Hoy por hoy es difícil convencer a
alguien de que te acompañe a ver una película de Clint Eastwood. La gente, el
público, los cinéfilos, ya no confían en él. Y los entiendo: de un tiempo a
esta parte las cintas del viejo y gran –pase lo que pase, nunca dejará de ser
grande– Clint ya no son atractivas por justas razones, ya no enganchan, ya no
traen consigo la misma carga sentimental, y a veces parecería que sólo las hace
para evitar no tener nada que hacer, para esperar a la muerte con las botas
puestas y el ojo en el lente.
Pero en The Mule, su estreno más reciente, Clint Eastwood sigue vivo o
vuelve a vivir o demuestra que todavía le puede sacar provecho a su vida. No
como director, la cinta no es buena, es más, quizá lo honesto sería decir que
es mala o simplemente que es cualquier
cosa; sino como actor y como persona. A sus 88 años, Clint consigue uno de
sus papeles mejor logrados y conmovedores, mejor dicho, confirma que ese
personaje suyo que de alguna manera repite una y otra vez tiene aún cosas que
decir y sentir.
La historia, basada en un caso real y más
puntualmente en un artículo de la revista del New York Times, gira en torno a
un floricultor caído en desgracia que, alrededor de sus 90 años, se convirtió
en la mula más eficiente del Cartel
de Sinaloa dentro de los Estados Unidos. Si les interesa la historia, vayan directo
al artículo, que en cuestiones de narrativa supera de largo a la película; pero
si quieren ver cómo un personaje se humaniza y se aterriza hasta que podemos
verlo a los ojos y ponernos de su lado y quererlo, recurran al señor Eastwood.
Lo que hace Clint en The Mule es algo no menor: transforma a un personaje que pudo ser a
todas luces un cliché unidimensional y desabrido en una persona de verdad, a la
que se puede tocar y con la que se puede no estar de acuerdo, pero que jamás se
puede abandonar. Se trata de un hombre que, como muchos, como tantos, puso su
trabajo por delante y por encima de su familia y ahora, en sus últimos años,
trata de enmendar el pasado aunque eso sea imposible, consiguiendo a través del
crimen humanidad y dignidad y carácter.
La figura actual de Clint Eastwood, prácticamente
un anciano, flaco, encogido y con el pellejo apenas colgando de sus huesos, logra
darle trascendencia física y emocional a todos los movimientos de su personaje.
En cada paso, en cada mirada (Clint todavía tiene esa mirada que intimida,
juzga y desarma), en cada arruga, en cada vena que brota en su frente o en sus manos. O cada vez que sobre su rostro sucede esa mueca que logra
levantarle sólo la mitad de los labios (como diciendo estás en problemas o
estoy en problemas o este mundo ya no vale la pena). Verlo así, todo él entregado
al oficio, poseído, como un joven actor que recién comienza y no tiene más vida
que el presente, justifica la existencia de una cinta que de haberse entregado
a cualquier otro espíritu no merecería el derecho al oxígeno.
Salí de la sala emocionado, temblando, al
borde de las lágrimas; en parte, sí, porque de alguna manera acababa de ver la
muerte en vida de Clint Eastwood o el comienzo de la muerte en vida de Clint
Eastwood, una suerte de despedida o testamento (aunque sólo Dios sabe cuántas
más películas hará); pero sobre todo porque acababa de ver a un actor, a un
profesional, a una persona, entregarse como pocas a eso que lo apasiona y lo
estructura y le da sentido. Me queda claro, otra vez gracias a él, que no basta
con descubrir y ocupar nuestro lugar en el mundo, hay que cuidarlo, defenderlo,
hacerlo crecer y dejar que otros tengan acceso a nosotros. A estas alturas del
partido, cuando ya no lo necesita, cuando en su carrera hay más que suficientes
motivos para la eternidad, Clint Eastwood vuelve a darme la impresión de que
sólo él sabe cómo es la vida.
Tengo que dejar de escuchar música. No
para siempre, sólo un rato, mientras hago esto. Ok. Sólo una más. Lo juro. Sólo
una canción más antes de empezar a terminar de escribir esto en lo que llevo
demasiado tiempo. The Selfishness Of Love,
de Salad, un tema nuevo de una banda veterana que suena a lo mejor de comienzos
de los 90’s, aquellos fabulosos 90’s. Ya. Sólo una más, otra, Youth In Overload, de Crewel Intentions,
porque wow, está increíble y tengo que repetirla. Esto, me queda claro, es
culpa de Edwin Poveda y su Vagón Alternativo. Tengo que quitarme los
audífonos.
*
A veces lo mejor es comenzar por el
final, quizás porque ahí, después de todo, está lo que uno salió a buscar, la
razón de ser de eso que uno quiere contar. Y al final, luego de varias horas
conversando en su ático (que dicho sea de paso debería ser declarado patrimonio
nacional), rodeados de lo que él me asegura son más de 60.000 CD’s, Edwin
Poveda responde como un grande a la peor de mis preguntas, ¿haz pensado en
renunciar? Ahora que lo pienso, espero no haberlo ofendido. No hard feelings, man.
Edwin lleva más de veinte años
conduciendo El Vagón Alternativo en la Metro Estación (88.5 en Quito), un
programa dedicado enteramente al rock alternativo de los 80’s hasta nuestros
días, y una suerte de biblia en la que ciertos feligreses consultamos no sólo
la historia de nuestros antepasados sino también, como en un oráculo, lo que
nos deparan el presente y el futuro. ¿Renunciar?,
me pregunta Edwin de vuelta, Nunca ¿Para
qué? Lo amo demasiado. Amo tener el control durante cuatro horas a la semana.
Amo poder decir esto es lo
mejor que la gente puede escuchar. Hace mucho tiempo, quizá en mi tercer año
como DJ, una novia me dijo, “¿Vas a seguir haciendo esto por mucho tiempo? No
puedes, te vas a cansar, te vas a repetir” Y yo le dije“mmm… no creo” Me veo haciendo esto hasta
que me rompa y me muera. Es mi sueño.
¿Cuánta gente puede decir que vive su
sueño o que reside dentro de un sueño al menos un par de horas a la semana? No
mucha. Casi nadie, si nos ponemos a contar. El sueño de Edwin, además, es un
sueño compartido, es el sueño de los que lo escuchamos cada sábado, de seis de
la tarde a diez de la noche, de los que nos aislamos de los demás para
encontrarnos en ese punto invisible, unidos por una gran e inagotable pregunta
que siempre viene al caso, ¿qué pondrá hoy? Mientras dura el programa, parece
que el mundo es suyo y que nosotros sólo vivimos en él, lo que ya es bastante.
Hay
gente que está cómoda con sus vidas y con lo que suena en la radio, me dice Edwin, pero lo que yo llevo haciendo en mi show durante más de veinte años es
educar el oído del que no está conforme. ¿Quién está conforme?, ¿quién
puede?, ¿no sería sospechoso? En el mejor de los casos nos inventamos un
planeta para salvarnos del resto del universo, lo habitamos con nuestros
principios, lo decoramos con nuestra estética, lo poblamos con nuestros
personajes, lo llenamos con nuestra música y, con suerte, ese planeta llega a
girar a una velocidad suficiente como para no morir en el intento: como un
disco que gira bajo la aguja o un cuerpo que gira y despega y se eleva hasta
alcanzar la altura de esa música que desprendió sus pies del piso.
*
Otro final, el de la película Almost Famous, deCameron Crowe, esa oda llena de cariño y corazón al rock de los
70’s que nadie ha podido superar (un poco ingenua, sí, tal vez podría o debería
ser más dañada, pero no por eso menos emocionante): el
todavía-adolescente-reportero le pregunta al rockstar ¿Qué es lo que más te gusta de la música? Y el rockstar responde, Para empezar, todo. Volver al presente:
se lo pregunto a Edwin, yo, un reportero en decadencia que se acerca
peligrosamente a los cuarenta, él, un DJ de radio que pone lo que nadie más
pone y pocos escuchamos, que ya pasa de los cincuenta pero habla –por lo menos
de música– con las hormonas desatadas, agitadas, estremecidas. Y Edwin responde
entre pulsaciones, entre notas de aire, La
música… para mí… sólo me hace sentir bien, man… las voces, el ritmo, todo es
grandioso.
La verdadera respuesta, creo, la
encuentro de vuelta en su programa, el primer sábado de diciembre del 2018,
días antes de cerrar esta nota, como si ese preciso momento de iluminación me
hubiera estado esperando.
Suena una versión rocker de Can’t Take My Eyes Off You, el himno
romántico de Frankie Valli, acaso todo lo que un hombre enamorado puede decirle
a ese oscuro objeto del deseo. Edwin no pone ese tipo de canciones. Me
preocupo, pero no hay nada de qué preocuparse, al contrario, se trata de una
celebración. El DJ, al aire, pide permiso para hacer un paréntesis de cuatro
canciones dedicadas a Claudia, su esposa. No son boleros, ni baladas melosas o
clásicos lacrimógenos, son canciones que caben perfectamente en la estructura
genética de este programa alternativo: All
Around The World, de The Jam; Let Me
Kiss You, de Morrissey; Starman, de
David Bowie; y I Still Want You, de
Richard Hawley (esta es la única, por así decirlo, lentona, como para bailar abrazados sin que nadie nos vea o sin que
importe quién nos esté viendo) Y Edwin, al aire, repite una y otra vez, te amo, te amo muchísimo, hasta dice siento que estamos conectados por la voz de
David Bowie y me parece que es lo más romántico que he escuchado en la
vida. Y entiendo. Y veo cómo un hombre se apropia de lo que siente suyo y lo
usa como un arma para hacer el amor. Y aparece frente a mí el significado mismo
de la música: todo.
El programa sigue, pero yo tengo que
retroceder. Edwin y Claudia se conocieron en una cita a ciegas a la que ella no
quería ir. Claudia dijo vivo por la mitad
del mundo y ya es tarde, no voy a llegar, lo siento. Edwin dijo no te preocupes, yo te voy a ver. ¿En serio?
Sí. Y una noche, a eso de las siete, se sentaron a tomar un café y a
conversar y no se levantaron hasta pasada la una de la mañana. Pasa en las
canciones, pasa en la vida. He tenido mis
relaciones, pero con mi esposa fue
diferente, con ella di todo.En mis
relaciones anteriores no daba todo. Siempre tenía mi pared. No sé qué era. Mis
novias no entendían mi estilo de vida de radio, “¿tienes que ir todos los
sábados?”, “¿no puedes tomarte un sábado para estar conmigo?” y yo decía, “es
mi trabajo, me están pagando, ¡y me gusta!”, pero ellas pensaban que estaba con
otra mujer. Otra vez: todo. Darlo todo. Y todo es todo.
A Claudia no le gustaba el rock, pero
está aprendiendo (esa es la palabra que usa Edwin, aprendiendo) porque él le está enseñando y me pregunto si al final
no es eso lo que uno busca en la vida: alguien con quien escuchar música. Por
lo menos es parte del sueño, eso me consta, de las cosas con las que uno sueña
desde que empieza a moverse, allá, lejos, al principio de nuestra historia
privada.
*
Comienzos de los 70’s. El chico vive en
Gardena, California, a unos veinte minutos de Los Ángeles, cerca del mar. Sus
padres son ecuatorianos, pero él nació en Estados Unidos y aunque entiende
español sólo habla en inglés. Gardena es un sitio de migrantes, hay muchos
japoneses-americanos, algunos descendientes de la guerra, y también una
comunidad de mexicanos-americanos. Su padre trabaja reparando computadores que
al chico le parecen tan grandes como los refrigeradores, su madre es profesora
de español.
El chico va a un colegio privado porque
sus padres quieren alejarlo de las calles en las que ya se percibe la
violencia. El colegio no es barato y la familia se ajusta a un modesto estilo
de vida para que él y su hermana menor puedan estudiar cómodamente. No salen
mucho a comer ni de paseo, se distraen en casa, reunidos con otros
latinoamericanos, escuchando cumbias, boleros y pasillos que el chico no
entiende: Los Panchos, Los Tres Ases, Los Diamantes. Lo que el chico entiende
es que la música une a la gente, a su
gente.
Mediados de los 70’s. Año 75 o 76, por
ahí. Navidad. El chico recibe un regalo que le cambiará la vida para siempre
aunque él no lo sepa todavía: un radio de transistores, una cosita gris a la
que se le saca una larga antena plateada. El chico camina por la casa buscando
una estación, una señal, y lo primero que encuentra es música disco, Donna
Summer, The Village People, música comercial, del momento, música distinta a la
de sus padres pero que no lo llena del todo. El chico sabe que allá afuera debe
haber algo más.
Aunque digan que nada pasa por
casualidad, esto es un accidente, o un milagro. Mientras pasa de estación en
estación, el chico descubre el programa de Rodney Bingenheimer en la KROQ, y
escucha lo que viene desde la costa este, desde Nueva York: Ramones, The
Talking Heads, Blondie, y digamos que así descubre también una banda sonora
para la película de su vida. ¿Seré raro?, se pregunta, y mantiene sus nuevos
gustos en secreto. Sus amigos siguen metidos en lo disco o ya en bandas de rock
como KISS. Al chico las caras pintadas de KISS le dan un poco de miedo.
El chico escucha radio, lee historias de
Batman y La Liga de la Justicia y dibuja sus propios cómics. Entra al colegio,
el tiempo le falta, tiene que escoger y escoge quedarse con la música. Se
encuentra con más locutores, como el británico Richard Blade, y con más bandas
como Duran Duran, The Romantics, The Knack. A los dieciséis va a su primer
concierto de rock y ve a U2 en un club pequeño, antes de que sean mundialmente
famosos, y también a REM, en las mismas circunstancias. El virus corre por su
sangre, está enganchado.
El chico vive a varias cuadras del
colegio en el que estudia. Sus padres le dan dinero para que tome el bus y para
que almuerce, pero él se lo guarda. Madruga, espera a que sus padres salgan de
la casa y se va caminando al colegio: en la mochila lleva alguna fruta para
comer. Al final de la semana tiene lo suficiente para comprar discos en una
tienda de camino a casa, y así comienza su colección. Ahora escucha punk, Sex
Pistols, The Clash, The Jam, y algo de New Wave, The Smiths, Joy Division. Ya
sabe que la música es una de las cosas más importantes que le van a pasar.
Mediados de los 80’s. El chico sale del
colegio, no sabe qué hacer y estudia ingeniería en sistemas porque, según su
padre, que no se equivoca del todo, ahí está el futuro. Pero ese no es el
futuro que el chico quiere. Lo que él desea es enseñar: después de la música,
lo apasiona la historia. Comienza a trabajar en el colegio en el que da clases su
madre, como asistente de profesor o profesor sustituto, decide volver a la
universidad para estudiar pedagogía y piensa que el rumbo de su destino está
trazado, que seguirá en California o por lo menos en Estados Unidos.
Comienzos de los 90’s. Disturbios en
California. Los cuatro policías que golpearon casi hasta la muerte a un
afroamericano llamado Rodney King son encontrados inocentes luego de tan solo
horas de deliberación. La ciudad estalla. Saqueos, incendios, muertes. El chico
siente la alta temperatura en el ambiente. Un día es atacado mientras conduce
su auto, el carro queda gravemente herido y el chico siente que es hora de
darse un respiro, quizás por unos meses, aprovechando que sus padres han
decidido volver al Ecuador ya jubilados.
El chico regresa a un país que sólo ha
conocido de vacaciones, que es el suyo pero al mismo tiempo no lo es. Se siente
cómodo, tranquilo, pero un poco desconectado, hasta que empieza a encargar
revistas de música a través de un código postal en Miami. Recibe entre diez y
quince revistas cada dos semanas, onda New Musical Express (NME) o Rolling
Stone, y hace listas para luego encargar discos en Audio & Video, una
tienda que funciona en la planta baja de El Caracol, sobre la Avenida Amazonas.
No es lo mismo, pero el chico puede vivir así.
El chico consigue un trabajo en el
colegio Santa María Goretti, cerca de Pomasqui, a las afueras de Quito. Se
encuentra con un ambiente violento en el que los profesores castigan
físicamente a los estudiantes y eso le parece anormal, salvaje (un poco muy The
Wall), así que después de un tiempo renuncia y encuentra un puesto en la
Academia Cotopaxi, donde puede tener una vida bilingüe, en dos idiomas, justo
lo que necesita: el estilo de enseñanza americano dentro del Ecuador, donde ya
siente que puede inventarse un futuro.
Mediados de los 90’s. El chico se siente
a gusto, pero un poco solo, no tiene con quién escuchar música. Un día captura
por ahí el programa Toque de Queda en Radio Visión, y dice wow, aquí sí hay
gente que escucha esta música. Llama al programa, pide una canción sólo para
testear a los locutores, le dicen que no la tienen pero lo invitan a ponerla la
próxima semana. El chico va, habla de las bandas que va a poner, casi todas
británicas y desconocidas en el Ecuador, y lo invitan un par de veces más. Es
la primera vez que está en una cabina de radio pero se siente en casa. Quizás
ha llegado a su verdadero hogar.
El chico tiene un amigo, su mejor amigo,
con el que se cruza casetes: Edison Soto, que a la vez tiene un programa de
radio, El Museo del Rock. Soto le propone abrir un bar para poner la música que
les gusta, algo así como el Iguana Bar que existió brevemente en La Mariscal,
pero el sueño del chico es otro, él quiere su propio programa en la radio. Soto
lo conecta con La Metro y el chico, que todavía no sabe de consolas, tiene su
primer espacioal aire. Durante el tercer
programa, el locutor que lo acompaña y le da una mano con los aparatos dice Estamos en este vagón… especial. El
chico lo corrige, Estamos en el Vagón
Alternativo, dice al aire. Es el 2 de mayo de 1998.
*
Edwin me dice que la gente no sabe cómo
usar YouTube, que necesita una guía porque hay demasiada música allá afuera que
merece ser escuchada (y que ahora se puede escuchar). Pienso que él es un
profesor dentro y fuera de la Academia Cotopaxi, que lo que hace realmente es
mostrar lo desconocido: sólo quiero que
la gente diga Wow, me dice. En su página de Facebook, coronada por una foto
de él y Claudia en la que ella señala un anillo, postea el repertorio de cada
semana. Eso me ha hecho muy mal o me ha vuelto muy poco productivo durante
estos días, pero me ha recordado por qué quería escribir esto: hay demasiada
música allá afuera que merece ser escuchada. Voy revisando y poniendo las
canciones. Ahora mismo, Soft As Snow (But
Warm Inside), de My Bloody Valentine, y Single,
No Return, de Ten Fé. Y son tan buenas que no puedo seguir escribiendo. Una
buena canción te gusta, una gran canción te paraliza.
*
Alguna vez escuché que un músico es tan
grande como su discoteca y que la discoteca más grande es la de Bob Dylan. No
me consta, pero no me extrañaría, sería lo más coherente con la historia del
rock. En todo caso, la discoteca más grande que yo he visto, y me refiero a una
colección privada, es la que tiene Edwin Poveda en el ático de su casa. La vi y
pensé: ahora todo tiene sentido, este es el palacio de alguien que no acumula
música sino que la procesa, la digiere y la comparte cuando está lista para el
consumo humano.
El combo de Edwin es tan preciso como
sencillo: te dice, mezclando su inglés intachable y su español distorsionado,
el nombre de la canción, el nombre de la banda, el nombre del disco, la fecha
del lanzamiento original, y siempre incluye una pequeña biografía que es el
valor agregado de su programa, un dato wiki
que sólo él posee. Con Edwin no se escucha, se aprende. En tiempos en los que
nadie se detiene, en los que nadie escucha a nadie y en los que todos contra
todos, él para y nos hace parar por un momento para contemplar lo que antes no
podíamos ver, eso que ni siquiera sabíamos que existía y que ensancha y alarga
y profundiza el horizonte con el que le damos límites al mundo.
El chico es ahora un hombre afortunado, parece
el hombre que quiere ser. Tiene una familia, un trabajo que le gusta, un
programa de radio que lo apasiona y, de hecho, me dice que cortemos la
entrevista porque debe salir para allá, para la cabina, y hacer lo mismo que
hace todas las semanas desde hace más de veinte años: poner música. Me acompaña
hasta la calle, nos damos un abrazo que para mí es una forma de decir gracias, gracias totales, infinitas. Me
gusta saber que él está allá afuera, cuidando de nosotros, que es el DJ que
merecemos y necesitamos.
Yo volveréa mi casa y encenderé la radió y estaré con
los hermanos que conozco pero que nunca he visto.