Se murió Gaitán, le dije, se fue un
grande. ¿Quién es?, no he leído nada de él. Lo has leído, seguro que lo has
leído, dije, y hasta lo has visto y lo has escuchado, Gaitán es más importante
de lo que crees y forma parte de tu vida. No, te juro, no lo cacho, ¿qué
escribió? Café con aroma de mujer, le dije, y abrió los
ojos y me miró con asombro y recién entonces en su cara apareció un dolor que
no sabía que tenía. Sí, un grande, me dijo. Y fue como si entre los dos naciera
un agujero al que sólo podíamos caer abrazados.
El día en que murió Fernando Gaitán varios
amigos me llamaron o me escribieron para darme el pésame. No lo hacían para
burlarse, era en serio, con sus deseos más sinceros. Llevo años torturándolos
con mis teorías sobre Café,
imponiendo, muy a su pesar, mi tesis de que en esa telenovela, estrenada hace
veinticinco años, está no sólo uno de los retratos más exactos y fieles que de Latinoamérica
se hayan hecho, sino también todas las tuercas que necesita el melodrama para salirse del
papel y de la pantalla y caminar entre nosotros.
Cuando la telenovela se transmitió en
Ecuador, me parece que meses después de haber despegado y tomado altura en Colombia,
yo estaba en el colegio y no le hacía caso, pero mis papás eran adictos; la
veían todos los días y, cuando no podían verla porque tenían un compromiso, una
reunión o una fiesta, la dejaban grabando en el VHS para verla luego, pero
nunca se la perdían. Yo me integré al rito más tarde, como muchos, porque Café unió a familias y a países enteros,
temblando todos en un mismo nervio.
Gaitán, que partió como reportero y fue
también libretista de comedias para la televisión antes de comprometerse con
las telenovelas, entre los veinte y los treinta años, sabía que la materia
prima con la que trabajan los escritores sólo puede extraerse de la realidad, que
lo que nos importa, más que inventar mundos, es comprender el propio,
soportarlo, superarlo, darnos formas para ganarle la carrera a la vida, y esa realidad,
que está aparentemente en la superficie de las cosas, sólo muestra su verdadera
dimensión cuando el autor le mete mano.
Dicen que el único amor romántico es el
amor imposible, y la historia entre los protagonistas de Café, La Gaviota (Margarita Rosa de Francisco) y Sebastián Vallejo
(Guy Ecker), es justamente eso, un imposible que se hace posible hacia el final,
con todo en contra (incluida la voluntad de ambos de olvidarse la una del otro),
una victoria de lo absurdo y sentimental por encima de lo racional, porque si
algo puede interrumpir el orden lógico de las cosas es el deseo que sentimos
por eso que no tenemos pero que ya es nuestro.
Café cambió el juego, no con el qué, sino con el cómo. A mí La Gaviota no me parecía la más guapa de la telenovela, prefería
a Lucrecia de Vallejo (Silvia de Dios) o a Marcela Vallejo (Danna García), de
la que estaba enamorado sin remedio, era la más joven, la más cool, medio hippie, y daban ganas de llevarla a un
concierto o algo así. Pero La Gaviota era la mujer más fuerte que hubiera
visto: de recolectora de café había pasado a la trata de blancas en Europa, donde
había ido para encontrarse con Sebastián y de donde había escapado antes de
tener que prostituirse; luego se había mudado a la capital, una ciudad que no
conocía, junto a su madre (la gran e inolvidable Carmenza, cuya sabiduría era
un prodigio de sencillez, cariño y aguardientico), y ahí se había abierto espacio
a codazos, luchando a mordidas en un universo de hombres, primero como
secretaria y luego como ejecutiva, cargando siempre con la cruz del amor tóxico
y distorsionado de Sebastián, que en un día tranquilo la llamaba mil veces y en
uno agitado iba y se plantaba bajo su ventana, desesperado, borracho, derrotado
por eso que sentía y no podía contener dentro del cuerpo. Sebastián era débil,
vulnerable, torpe, casi nunca podía pensar con claridad y sabía que sólo al
lado de La Gaviota podría tener una oportunidad genuina de supervivencia.
(Hablando con mis amigas sobre Sebastián,
escucho que varias me repiten lo mismo, que ese,
el escandaloso, el impúdico, el ridículo, era el que les gustaba, que por culpa
de ese tipo de héroes entraron en
relaciones que eran como callejones sin salida y que a algunas incluso les
costó un matrimonio y un divorcio darse cuenta de que la cosa no iba por ahí. No
sé, igual era un tipo apasionado que lograba transmitir amor a la vida. Pero
con La Gaviota, en cambio, pasaba lo contrario, o por lo menos me pasaba a mí,
me daba la sensación de estar frente a una mujer que podía fajarse con todo,
hacerle frente a eso que siempre se nos viene sin que estemos preparados, y la onda
expansiva de su fortaleza me llegaba y me tumbaba y me hacía caer rendido a sus
pies)
Gaitán se adelantó al feminismo o mejor
dicho le dio el rostro que la época necesitaba y merecía. La Gaviota empieza su
carrera cuesta arriba, siendo mirada a menos o incluso objetivizada, y termina conquistando el espacio de igualdad que su personalidad,
iluminada por el instinto y el coraje, agarra para ya no soltar. Y Gaitán también
habló, antes que nadie en su medio, de nuevas masculinidades. A la mitad de la
historia aparece el Doctor Mauro Salinas (Juan Ángel), el polo opuesto a
Sebastián, un caballero de tomo y lomo, entregado por completo a su trabajo y
dispuesto a perder la cabeza por La Gaviota. Sólo ahí, en el enfrentamiento
entre Sebastián y Salinas, está una de las grandes lecciones de dramaturgia que
Gaitán nos dejó: haz que tu público se enamore del antagonista (o, como él le
decía, el opositor), cambiando al
malo-malísimo por un arma más poderosa, otro bueno, incluso mejor que el protagonista,
porque así el dilema está también en nosotros, no sólo en los personajes. Las
amigas de mi mamá, me acuerdo, se dividieron entre ambos arquetipos, el
frenético y excitado Vallejo y el delicado y elegante Salinas, algo nunca antes
visto en el género de las telenovelas. Gaitán nos puso en jaque y dejó escoger
a La Gaviota. ¿Se habrá equivocado?, nunca lo sabremos porque las telenovelas terminan
cuando los protagonistas se juntan y no nos dejan ver su vida en pareja. Mejor
así.
Hasta donde sé, Gaitán se planteó
escribir Café como una historia que,
según él, sólo podría ser entendida y procesada en Colombia, una condición que le
permitió crear con absoluta libertad. Fue universal, pero nunca fue neutro, escribió
siempre en colombiano y demostró que cuando las ideas y los sentimientos son
claros, el lenguaje es lo de menos, que entre nosotros nos parecemos más de lo
que creemos y que la única forma de atraparnos era exponiéndonos a nuestro
propio reflejo. Su carrera continuó y creció, ahí están todas las adaptaciones
y apropiaciones que se hicieron de Betty,
la fea, aunque lo realmente importante no fue su éxito sino lo cerca que
estuvo del fracaso, negándose categórica y sistemáticamente a repetir una fórmula,
apostando, como los grandes, a sorprenderse a sí mismo antes que a los demás. Cambiar,
se sabe, es más importante que triunfar.
Mi mamá, quizás para consolarse, me decía
que yo me parecía al Doctor Salinas. Ser como él tiene sus ventajas, uno sufre
menos, supongo, racionaliza las cosas y las va dejando atrás, ordenadas en los
estrechos pasillos de un archivo, quietas. Pero hoy me siento como Sebastián
Vallejo, despechado, y ando gritando por las calles el nombre de Gaitán, debajo
de las ventanas, para que me escuchen a la fuerza.
(El Comercio)