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Cuando su editor me invitó a hablar con ustedes esta mañana, mi primera reacción fue una franca negativa. No porque no quisiera venir y conocerlos, sino porque no se me ocurría una manera en la que pudiera aportar a este diálogo.
Nunca he trabajado en periódicos, quiero decir, nunca de planta, aunque he colaborado con varios y he atravesado a mi manera la presión de escribir en vivo, para despachar enseguida. Mi hábitat natural han sido las revistas, donde los temas se trabajan con algo más de tiempo y cuya publicación, a veces, se prolonga durante meses, o lo que sea que tome el proceso de edición.
Me tomé varios días en responder a esta invitación, a esta propuesta indecente, pero al final me decidí a venir por dos razones. 1) Su editor es alguien a quien aprecio y admiro, y lo que no pueda hacer como profesional quizá pueda compensarlo como amigo 2) Siento que, mal que mal, tenemos cosas en común, o, mejor dicho, tenemos una cosa en común que es la más importante de todas: nuestro trabajo es escribir.
Esto (algo como esto) se lo escuché a Martín Caparrós alguna vez: nuestro trabajo es escribir, no levantar datos, reunir testimonios, cotejar versiones, y luego pegotearlas en una columna en la que los elementos se acomoden por orden de llegada. Eso puede hacerlo cualquier burócrata, como yo. Pero si ustedes están aquí es porque necesitan algo más, porque la realidad tal cual no les basta, porque quieren arreglar la vida. Porque escribir es un acto de creación, y escribir periodismo es crear una versión irrefutable de los hechos.
Y escribir, dice Paul Auster, es darlo todo, todo el tiempo. Y escribir, dice Samuel Beckett, es fracasar para luego fracasar mejor. Y cuesta. Nunca he creído en esa gente que dice Nunca he trabajado, porque siempre he hecho lo que me gusta. Mentirosos. La vocación es un trabajo, la pasión es un trabajo, vivir es un trabajo. Y cuesta.
Cuando pienso en escribir un texto, periodístico o no, pienso en un chisme. ¿Por qué contamos chismes?, ¿por qué nos son tan urgentes?, ¿por qué no podemos quedarnos callados? Truman Capote dijo que toda literatura es chisme, y no se equivocó; aunque yo agregaría que el periodismo también lo es. Contar chismes es una forma, una de las más bellas, dicho sea de paso, de gozar y ejercer a todo pulmón el poder de las historias. Si cuentas un chisme es porque no te aguantas, y confías en que los demás terminarán igual de asombrados al escuchar su contenido.
Un chisme, una historia, funciona también como un chiste, y ahora que lo pienso no debe ser coincidencia que las palabras se parezcan tanto entre sí. Nadie cuenta un chiste que no le pareció gracioso: incluso los que repiten chistes malos lo hacen reconociendo en ellos alguna gracia. Cuando contamos chistes asumimos un riesgo, pero también esperamos una recompensa que llega cuando los otros se ríen igual o más que nosotros, y así confirmamos el efecto que esa historia tiene en el torrente de otros esqueletos. Confirmamos, entonces, que no estamos solos en el mundo, y que nos parecemos mucho más de lo que pensamos o pensábamos.
Trabajo como editor en una revista, y cuando alguien quiere proponerme un tema, lo primero que le digo es: confío en tu instinto. Y es verdad, confío, aunque se trate de escritores jóvenes o con poca experiencia en medios, quizá acostumbrados a recibir encargos. Como si se tratara de un chisme, creo firmemente en que eso, lo que fuera que hizo que un periodista se interese en un tema, un personaje o una historia, es suficiente para que deba contarlo. El principio es simple: si tú crees que algo es importante, lo es.
Luego viene una cuestión de estilo, ¿cómo contarlo? Hay algo de verdad en eso de que no hay nada nuevo bajo el sol, pero si tal verdad fuera absoluta no hubiese tenido sentido seguir escribiendo después de, no sé, Homero y Virgilio. Hay algo, algo, que sólo tú puedes contar, que está en tu experiencia, en tu voz y en tu mirada.
Y hay dos formas de adquirir experiencias: viviéndolas e investigando sobre ellas. Todos los temas que escogemos, aunque trabajemos en secciones fijas, reflejan una parte de nuestra autobiografía. A nadie le interesa hablar de astronautas a menos que haya sentido alguna vez la pulsación de romper el cielo de alguna manera; a nadie le interesa hablar de asesinos a menos que haya sentido alguna vez el deseo de explorar su propia oscuridad, acaso para contenerla, de frenar el horror que nos cae como una tormenta, o de probar que el ser humano no es la criatura evolucionada y civil de la que presumimos.
Hay algo, algo, que sólo tú puedes decir. Por lo general, cuando me encuentro trabajando en algún tema, consumo cosas relacionadas, novelas, reportajes, películas, canciones, cualquier cosa que pueda darme pistas sobre cómo afrontarlo. Digamos que, a mi manera, lo que me propongo hacer es un cover de algo que ya existe: copia como un hombre, roba como un artista, dice Fuguet; aprópiate de lo que sientas tuyo, dice Fuguet. Y en ese proceso, mientras escribo desesperado, pensando que nada tiene sentido, que cada frase es peor que la anterior, que ojalá esto termine pronto así sea para volver a empezar, me descubro hablando en mi propia lengua porque nadie más podría hacerlo así, como yo, para bien y para mal.
Y, volviendo a los chismes, la clave está en los detalles. Un chisme vale cuando es jugoso, cuando provee a quienes lo escuchan no sólo de información antes desconocida sino también, y desde ese momento, imprescindible. Supongamos que hay una pareja besándose en un bar, nada raro en ello, pero si ambos están casados, quizás con amigos en común, aparecen en la escena la intriga y el escándalo; y si ella se ha fugado del cumpleaños de su esposo y él tiene un hijo padeciendo en el hospital al que debería estar cuidando, se suman cuestiones morales y éticas, cuestiones que humanizan a los personajes y nos permiten verlos a los ojos, sentir como ellos, ser ellos, porque la historia de los demás es también la nuestra.
El punto es que, sin detalles, una situación, una anécdota, no puede trascender al plano de una historia, que es lo que buscamos. El chisme necesita de una investigación responsable, lo mismo que cualquier texto periodístico. Que un asambleísta salga de la asamblea después de haber conseguido, tras horas de debate, que se acepte un proyecto de ley, no es una historia, es, a lo más, una noticia; ¿con quiénes se reunió el asambleísta antes de la sesión?, ¿quién impulsó el proyecto de ley realmente?, ¿quiénes se verán beneficiados?, ¿por qué ahora y no antes o después?; estas cosas, que parecen obvias, no suelen aparecer en los noticieros ni en los diarios, es como si sólo nos preocupáramos de investigar el presente, sin tener en cuenta que es consecuencia del pasado y afectará el futuro.
Me preguntan sobre las herramientas literarias que los periodistas pueden usar en sus textos. La respuesta es: todas. Lo único que no está permitido es mentir, y aburrir, que es peor (y eso que yo lo estoy haciendo en este momento). ¿Dónde las encuentran?, en los libros. Hay que leer: leer, leer, leer. Es sorprendente que haya que decir e incluso repetir esto. Me ha pasado, muchas veces, el encontrarme con periodistas de mucha experiencia o jóvenes que vienen de hacer sus maestrías y doctorados en otros países, y que parecen no haber leído un libro en su vida: desconocen las formas más rústicas del lenguaje, las exigencias más básicas para que se produzca la comunicación, los momentos elementales de la estructura narrativa. Eso se aprende leyendo, no hay otra forma (quizás sí, escuchando a la gente, o sea, chismeando). Es como hacer dieta o ir a un gimnasio, puede costar, involucrar sacrificios tal vez desagradables al comienzo, dolores musculares, incertidumbre, pero los resultados aparecen casi enseguida: no se te forma un six-pack en el estómago de un día para el otro, pero de pronto te cuesta menos salir de la cama. Así, leyendo, leyendo y leyendo, puedes empezar a caminar con más seguridad.
Vargas Llosa, que de muchas formas sigue siendo el cadete del colegio militar Leoncio Prado, siempre tan disciplinado y subyugado por su vocación, dice que hay que leer por lo menos dos horas al día, ojo, por lo menos, y me parece una buena cifra (además, y de esto doy fe, no hay libro que no se acabe sosteniendo ese ritmo). Borges decía: que otros se enorgullezcan de las páginas que han escrito, yo me enorgullezco de las que he leído. Y otro tip, ya que estamos, del argentino Rodrigo Fresán, cuyo estilo es en sí mismo la escritura como práctica de libertad absoluta: no gasten tiempo, ni dinero, en talleres, seminarios o charlas, compren las seis temporadas originales de La dimensión desconocida, ahí está todo. Y algo de mi cosecha personal: cuando uno encuentra a un autor, se encuentra a sí mismo.
Me preguntan si hay rituales o mantras para escribir. Whatever works, como dicen los gringos: lo que sea que funcione. Si escribes mejor encerrado en el baño, dale; si escribes mejor sentado en la banca de un parque, rodeado de gente, dale; si necesitas inciensos y gatos, dale. Cuando empecé, aunque en esto uno empiece todos los días, sentía que no podía desaprovechar ninguna oportunidad, ningún espacio para escribir y publicar, y me acostumbré a escribir en mi casa, en la oficina, en trenes, aviones, barcos, hoteles, bares, restaurantes, y aunque al final se me cruzaron los cables y se me fundió el cerebro, debo reconocer que nunca más fui tan productivo y que quizás no serlo me haga desaparecer del todo entre los bosques frondosos del olvido.
Una vez intenté tener un ritual, o por lo menos una atmósfera. En parte, acepté el cargo de editor para poder organizar mejor mi agenda, para no depender de viajes y entrevistas, y así dedicarle más tiempo a la escritura. Parecía perfecto. Pasaba unas horas en la oficina y luego disponía de la tarde casi entera para escribir en casa, sin distracciones, sin interrupciones, sin molestias. En un principio funcionó, avancé, pero muy pronto caí en mi propia trampa, y en vez de escribir, pasaba horas y horas viendo Big Bang Theory, diciendo mañana recupero las horas perdidas. No hay tal: esas horas nunca se recuperan, y uno se oxida. Escribir no es como andar en bicicleta, uno se olvida, uno se cae. Así que desde hace algún tiempo lo hago en la oficina, ahí, entre mis compañeros, como ustedes en la redacción. Y sólo puedo suponer que funciona porque en ese lugar me he acostumbrado a ser productivo. Y por lo pronto sobrevivo a cada día.
¿Cuándo está listo un texto? Dicen que Víctor Hugo tardó veinticinco años en terminar Los Miserables, y ahí está, ahí sigue, en Hollywood, en Broadway. ¿Cuándo está listo un texto? Raymond Carver tenía una teoría: cuando borras todas las correcciones que acabas de hacer. Yo no soy tan optimista, aunque concuerdo, en algún punto ya no hay nada que podamos hacer por un texto. ¿Cuándo está listo un texto? Nunca. Otra vez Borges: publicamos para dejar de corregir. Aquí los periodistas tienen la suerte, sí, la suerte, de verse acorralados por la fecha de cierre o por la mirada de un editor que, en el mejor de los casos y con la distancia adecuada, sabrá cuándo soltar el texto para empezar a olvidarnos de él. Hay que aprender a olvidar y a soltar, como en el amor. Alberto Salcedo Ramos decía: lo mejor de escribir es terminar de escribir. No sé si sea lo mejor, me quedo con esos momentos en los que oprimes las teclas hasta el centro de la tierra, embalado, enceguecido por el éxtasis que luego te quema y se va, pero sin duda que terminar ayuda a seguir adelante.
Y ya. He gastado demasiado de su tiempo. Sólo me quedan dos cosas más por compartir. 1) Un principio del comediante Louis CK: haz lo que creas que no puedes hacer. 2) Una reflexión personal: cuando no sepas qué escribir, escribe la verdad.
(Apuntes leídos en la redacción de diario La Hora. Quito)
3 comentarios:
Ultra didáctico.
Gracias, Juan.
gracias a ti, broder...
saludes!
por estas razones vuelvo, me voy y regreso con más curiosidad de saber lo que hay en los blogs. ¡Gracias!
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