1.21.2019

El método Eastwood


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Hoy por hoy es difícil convencer a alguien de que te acompañe a ver una película de Clint Eastwood. La gente, el público, los cinéfilos, ya no confían en él. Y los entiendo: de un tiempo a esta parte las cintas del viejo y gran –pase lo que pase, nunca dejará de ser grande– Clint ya no son atractivas por justas razones, ya no enganchan, ya no traen consigo la misma carga sentimental, y a veces parecería que sólo las hace para evitar no tener nada que hacer, para esperar a la muerte con las botas puestas y el ojo en el lente. 

Pero en The Mule, su estreno más reciente, Clint Eastwood sigue vivo o vuelve a vivir o demuestra que todavía le puede sacar provecho a su vida. No como director, la cinta no es buena, es más, quizá lo honesto sería decir que es mala o simplemente que es cualquier cosa; sino como actor y como persona. A sus 88 años, Clint consigue uno de sus papeles mejor logrados y conmovedores, mejor dicho, confirma que ese personaje suyo que de alguna manera repite una y otra vez tiene aún cosas que decir y sentir.

La historia, basada en un caso real y más puntualmente en un artículo de la revista del New York Times, gira en torno a un floricultor caído en desgracia que, alrededor de sus 90 años, se convirtió en la mula más eficiente del Cartel de Sinaloa dentro de los Estados Unidos. Si les interesa la historia, vayan directo al artículo, que en cuestiones de narrativa supera de largo a la película; pero si quieren ver cómo un personaje se humaniza y se aterriza hasta que podemos verlo a los ojos y ponernos de su lado y quererlo, recurran al señor Eastwood.

Lo que hace Clint en The Mule es algo no menor: transforma a un personaje que pudo ser a todas luces un cliché unidimensional y desabrido en una persona de verdad, a la que se puede tocar y con la que se puede no estar de acuerdo, pero que jamás se puede abandonar. Se trata de un hombre que, como muchos, como tantos, puso su trabajo por delante y por encima de su familia y ahora, en sus últimos años, trata de enmendar el pasado aunque eso sea imposible, consiguiendo a través del crimen humanidad y dignidad y carácter.

La figura actual de Clint Eastwood, prácticamente un anciano, flaco, encogido y con el pellejo apenas colgando de sus huesos, logra darle trascendencia física y emocional a todos los movimientos de su personaje. En cada paso, en cada mirada (Clint todavía tiene esa mirada que intimida, juzga y desarma), en cada arruga, en cada vena que brota en su frente o en sus manos. O cada vez que sobre su rostro sucede esa mueca que logra levantarle sólo la mitad de los labios (como diciendo estás en problemas o estoy en problemas o este mundo ya no vale la pena). Verlo así, todo él entregado al oficio, poseído, como un joven actor que recién comienza y no tiene más vida que el presente, justifica la existencia de una cinta que de haberse entregado a cualquier otro espíritu no merecería el derecho al oxígeno.         

Salí de la sala emocionado, temblando, al borde de las lágrimas; en parte, sí, porque de alguna manera acababa de ver la muerte en vida de Clint Eastwood o el comienzo de la muerte en vida de Clint Eastwood, una suerte de despedida o testamento (aunque sólo Dios sabe cuántas más películas hará); pero sobre todo porque acababa de ver a un actor, a un profesional, a una persona, entregarse como pocas a eso que lo apasiona y lo estructura y le da sentido. Me queda claro, otra vez gracias a él, que no basta con descubrir y ocupar nuestro lugar en el mundo, hay que cuidarlo, defenderlo, hacerlo crecer y dejar que otros tengan acceso a nosotros. A estas alturas del partido, cuando ya no lo necesita, cuando en su carrera hay más que suficientes motivos para la eternidad, Clint Eastwood vuelve a darme la impresión de que sólo él sabe cómo es la vida.   


1.07.2019

Radio Radio (sólo quiero que la gente diga WOW)


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Tengo que dejar de escuchar música. No para siempre, sólo un rato, mientras hago esto. Ok. Sólo una más. Lo juro. Sólo una canción más antes de empezar a terminar de escribir esto en lo que llevo demasiado tiempo. The Selfishness Of Love, de Salad, un tema nuevo de una banda veterana que suena a lo mejor de comienzos de los 90’s, aquellos fabulosos 90’s. Ya. Sólo una más, otra, Youth In Overload, de Crewel Intentions, porque wow, está increíble y tengo que repetirla. Esto, me queda claro, es culpa de Edwin Poveda y su Vagón Alternativo. Tengo que quitarme los audífonos. 

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A veces lo mejor es comenzar por el final, quizás porque ahí, después de todo, está lo que uno salió a buscar, la razón de ser de eso que uno quiere contar. Y al final, luego de varias horas conversando en su ático (que dicho sea de paso debería ser declarado patrimonio nacional), rodeados de lo que él me asegura son más de 60.000 CD’s, Edwin Poveda responde como un grande a la peor de mis preguntas, ¿haz pensado en renunciar? Ahora que lo pienso, espero no haberlo ofendido. No hard feelings, man.

Edwin lleva más de veinte años conduciendo El Vagón Alternativo en la Metro Estación (88.5 en Quito), un programa dedicado enteramente al rock alternativo de los 80’s hasta nuestros días, y una suerte de biblia en la que ciertos feligreses consultamos no sólo la historia de nuestros antepasados sino también, como en un oráculo, lo que nos deparan el presente y el futuro. ¿Renunciar?, me pregunta Edwin de vuelta, Nunca ¿Para qué? Lo amo demasiado. Amo tener el control durante cuatro horas a la semana. Amo poder decir esto es lo mejor que la gente puede escuchar. Hace mucho tiempo, quizá en mi tercer año como DJ, una novia me dijo, “¿Vas a seguir haciendo esto por mucho tiempo? No puedes, te vas a cansar, te vas a repetir” Y yo le dije “mmm… no creo” Me veo haciendo esto hasta que me rompa y me muera. Es mi sueño.

¿Cuánta gente puede decir que vive su sueño o que reside dentro de un sueño al menos un par de horas a la semana? No mucha. Casi nadie, si nos ponemos a contar. El sueño de Edwin, además, es un sueño compartido, es el sueño de los que lo escuchamos cada sábado, de seis de la tarde a diez de la noche, de los que nos aislamos de los demás para encontrarnos en ese punto invisible, unidos por una gran e inagotable pregunta que siempre viene al caso, ¿qué pondrá hoy? Mientras dura el programa, parece que el mundo es suyo y que nosotros sólo vivimos en él, lo que ya es bastante.

Hay gente que está cómoda con sus vidas y con lo que suena en la radio, me dice Edwin, pero lo que yo llevo haciendo en mi show durante más de veinte años es educar el oído del que no está conforme. ¿Quién está conforme?, ¿quién puede?, ¿no sería sospechoso? En el mejor de los casos nos inventamos un planeta para salvarnos del resto del universo, lo habitamos con nuestros principios, lo decoramos con nuestra estética, lo poblamos con nuestros personajes, lo llenamos con nuestra música y, con suerte, ese planeta llega a girar a una velocidad suficiente como para no morir en el intento: como un disco que gira bajo la aguja o un cuerpo que gira y despega y se eleva hasta alcanzar la altura de esa música que desprendió sus pies del piso.  

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Otro final, el de la película Almost Famous, de Cameron Crowe, esa oda llena de cariño y corazón al rock de los 70’s que nadie ha podido superar (un poco ingenua, sí, tal vez podría o debería ser más dañada, pero no por eso menos emocionante): el todavía-adolescente-reportero le pregunta al rockstar ¿Qué es lo que más te gusta de la música? Y el rockstar responde, Para empezar, todo. Volver al presente: se lo pregunto a Edwin, yo, un reportero en decadencia que se acerca peligrosamente a los cuarenta, él, un DJ de radio que pone lo que nadie más pone y pocos escuchamos, que ya pasa de los cincuenta pero habla –por lo menos de música– con las hormonas desatadas, agitadas, estremecidas. Y Edwin responde entre pulsaciones, entre notas de aire, La música… para mí… sólo me hace sentir bien, man… las voces, el ritmo, todo es grandioso.          
La verdadera respuesta, creo, la encuentro de vuelta en su programa, el primer sábado de diciembre del 2018, días antes de cerrar esta nota, como si ese preciso momento de iluminación me hubiera estado esperando.

Suena una versión rocker de Can’t Take My Eyes Off You, el himno romántico de Frankie Valli, acaso todo lo que un hombre enamorado puede decirle a ese oscuro objeto del deseo. Edwin no pone ese tipo de canciones. Me preocupo, pero no hay nada de qué preocuparse, al contrario, se trata de una celebración. El DJ, al aire, pide permiso para hacer un paréntesis de cuatro canciones dedicadas a Claudia, su esposa. No son boleros, ni baladas melosas o clásicos lacrimógenos, son canciones que caben perfectamente en la estructura genética de este programa alternativo: All Around The World, de The Jam; Let Me Kiss You, de Morrissey; Starman, de David Bowie; y I Still Want You, de Richard Hawley (esta es la única, por así decirlo, lentona, como para bailar abrazados sin que nadie nos vea o sin que importe quién nos esté viendo) Y Edwin, al aire, repite una y otra vez, te amo, te amo muchísimo, hasta dice siento que estamos conectados por la voz de David Bowie y me parece que es lo más romántico que he escuchado en la vida. Y entiendo. Y veo cómo un hombre se apropia de lo que siente suyo y lo usa como un arma para hacer el amor. Y aparece frente a mí el significado mismo de la música: todo. 

El programa sigue, pero yo tengo que retroceder. Edwin y Claudia se conocieron en una cita a ciegas a la que ella no quería ir. Claudia dijo vivo por la mitad del mundo y ya es tarde, no voy a llegar, lo siento. Edwin dijo no te preocupes, yo te voy a ver. ¿En serio? Sí. Y una noche, a eso de las siete, se sentaron a tomar un café y a conversar y no se levantaron hasta pasada la una de la mañana. Pasa en las canciones, pasa en la vida. He tenido mis relaciones, pero con mi esposa fue diferente, con ella di todo. En mis relaciones anteriores no daba todo. Siempre tenía mi pared. No sé qué era. Mis novias no entendían mi estilo de vida de radio, “¿tienes que ir todos los sábados?”, “¿no puedes tomarte un sábado para estar conmigo?” y yo decía, “es mi trabajo, me están pagando, ¡y me gusta!”, pero ellas pensaban que estaba con otra mujer. Otra vez: todo. Darlo todo. Y todo es todo.  

A Claudia no le gustaba el rock, pero está aprendiendo (esa es la palabra que usa Edwin, aprendiendo) porque él le está enseñando y me pregunto si al final no es eso lo que uno busca en la vida: alguien con quien escuchar música. Por lo menos es parte del sueño, eso me consta, de las cosas con las que uno sueña desde que empieza a moverse, allá, lejos, al principio de nuestra historia privada. 
       
*

Comienzos de los 70’s. El chico vive en Gardena, California, a unos veinte minutos de Los Ángeles, cerca del mar. Sus padres son ecuatorianos, pero él nació en Estados Unidos y aunque entiende español sólo habla en inglés. Gardena es un sitio de migrantes, hay muchos japoneses-americanos, algunos descendientes de la guerra, y también una comunidad de mexicanos-americanos. Su padre trabaja reparando computadores que al chico le parecen tan grandes como los refrigeradores, su madre es profesora de español.

El chico va a un colegio privado porque sus padres quieren alejarlo de las calles en las que ya se percibe la violencia. El colegio no es barato y la familia se ajusta a un modesto estilo de vida para que él y su hermana menor puedan estudiar cómodamente. No salen mucho a comer ni de paseo, se distraen en casa, reunidos con otros latinoamericanos, escuchando cumbias, boleros y pasillos que el chico no entiende: Los Panchos, Los Tres Ases, Los Diamantes. Lo que el chico entiende es que la música une a la gente, a su gente.

Mediados de los 70’s. Año 75 o 76, por ahí. Navidad. El chico recibe un regalo que le cambiará la vida para siempre aunque él no lo sepa todavía: un radio de transistores, una cosita gris a la que se le saca una larga antena plateada. El chico camina por la casa buscando una estación, una señal, y lo primero que encuentra es música disco, Donna Summer, The Village People, música comercial, del momento, música distinta a la de sus padres pero que no lo llena del todo. El chico sabe que allá afuera debe haber algo más.

Aunque digan que nada pasa por casualidad, esto es un accidente, o un milagro. Mientras pasa de estación en estación, el chico descubre el programa de Rodney Bingenheimer en la KROQ, y escucha lo que viene desde la costa este, desde Nueva York: Ramones, The Talking Heads, Blondie, y digamos que así descubre también una banda sonora para la película de su vida. ¿Seré raro?, se pregunta, y mantiene sus nuevos gustos en secreto. Sus amigos siguen metidos en lo disco o ya en bandas de rock como KISS. Al chico las caras pintadas de KISS le dan un poco de miedo.  

El chico escucha radio, lee historias de Batman y La Liga de la Justicia y dibuja sus propios cómics. Entra al colegio, el tiempo le falta, tiene que escoger y escoge quedarse con la música. Se encuentra con más locutores, como el británico Richard Blade, y con más bandas como Duran Duran, The Romantics, The Knack. A los dieciséis va a su primer concierto de rock y ve a U2 en un club pequeño, antes de que sean mundialmente famosos, y también a REM, en las mismas circunstancias. El virus corre por su sangre, está enganchado.

El chico vive a varias cuadras del colegio en el que estudia. Sus padres le dan dinero para que tome el bus y para que almuerce, pero él se lo guarda. Madruga, espera a que sus padres salgan de la casa y se va caminando al colegio: en la mochila lleva alguna fruta para comer. Al final de la semana tiene lo suficiente para comprar discos en una tienda de camino a casa, y así comienza su colección. Ahora escucha punk, Sex Pistols, The Clash, The Jam, y algo de New Wave, The Smiths, Joy Division. Ya sabe que la música es una de las cosas más importantes que le van a pasar.

Mediados de los 80’s. El chico sale del colegio, no sabe qué hacer y estudia ingeniería en sistemas porque, según su padre, que no se equivoca del todo, ahí está el futuro. Pero ese no es el futuro que el chico quiere. Lo que él desea es enseñar: después de la música, lo apasiona la historia. Comienza a trabajar en el colegio en el que da clases su madre, como asistente de profesor o profesor sustituto, decide volver a la universidad para estudiar pedagogía y piensa que el rumbo de su destino está trazado, que seguirá en California o por lo menos en Estados Unidos.

Comienzos de los 90’s. Disturbios en California. Los cuatro policías que golpearon casi hasta la muerte a un afroamericano llamado Rodney King son encontrados inocentes luego de tan solo horas de deliberación. La ciudad estalla. Saqueos, incendios, muertes. El chico siente la alta temperatura en el ambiente. Un día es atacado mientras conduce su auto, el carro queda gravemente herido y el chico siente que es hora de darse un respiro, quizás por unos meses, aprovechando que sus padres han decidido volver al Ecuador ya jubilados.      

El chico regresa a un país que sólo ha conocido de vacaciones, que es el suyo pero al mismo tiempo no lo es. Se siente cómodo, tranquilo, pero un poco desconectado, hasta que empieza a encargar revistas de música a través de un código postal en Miami. Recibe entre diez y quince revistas cada dos semanas, onda New Musical Express (NME) o Rolling Stone, y hace listas para luego encargar discos en Audio & Video, una tienda que funciona en la planta baja de El Caracol, sobre la Avenida Amazonas. No es lo mismo, pero el chico puede vivir así.

El chico consigue un trabajo en el colegio Santa María Goretti, cerca de Pomasqui, a las afueras de Quito. Se encuentra con un ambiente violento en el que los profesores castigan físicamente a los estudiantes y eso le parece anormal, salvaje (un poco muy The Wall), así que después de un tiempo renuncia y encuentra un puesto en la Academia Cotopaxi, donde puede tener una vida bilingüe, en dos idiomas, justo lo que necesita: el estilo de enseñanza americano dentro del Ecuador, donde ya siente que puede inventarse un futuro.

Mediados de los 90’s. El chico se siente a gusto, pero un poco solo, no tiene con quién escuchar música. Un día captura por ahí el programa Toque de Queda en Radio Visión, y dice wow, aquí sí hay gente que escucha esta música. Llama al programa, pide una canción sólo para testear a los locutores, le dicen que no la tienen pero lo invitan a ponerla la próxima semana. El chico va, habla de las bandas que va a poner, casi todas británicas y desconocidas en el Ecuador, y lo invitan un par de veces más. Es la primera vez que está en una cabina de radio pero se siente en casa. Quizás ha llegado a su verdadero hogar.

El chico tiene un amigo, su mejor amigo, con el que se cruza casetes: Edison Soto, que a la vez tiene un programa de radio, El Museo del Rock. Soto le propone abrir un bar para poner la música que les gusta, algo así como el Iguana Bar que existió brevemente en La Mariscal, pero el sueño del chico es otro, él quiere su propio programa en la radio. Soto lo conecta con La Metro y el chico, que todavía no sabe de consolas, tiene su primer espacio  al aire. Durante el tercer programa, el locutor que lo acompaña y le da una mano con los aparatos dice Estamos en este vagón… especial. El chico lo corrige, Estamos en el Vagón Alternativo, dice al aire. Es el 2 de mayo de 1998.

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Edwin me dice que la gente no sabe cómo usar YouTube, que necesita una guía porque hay demasiada música allá afuera que merece ser escuchada (y que ahora se puede escuchar). Pienso que él es un profesor dentro y fuera de la Academia Cotopaxi, que lo que hace realmente es mostrar lo desconocido: sólo quiero que la gente diga Wow, me dice. En su página de Facebook, coronada por una foto de él y Claudia en la que ella señala un anillo, postea el repertorio de cada semana. Eso me ha hecho muy mal o me ha vuelto muy poco productivo durante estos días, pero me ha recordado por qué quería escribir esto: hay demasiada música allá afuera que merece ser escuchada. Voy revisando y poniendo las canciones. Ahora mismo, Soft As Snow (But Warm Inside), de My Bloody Valentine, y Single, No Return, de Ten Fé. Y son tan buenas que no puedo seguir escribiendo. Una buena canción te gusta, una gran canción te paraliza.

*

Alguna vez escuché que un músico es tan grande como su discoteca y que la discoteca más grande es la de Bob Dylan. No me consta, pero no me extrañaría, sería lo más coherente con la historia del rock. En todo caso, la discoteca más grande que yo he visto, y me refiero a una colección privada, es la que tiene Edwin Poveda en el ático de su casa. La vi y pensé: ahora todo tiene sentido, este es el palacio de alguien que no acumula música sino que la procesa, la digiere y la comparte cuando está lista para el consumo humano.

El combo de Edwin es tan preciso como sencillo: te dice, mezclando su inglés intachable y su español distorsionado, el nombre de la canción, el nombre de la banda, el nombre del disco, la fecha del lanzamiento original, y siempre incluye una pequeña biografía que es el valor agregado de su programa, un dato wiki que sólo él posee. Con Edwin no se escucha, se aprende. En tiempos en los que nadie se detiene, en los que nadie escucha a nadie y en los que todos contra todos, él para y nos hace parar por un momento para contemplar lo que antes no podíamos ver, eso que ni siquiera sabíamos que existía y que ensancha y alarga y profundiza el horizonte con el que le damos límites al mundo.          

El chico es ahora un hombre afortunado, parece el hombre que quiere ser. Tiene una familia, un trabajo que le gusta, un programa de radio que lo apasiona y, de hecho, me dice que cortemos la entrevista porque debe salir para allá, para la cabina, y hacer lo mismo que hace todas las semanas desde hace más de veinte años: poner música. Me acompaña hasta la calle, nos damos un abrazo que para mí es una forma de decir gracias, gracias totales, infinitas. Me gusta saber que él está allá afuera, cuidando de nosotros, que es el DJ que merecemos y necesitamos.

Yo volveré  a mi casa y encenderé la radió y estaré con los hermanos que conozco pero que nunca he visto.
 
¿Qué es lo que más me gusta de la música?
Todo.

(Mundo Diners)