintage parece una escena robada de la ciencia ficción: una entrevista para Facebook transmitida en vivo por un canal de YouTube. También dice que sabe que tiene una página de Facebook pero que no sabe qué es eso, y que solo ha entrado a YouTube para ver secuencias de sus comediantes favoritos, como Bob Hope, o escuchar discos enteros de sus músicos favoritos, como Jelly Roll Morton. Pero nada de esto le resulta tan inexplicable como el hecho de que la gente siga viendo Annie Hall o de que mejor dicho Annie Hall le siga llegando y hablando a la gente después de todos estos años. 

Woody Allen escribió el guión de Annie Hall en dos tandas, antes y después del rodaje de La última noche de Boris Groushenko, su sátira sobre la Rusia-Napoleónica, entre 1975 y 1976, y ni tenía ese nombre ni se trataba de lo que se terminó tratando. En los primeros borradores, escritos a cuatro manos junto a Marshall Brickman, la película se llamaba Anhedonia, en honor al mal que sufriría su personaje principal: un estado psicológico que impide a quienes lo padecen sentir placer alguno. En esas versiones tempranas, Alvy Singer, el protagonista, un comediante que acaba de cumplir cuarenta años, se dedicaba a explicarle al público por qué la vida carece de sentido o de propósito o siquiera de intención. Al principio, en un célebre monólogo que los fans recitan de memoria, Alvy dice esto: Hay una vieja broma, dos señoras van a un restaurante, la una dice, “la comida aquí es terrible”, y la otra dice, “¡y las porciones son tan pequeñas!” Pues bien, así es esencialmente como me siento acerca de la vida, llena de soledad, miseria, sufrimiento, desdicha. Y se acaba demasiado pronto.   

Woody Allen escribe las ideas para sus películas a mano, en hojas de ese papel amarillo que viene en los blocs o en esos pequeños trozos de las libretas de los hoteles o en esas servilletas de restaurantes, luego mete esos apuntes en una funda que guarda en un cajón junto a su cama y cuando necesita saber cuál será su próximo guión vacía la funda sobre las sábanas y escoge uno, casi al azar. Puede ser algo tan básico como esto: un hombre tan inseguro que se transforma físicamente en quien tenga a su lado para encajar mejor con los demás. Esto: una mujer felizmente casada, emocionalmente estable, y sus dos hermanas menores, más bien inseguras y frágiles, perdidas. O esto: mientras asiste a una retrospectiva de su trabajo, un cineasta recuerda su vida y sus amores, la inspiración para sus películas. Aunque esto último sea la sinopsis de Recuerdos –esa sí su mejor película, estrenada en 1980–, se acerca bastante al argumento original de Annie Hall, la primera de sus cintas “serias”, donde la historia y los sentimientos de los personajes se imponen por encima de una cadena de bromas hilarantes, que era como se armaban sus trabajos anteriores.    
    
Woody Allen rodó Annie Hall en el verano de 1976 y en jornadas que acababan a las cinco de la tarde, hora en la que volvía a su apartamento a reescribir escenas que no estaban funcionando en el set o de plano a incluir nuevas acciones en el guión. Escribe a mano, en esos blocs de páginas amarillas, echado en su cama, y luego en una máquina de escribir Olympia que compró por 40 dólares cuando tenía 16 años, en 1951, y que conserva hasta ahora. Según el editor de la cinta, Ralph Rosenblum, Allen llegó a la sala de montaje con 40 horas de material y aún así tuvo que volver a reunir al equipo a comienzos de 1977 para rodar material extra luego de verse ahogado durante la edición. El primer corte de Annie Hall, sólo visto por el director y el editor, duraba cuatro horas; luego hubo uno de dos horas y media, que fue el que Allen compartió con gente de confianza, como el co-guionista Brickman, y finalmente uno de 93 minutos que fue el que llegó a los cines. Un año después, en abril de 1978, Annie Hall ganó cuatro de los cinco premios Óscar para los que fue nominada: mejor actriz, mejor director, mejor guión y mejor película.    

Woody Allen no fue a la ceremonia de los premios de la Academia, se enteró de que había ganado al día siguiente, leyendo el New York Times, y en ese momento tomó dos decisiones importantes: prohibir a los productores que incluyeran la mención a los Óscares en el afiche de la película (al final llegaron a un trato, la incluirían, sí, pero sólo en los afiches colocados fuera de Manhattan, donde Allen no podría verlos) y enviar las estatuillas que le correspondían a casa de sus padres; ellos, que nunca habían querido que su hijo se envolviera en el mundo del espectáculo, las pusieron en una vitrina de la sala donde todo el mundo pudiera verlas, y después le reclamaron lo de siempre, que nunca se hubiese casado con una linda chica judía. La película había cobrado ya vida propia, superó cualquier expectativa y reventó la taquilla: hacerla costó $4 millones de dólares y el total de la recaudación fueron $38,3 millones. Y las chicas que estaban saliendo de la era disco empezaron a usar el look más bien andrógino y liberado y propio de Diane Keaton, la otra estrella de la cinta (su verdadero apellido es Hall, así que sí, es sobre ella), y más de un crítico dijo que Allen había re-inventado no sólo la comedia romántica como género sino la manera de hacer cine como tal.

Woody Allen dice que lo que quería era hacer una película en la que se entendiera cómo funciona el cerebro de un ser humano, cómo los miles de millones de pensamientos, ideas, imágenes y recuerdos que tenemos a cada segundo se rozan y se tocan y se mezclan y a veces se juntan y a veces se enfrentan y la mayoría de las veces desaparecen enseguida de haber aparecido. Una de las escenas eliminadas del corte final, por ejemplo, incluía un partido de básquet entre los New York Knicks de la época y un equipo formado por intelectuales como Kafka, Nietzsche y Kierkegaard; en otra escena los personajes encontraban al mismísimo Satán caminando por las calles de Manhattan y éste les ofrecía un tour guiado por el infierno, donde encontraban al presidente republicano Richard Nixon viviendo entre las llamas. Esas cosas pueden pasar tranquilamente por la mente de –casi– cualquier persona, pero dice Woody Allen que lo único que parecía importarle a la gente a la que le mostraba la cinta era la relación entre Alvy y Annie. Quizá la gente creía y siga creyendo que tratar de entender cómo funciona el amor es ya tratar de entender bastante.        

Woody Allen debe sentir que es por lo menos injusto que su película más famosa sea esa en la que todo le salió mal, esa que debió volver a filmar después de acabada sólo para volver a mutilarla luego. El monólogo del final, otro clásico entre los fans, se le ocurrió horas antes de cerrar la edición. Annie y Alvy vuelven a encontrarse años después de su rompimiento y por casualidad afuera de un cine, y días más tarde se toman un café, conversan, se ríen, y cuando se despiden y él ve cómo ella se aleja y se pierde caminando por la vereda, lo escuchamos decir esto: Se hizo muy tarde y ambos tuvimos que irnos, pero fue genial ver a Annie de nuevo, ¿verdad? Me di cuenta de que era una persona increíble, de cuán divertido había sido sólo conocerla y pensé en esa vieja broma, ustedes saben, un tipo va donde su psiquiatra y le dice, “Doc, mi hermano está loco, piensa que es una gallina” Y el doctor dice, “Bueno, entonces, ¿por qué no lo trajo?” Y el tipo contesta, “Lo haría, pero necesito los huevos”. Bueno, creo que es así como me siento acerca de las relaciones, ya saben, son totalmente irracionales, locas, absurdas, pero las seguimos teniendo pues porque al final la mayoría de nosotros necesitamos los huevos.       

Woody Allen escribió en el 2007 un largo obituario para el New York Times cuando murió el director sueco Ingmar Bergman, el cineasta más prolijo que conoció en su vida: en los Estados Unidos, Bergman era conocido simplemente como “El director favorito de Woody Allen”. Al comienzo partió con esto: Bergman me dijo una vez que no quería morir en un día soleado, y al no haber estado allí, sólo puedo esperar que haya tenido el clima plano con el que todo director sueña. Y siguió con esto: Se lo he dicho antes a la gente que tiene una visión romántica sobre el artista y piensa que la creación es algo sagrado. Al final, tu arte no te salva. Y es verdad, sin importar lo glorioso de sus obras, los artistas se mueren igual, expiran, caducan, se acaban, pero por lo menos a mí me gusta pensar que cada vez que volvemos a ellos, ellos también vuelven a nosotros y vuelven a vivir en cualquier parte y en cualquier sitio del tiempo. Woody Allen partirá algún día pero cada vez que alguien vea sus películas volverá a estar entre nosotros, aunque claro, como él mismo dice, “No quiero vivir en los corazones de la gente, quiero vivir en mi apartamento”.    

Woody Allen dice que entre todo lo que le ha plagiado a Bergman quizás lo más evidente sea algo que sólo puede entenderse como ética de trabajo, y que consiste básicamente en realizar un acto de olvido disciplinado, en hacer la mejor película que puedas hacer en ese momento para olvidarla durante el próximo segundo y empezar con la siguiente: Bergman dirigió alrededor de 60 largometrajes para no pensar demasiado en cada uno, y Allen lleva ya más de 50 por la misma razón, “Si no me puedo medir con su calidad, al menos me puedo acercar a su cantidad”, escribió para cerrar el obituario del Times. Siguiendo ese principio, para sobrevivir un artista debería ser capaz de olvidar todo lo que hace y estaría en la obligación de negarse la posibilidad de mirar hacia atrás; un artista, entonces, existiría sólo en la medida en la que existe su obra más reciente; pero cuando acaba una obra y esa obra ya no es suya sino de la gente se expone al peligroso cariño de esa gente, esa gente que piensa que un artista sólo es eso que hizo en algún momento, eso que nos acercó a las figuras que se mueven en la pantalla y hasta nos hizo sentir parte de la historia o mejor al revés: eso que nos hace sentir y pensar y hasta creer que lo que estamos viendo es nuestra propia historia. Annie Hall tiene eso, al final uno cree que ha pasado por lo mismo o que eso mismo es lo que le está pasando o que algún día eso mismo es por lo que pasará.

Woody Allen tal vez no logró todo lo que quería o nada de lo que quiso lograr en Annie Hall, pero logró algo más importante todavía: hizo que nos enamoráramos de ella tanto como el propio Alvy y con eso lo logró todo porque ese amor, parido a la luz de la pantalla, era y es un amor real o las ganas de sentir un amor real por fuera de la pantalla, las ganas de vivir, de que nos pasen cosas; y cuando una película no sólo se parece a la vida sino que la gatilla y la potencia nos hace vivir mejor o de manera más intensa cualquier cosa que nos esté pasando. A veces es así: hay que verlo en los otros para entenderlo en nosotros. Y de repente el “odio” que siente el viejo Woody por esta película es precisamente lo que le corresponde sentir. Después de ganar fama como comediante se plantea hacer una película existencialista sobre el pensamiento humano, fracasa y va sacando sus ideas porque nadie las entiende o las disfruta y se va quedando con lo que complace a los demás. Woody Allen, el independiente, el amo y señor de sus filmes, termina traicionándose a sí mismo y vendiéndose para que su película pueda existir. Y la “odia” porque resulta que la vida no se parece a sus pensamientos más elevados sino a sus pasiones más simples.

Woody Allen e Igmar Bergman conversaron en distintas ocasiones, pero sólo por teléfono, el sueco lo invitó varias veces a Fårö, la isla en el mar Báltico donde vivió y murió, pero Allen nunca quiso ir porque le incomodaba la idea de tener que viajar en un avión pequeño hasta allá. Sus conversaciones eran largas y casi siempre acababan y empezaban hablando de películas propias y ajenas. Bergman le decía que la opinión que tuvieran los demás sobre sus cintas le importaba, sí, pero no por más de treinta segundos; que para dormir veía películas que no lo hicieran pensar, como las de James Bond; que a veces tenía este sueño: llegaba al set y no podía decidir dónde poner la cámara, “El punto es que sé que soy muy bueno en esto y que lo he hecho durante años, ¿alguna vez has tenido estos sueños nerviosos?”, le preguntaba Bergman a Woody Allen. En los afiches de Annie Hall que llegaron a Europa se leía la leyenda Un amor nervioso y en la película se encuentran creo yo esas cosas que Allen amaba del cine de Bergman: el valor de la moral, el amor, el arte, el silencio de Dios, la dificultad de las relaciones humanas, la agonía de la duda perpetua, el fracaso al que parecen destinadas todas las uniones sentimentales y la inhabilidad para comunicarnos unos con otros.        

Woody Allen conoció a Diane Keaton cuando ambos protagonizaron la versión teatral de Sueños de un seductor en Broadway, a comienzos de los 70’s, pero fue ella la que se enamoró primero. Según Keaton, hizo todo lo posible para que Allen se fijara en ella no sólo como actriz sino y más que nada como mujer. Y ese amor que duró poco pero luego se convirtió en una de las amistades más largas y firmes de la historia del cine lo cambió todo. Antes de conocer a Keaton (la persona que más lo hace reír), dice el director, concebía las películas siempre desde el punto de vista del hombre, pero después de haber pasado por ella y de que ella hubiera pasado por él empezó a escribir desde los ojos de las mujeres, un giro del que todos hemos salido beneficiados y ahí están para probarlo cintas como Hannah y sus hermanas (1986), Poderosa Afrodita (1995) y Vicky Cristina Barcelona (2008), por nombrar tres películas que son conducidas a muy buen puerto por personajes femeninos y que dicho sea de paso su director también pone por encima de Annie Hall. Somos nosotros los que ponemos Annie Hall por encima de todo lo demás, no sólo de las películas de Woody Allen sino de todo lo demás también.        

Annie Hall cumplió cuarenta años el pasado 20 de abril. Como era de esperarse, no hubo festejo ni mucho menos y a su director no se le pasó por la cabeza –o quizás no lo permitió– sacar una edición de aniversario para coleccionistas que incluyese, por decir algo, todas esas escenas borradas que nunca vimos (algunas volverían en películas posteriores, la escena del infierno, por ejemplo, está en Desmontando a Harry, de 1997). Lo que hubo, sí, fueron muchas fiestas digitales en Internet, donde el director no puede controlar los impulsos de los fans, aunque francamente tampoco creo que le interese. A mí me llegó como regalo de aniversario y en archivo adjunto a un correo el guión original, posteado con la siguiente fecha: 2 de agosto de 1976. Tiene 120 páginas, es decir media hora más que la versión que conocemos. En la última escena vemos a Alvy en una florería reclamándole a la chica que lo atiende porque compró un ramo de rosas blancas que murieron en cuanto llegó a su casa, y él quiere o necesita flores vivas. Entonces entra Annie y es ahí cuando y donde ocurre el encuentro casual. Ambos se quedan un poco desubicados hasta que comienzan a conversar. “¿Eres feliz?”, pregunta él. “Deberíamos  almorzar algún día”, dice ella. El tipo con el que está saliendo ahora, muy parecido físicamente a Alvy, la está esperando afuera, y él tiene que llegar con las flores blancas a una cita. “Como amigos, sin presión”, dice Alvy. “Amigos”, repite Annie. Y se dan la mano. Y ella se va con su nuevo novio y él se irá con las flores blancas donde su nueva novia. Y hoy me gusta más este final porque él sigue enamorado de ella, quizá más que nosotros.

(Mundo Diners)

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