10.01.2018

Mierda de caballo



Somos la suma de nuestros fracasos. Quizás sí, de nuestros fracasos y de nuestros errores. Al final todo suma, hasta las cifras con signo negativo. Lo he escuchado mil veces y de miles de personas: la última vez fue hace varios meses, cuando, después de haber ganado dos premios Óscar por la más que sobrevalorada y deforme The Shape of Water, el mexicano Guillermo del Toro (un tipo que evidentemente ha fracasado en sus tal vez muchos intentos por hacer dieta o ejercicio, es decir, un hombre que entiende que lo que de verdad importa son los sentimientos) dijo en una entrevista que de los fracasos es de donde más se aprende. Hay que resbalar, caer, tocar fondo para darse cuenta de que tal cosa existe, de que es uno quien se quiebra cuando se estrella contra el, no al revés, y de que podemos llegar ahí con una velocidad absurda: un día estás en la cima del mundo y al siguiente yaces olvidado en uno de sus polos. That’s Life, como cantaba Frank Sinatra. Debería haber una forma más sencilla de aprender a vivir, pero nadie que tenga corazón la encontrará u optará por ella.    

Diría que las cosas serían menos complicadas si pudiéramos saltar por encima de nuestros fracasos como si fueran pequeños charcos de agua sucia estancada en la calle, pero tampoco, serían acaso peores porque de lo que nada se sabe nada se aprende, nada se asimila, nada se gana (Aunque fuese útil, como en Click, aquella subestimada cinta protagonizada por Adam Sandler, tener al alcance de la mano un control remoto existencial y adelantar de vez en cuando y también retroceder, volver a vivir ciertos momentos –los mejores, esos que nos tardamos una eternidad en reconocer– y tomar las decisiones correctas justo antes de tropezar y hundirnos de nuevo) Nadie puede escapar de su propia vida, de su propio destino o de su propia historia aunque haga todo lo posible por agacharse y evadirla: no existe escondite lo suficientemente hondo o lo suficientemente oscuro como para no sentir, aunque sea de vez en cuando, el peso de nuestra respiración sobre el pecho. Puedes dormir cien años, pero a menos que lo mates, cuando despiertes el dinosaurio todavía estará allí.

Pienso en esto, y en todo, en mi condición mortal y en lo torpemente empeñados que estamos por darle sentido a la vida (como si pudiéramos hacer otra cosa), después de haber visto de un tirón la quinta temporada de BoJack Horseman. Y sí, quizá hay en estas palabras un poco de electroshock o trastorno por estrés postraumático, quizá esté escribiendo esto demasiado pronto y sin que haya de por medio la distancia necesaria para ver la panorámica con claridad, pero asumo con orgullo mi condición porque siento que, cual Ulises, acabo de volver de un gran viaje y debo contarlo todo: uno sobrevive para contar. La de BoJack Horseman es una historia harto conocida, incluso vulgar, si se quiere, y esto la hace aún más sorprendente. El protagonista, que presta su nombre para el título de la serie, es un actor de televisión que fue muy famoso durante aquellos fabulosos 90’s, cuando era la estrella de uno de esos shows para toda la familia que no hacen otra cosa que mentir y alejarnos de la realidad (para volvernos vulnerables), y al que encontramos, en el presente, totalmente perdido.

BoJack Horseman se levanta tarde, a menudo sin saber qué día es o si el lugar donde ha caído desmayado es la sala de su casa o un local de hamburguesas donde chocó el auto mientras buscaba algo de comer. Luego se toma un desayuno de campeones, un batido de vodka y tranquilizantes, y así prolonga una especie de vida fantasma: mira una y otra vez los capítulos de la serie que lo transformó en celebridad, como si viéndolos pudiese retroceder el tiempo; busca a los amigos que ya no tiene y a la gente que solía morirse por trabajar con él, que de un tiempo a esta parte es ninguna; se mete en bares esperando que alguien lo reconozca o esperando acostarse con quien sea que lo haga para llenarse un poco antes de quedar más vacío; y después lo hace todo de nuevo, de la misma manera, o peor. En cada episodio ronda un presentimiento terrible que podríamos traducir con un par de preguntas puntuales, ¿y si ya te pasó todo lo bueno que te iba a pasar?, ¿y si de aquí en adelante sólo resta esperar el último final de los finales?, ¿y si tienes cincuenta años y vives en Hollywood pero ya no perteneces a él y sólo se puede hablar de ti en pasado?        

No hay nada de qué preocuparse, en todo caso, los que acabo de revelar son solamente un par de detalles que ocurren en la primera temporada, de ahí en adelante sucede lo imposible porque uno siempre, siempre, se está preguntando qué más puede pasarle a este man (Aquí una frase/consejo que parecería ser el mantra con el que trabajan los escritores de BoJack Horseman, y que yo escuché del comediante Louis CK: empieza con lo mejor que tengas y lleva tu show de ahí hacia arriba) BoJack comete un error tras otro, le hace daño a la poca gente que aún lo quiere o por lo menos respeta, traiciona a sus pocos amigos, manipula y desgarra los sentimientos de quienes todavía pueden sentir lo poco que sea por él, y en cada error, en cada fracaso y en cada cagada se va dejando ver un poco más hasta convertirse casi que en un reflejo humanista del espectador: esta historia funciona porque termina mostrándonos lo peor de nosotros mismos, no necesariamente de BoJack, y en ese punto genera tanta empatía y tanto fanatismo que rezamos no por su redención sino por la nuestra. Te rogamos, Señor.             

Alguien me dijo, citando a la cineasta argentina Lucrecia Martel, consentida de los euro-festivales, que la televisión está haciendo recién ahora lo que el cine lleva haciendo al menos veinte años (yo diría que muchos más): usando un lenguaje básico para contar historias de la manera más eficiente posible, o sea, para cumplir con el compromiso de enganchar y crear dependencia. Nunca tanto, la televisión de nuestros días le debe mucho al cine del pasado y no sería posible sin el plagio más honesto y abierto, en fondo y forma, pero al mismo tiempo se va inventando sobre la marcha y se descubre a sí misma con exactas dosis de temor y asombro y sobresaltos. En los mejores casos, obvio. Si BoJack Horseman no fuese una serie animada, y mucha gente se resiste a verla por esta franca superficialidad, seguramente se habrían organizado ya marchas y debates públicos para censurarla y cancelarla (es la primera de su naturaleza en Netflix, y está por encima de lo que se programa en el Adult Swin de Cartoon Network, por ejemplo), lo que demostraría sin que hagan falta más argumentos que estamos viendo algo que ya habíamos visto antes pero que nunca antes habíamos visto así.

Hay un caballo salvaje y dañado dando vueltas por las calles de Los Ángeles, montado en un convertible, pasado de tragos, coca, pepas, y que sólo sabe herir y hacerse daño. ¿Suena familiar? También somos lo que hemos arruinado.

(El Comercio)