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Salgamos de esto rápido: Christopher Robin, el niño valiente y divertido de las historias de Winnie Pooh, se ha convertido en un adulto aburrido, impermeable y gris, que se toma su trabajo demasiado en serio, poniéndolo por encima incluso de su familia, y debe volver al Bosque de los Cien Acres para reencontrarse con su niño interior, para reconectar con la persona insanamente feliz y libre que alguna vez fue, y para recordar que las cosas realmente importantes de la vida no están todas apiladas en una oficina.
Creo que con esto he dicho ya de qué se
trata esta cinta y cómo funciona, aunque quizás valga la pena aclarar que
Christopher Robin no sólo se encuentra con el osito Pooh, sino también con todos
sus amigos del bosque, el Burro, el Cerdito, el Tigre (criaturas, todas,
entrañables), y que entre todos le ayudan a enderezar su vida o por lo menos a
enfocarla. La moraleja es muy clásica de Disney: no dejes que el mundo de los
adultos te coma, te trague, te mastique, y mantén siempre el corazón y la
cabeza y los ojos y las manos muy abiertas para recibir a la aventura.
(Viniendo de Disney, esta moraleja
resulta corporativa, consumista, capitalista o lo que quieran, pero no por eso
equivocada. Todos tenemos un lugar al que podemos volver cuando la realidad se
pone peligrosamente real, y es necesario tener la puerta de ese lugar muy
cerca, a la mano, eternamente abierta, quizás hasta vivir siempre con un pie en
ese lugar que, como cantaba Lennon, suele estar en nuestra cabeza)
Ahora bien, el fenómeno del que
preferiría hablar pasa más bien frente a la pantalla, en las butacas, en la
perfecta oscuridad de la sala. Los niños muy pequeños, yo diría menores a los
tres años, comen algo y se duermen casi enseguida, acaso aburridos por tanto
bla-blá; los niños un poco mayores, quizás de cinco años en adelante, miran la
pantalla atentos y aunque no comprenden del todo qué está pasando se entretienen
viendo cobrar vida a esos personajes de peluche; y de los adultos, qué decir de
los adultos… bueno, yo diría que hay dos clases: los que creen y se dejan
llevar y los que no.
Puedo dar fe de que una madre joven,
acompañada por sus dos hijas, terminó llorando a lágrima viva cuando
Christopher Robin por fin entiende que la fantasía y el amor son las únicas
vías de escape para la realidad y el cinismo de este mundo. Y sí, quizás la
reacción fue exagerada y producto de no sabemos qué trance emocional, quizás
esa madre estaba llegando a la dolorosa conclusión de que no pasa tiempo
suficiente con sus niñas, pero en todo caso me tranquilizó y alegró saber que
una película “infantil” puede mover los cimientos de un adulto hecho y derecho
y hasta enderezarlos o reforzarlos.
El resto eran adultos que estaban ahí por
obligación, a la fuerza, de esos que piensan que con una película en la que
sale Winnie Pooh pueden hipnotizar y calmar a sus hijos al menos un par de
horas. Y, hey, nada contra ellos: sólo Dios sabe que a veces el mayor milagro
del que podemos ser testigos es el silencio calmado de un niño pequeño. Pero a
esa gente, a esos adultos de segunda clase, no les pasó nada, no se
cuestionaron nada, no aprendieron nada, seguirán por la vida pensando que lo
único que vale es lo que se puede tocar y guardar y amontonar hasta que los
entierre por completo.
(El Diario Manabita)
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