3.11.2019

Homecoming & Julia Roberts & Ella & Yo



Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, tuve una novia que cada vez que peleábamos me recordaba que, a ella, la gente le decía que se parecía a Julia Roberts (más específicamente, cuando se reía mostrando todos los dientes), como si a un hombre como yo, más bien nerd, ancho y bajo de estatura, pudiera ocurrírsele pelear con Julia Roberts en vez de arrodillarse y agradecerle al cielo por su existencia. Pero ese argumento jamás se hizo carne en mí. Odiaba a Julia Roberts desde la adolescencia, porque había visto varias de sus películas en el plan de acompañar a mi mamá, que también era fan (nadie más en la familia se sometía a la tortura), y porque para mí ella, Julia, representaba todo lo que puede estar mal con el cine: vender mentiras, hablar de la vida como si fuera fácil, poner la belleza por encima del carácter y la militancia y la moral. Para mí Julia Roberts era, y odio usar este término pero qué le vamos a hacer, el rostro más poderoso y visible y colonizador del Imperialismo Yanqui. Yo no conocía mujeres así en la vida real, ni me interesaba conocerlas.

La película favorita de esa novia era Notting Hill. Me acuerdo que tenía el guión en una edición original que le había regalado el último novio con el que había estado antes de mí, así que cada vez que veía ese librito me daban ganas de destriparlo, por Julia Roberts, que aparecía en la portada, sí, pero también por el ex, que era un dizque-poeta que usaba cuellos de tortuga y se levantaba las solapas de las chompas hecho el bacán. ¿Quién te crees?, ¿Elvis?, ¿James Dean?, un payaso es lo que eres. Además de Notting Hill, que vi sólo una vez y ya porque a cierta edad uno hace lo que sea, lo que sea, para estar acostado con su novia en la misma cama o en el mismo sofá, metiéndole las manos por debajo de la ropa mientras los suegros andan por ahí, del baño a la cocina, yendo de la cama al living, vimos juntos Mona Lisa Smile, y creo que ella lloró y yo vomité. Pero, como ya he dicho, estaba familiarizado con la obra protagonizada por Julia Roberts gracias a mi mamá. Había visto, que yo recuerde, Pretty Woman (a la que se le notan desde hace rato las arrugas), Flatliners (que me parecía genuinamente buena), Everyone Says I Love You (el musical de Woody Allen, que todavía me gusta), My Best Friend’s Wedding (en la que Cameron Diaz le roba a Julia Roberts no sólo el amor de un hombre si no también la pantalla) y Runaway Bride, de la que prefiero no decir nada.

O sea que Julia Roberts era, desde antes de conocer a esa novia y contra mi voluntad, un elemento gravitante en mi vida, y el referente de belleza de finales del siglo XX: aunque para mí ese puesto sólo lo pueda ocupar, desde siempre y para siempre, Winona Ryder (si tú me dices ven, Winona, lo dejo todo). Y digamos que había llevado esta condición más o menos en paz hasta el año 2000, plena fractura del siglo, cuando se estrenó Erin Brockovich. Vi la película, me gustó, conecté, me conmoví, me emocioné, y empecé a pensar que después de todo había esperanza para Julia Roberts, que podría redimirse de ahí en adelante: y, todo hay que decirlo, lo ha hecho un par de veces, al menos en Closer, Charlie Wilson’s War, y August: Osage County (aunque quizás lo que pasó es que tropezó con buenos guiones y buenos papeles antes de seguir su camino natural); y en sus apariciones en la saga Ocean (todo lo demás, que es mucho, demasiado, es enteramente desechable; el honor y la gloria le pertenecen legítimamente a su hermano, el gran Eric Roberts). Pero al año siguiente, cuando ganó el Óscar a mejor actriz, dejando en la carrera a Ellen Burstyn, que se lo merecía por Requiem for a Dream (que sí, es una cinta que sólo funciona cuando eres joven e impresionable, pero igual), mi odio hacia Julia Roberts se radicalizó por completo. No era su culpa, es cierto, era culpa de la Academia, pero era su rostro, sus ojos demasiado grandes, sus labios demasiado extensos, su pelo demasiado castaño, su sonrisa demasiado amplia y panorámica y demasiado parecida a la de mi novia.

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En Homecoming pasan muchas cosas, pero no estamos seguros de qué pasa exactamente sino hasta ya muy metidos en los diez capítulos de la primera temporada, de media hora cada uno. Al principio, quizás hasta la mitad, sólo contamos con unas pocas certezas. La historia está contada en dos tiempos y en dos formatos, una parte sucede a comienzos del 2018, y se ve en pantalla completa; la otra, arrinconada en un claustrofóbico rectángulo que recuerda a los videos registrados en celulares, sucede en un supuesto presente que, metafísicamente hablando, pues sólo podría ser este momento, el momento en que escribo esto, el momento en que alguien lo lee. En el tiempo pasado, el personaje principal, Heidi Bergman (Julia Roberts), es una psicóloga que trabaja para una agencia relacionada con el gobierno americano, asistiendo en terapia a soldados que acaban de volver de algún conflicto armado, pacientes con trastorno de estrés postraumático, con el propósito de ayudarlos a reinsertarse en la sociedad civil. En el tiempo presente, Heidi es camarera en un restaurante, parece infeliz, vacía, y no recuerda haber trabajado nunca como psicóloga.

En esta serie la narrativa es no-lineal, salta de un tiempo al otro, de un formato al otro, así que la información nos llega por cuenta gotas y lo que nos mantiene en pie es una especie de confusión, un mareo punzante hecho de sospechas, que de a poco se van transformando en la confirmación de una verdad incómoda. ¿Será? No, no puede ser. ¿Será? La puta que me parió, sí es. Ya desde ahí hay un riesgo asumido con valor. Ahora que la mayoría de series hacen lo que sea, lo que sea, para mantener al espectador colgado y dependiente, cortando sus capítulos en momentos clave que a veces se resuelven con honor y otras veces simplemente se las arreglan para encajar, Homecoming se atreve a soltar, yo diría que incluso se expone a que el público la abandone a falta de señales que entreguen respuestas inmediatas a sus interrogantes. Se habla de la guerra, pero no hay balas ni flashbacks a escenas de combate; se habla de heridas mentales, pero no hay cicatrices a la vista ni alucinaciones; se habla de manipulación cerebral, pero no hay, hasta el final, detalles contundentes.

Homecoming progresa como un thriller de la vieja escuela, retro, vintage; la crítica ha usado el tan manoseado término Hitchtcockneano para definirla, promocionarla y defenderla, pero Hitchcock hacía películas y estaba en la obligación de moverse un poco más rápido. Homecoming no tiene prisa y a veces desespera porque, ya lo dije, nos han acostumbrado a la efervescencia de lo inmediato: listo al instante para actuar al instante. Ahora bien, Sam Esmail, co-creador de la serie (también creador de la exitosa y desequilibrante Mr. Robot) y director de los diez episodios liberados hasta ahora, aprovecha esa quietud para andar a sus anchas, filma como si se tratara de cine y no de TV, con planos largos, elaborados, sofisticados, que a ratos parecerían ser sólo una forma de vanidad o una herramienta de distracción, pero que construyen la atmósfera total de la serie, imponiendo una distancia entre nosotros y los personajes que, a su vez, nos provoca ganas de romper la pantalla, saltar al interior de la historia y rescatarlos.

Homecoming partió como un podcast, ensamblado con llamadas telefónicas, sesiones terapéuticas y conversaciones ajenas que se escuchan por encima del hombro. Y la versión, digamos, visual, le hace justicia y hasta le rinde tributo dedicando secuencias enteras al sonido y a la música. En la banda sonora (el playlist está en Spotify y lo recomiendo íntegro) coinciden compositores arrolladores como Pino Donaggio y Sarah Davachi; figuras de la cultura pop como The Alan Parsons Project y Leonard Cohen; y gente de la industria como David Shire (sus piezas en piano, tomadas de la cinta La Conversación, de Coppola, te secuestran cuando las escuchas) y el cineasta y compositor y maloso John Carpenter, de quien suenan temas compuestos para su película La niebla. Así que todo aquí sabe a cine, hecho con un tipo de integridad y distinción que podría llenar la pantalla grande cualquier día, y a costa de la complicidad que le debemos y le exigimos a los cuentos que nos hacen desaparecer porque en ellos sólo importan los demás.        

El único personaje que parece saberlo todo, incluso cómo mantener en su sitio al pasado y al presente, es Colin Belfast (Bobby Cannavale), el jefe de Heidi en el programa de terapias, y es también el único que se mueve a la velocidad que exigen las circunstancias: siempre que aparece, por lo general hablando por teléfono, está caminando o corriendo hacia alguna parte, como si un desastre inminente estuviese posado sobre su cabeza y él intentara evitarlo o contenerlo de todas maneras. Colin Belfast vendría a ser una especie de Gran Hermano (aunque él también deba rendir cuentas), y en su juego, aparte de Heidi, están Thomas Carrasco (un gran Shea Whigham), un burócrata dispuesto a averiguar por qué Heidi fue separada del programa, y Walter Cruz (Stephan James), el soldado por el que nos enteramos de que algo, o varias cosas, no andan bien. Son pocos personajes (tengo que mencionar a Sissy Spacek en el papel de la madre de Heidi, inmensa como siempre) y quizás hasta podrían sostener la historia encima de las tablas de un teatro, pero son los suficientes para hacer flotar una historia que juega con una premisa base: ¿es mejor recordar, recordarlo todo, lo bueno y lo malo, la felicidad y el horror, y aceptar que estamos compuestos de nuestra vida entera y no sólo de las partes que quisiéramos escoger; u olvidar eso que desearíamos que nunca hubiera pasado y seguir adelante como si nada, capaces incluso de transitar el horror de nuevo?     

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Termino de ver Homecoming y siento ganas de llamar a esa novia. El arte, donde yo encuentro la verdad y la belleza del mundo, puede claramente regarse por la vida y modificarla, afectarla, alterarla, y provocar giros inesperados. ¿Qué le diré? Un par de cosas: que Julia Roberts es el pico más alto de la serie; que éste es sin duda el mejor papel de su carrera, por el que la recordarán los que no la recuerden por lo obvio y falso; que en su rostro de Heidi Bergman, siempre perdido, como si acabara de despertar de un sueño o una pesadilla pero no supiera que ya despertó, hay una fuerza interpretativa que nos deja verla y sentirla; que al fin, luego de todos estos años y todas estas películas, puedo ver su belleza, porque ahora, con la vida que le ha pasado por encima, con arrugas desprendiéndose de sus ojos y esa gran sonrisa en franca picada, ha cobrado grosor emocional. Podríamos juntarnos, comentar la serie, y sería como una típica película de Julia Roberts, una dizque-comedia-dizque-romántica en la que ella se encuentra con un antiguo novio y los dos vuelven a enredarse.

Escribo un mail, pero antes de escribirlo, pienso en preguntarle a esa novia si, de poder, borraría de su memoria los recuerdos míos que tiene si es que aún los tiene, como intentan hacer los personajes de Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Yo creo que no lo haría, porque aún cuando nos hacíamos daño nos estábamos amando, siempre una más que otro, otro más que una, a veces, cuando el mundo se abría, los dos al mismo tiempo y con la misma intensidad. Pero pienso en Uno, el tango, y recuerdo que hay que olvidar, hacia el final la letra dice: si yo tuviera el corazón / el mismo que perdí / si olvidara a la que ayer / lo destrozó / y pudiera amarte / me abrazaría a tu ilusión / para llorar tu amor. Y pienso también en miles de soldados norteamericanos regresando a su país después de Vietnam, de Irak, de Afganistán, (¿de Venezuela?), de guerras/invasiones con las que no tuvieron nada que ver, que no les correspondían, y que no podrán borrar de las paredes de sus cráneos al menos que pase algo como lo que pasa en Homecoming. Olvidar para volver a vivir. Vivir para poder morir otra vez.

Nos vemos en un restaurante de sushi que, cuando éramos novios, sólo nos podíamos permitir muy de vez en cuando, para celebrar ocasiones especiales. Ella no puede creer que yo, yo, quiera hablar de Julia Roberts, que le esté haciendo propaganda, dice a mí me gustaba Notting Hill, dice hace fu que no veo sus películas, dice a mí me decían que me parecía a Julia Roberts, verás. Comemos. Yo quiero hablar de Homecoming, partiendo por la nitidez de su pensamiento y el peso de las opiniones que genera. Ella no está tan interesada, pero me dice que verá al menos el primer capítulo si yo, tan lindo, le cruzó mi clave del Prime Video de Amazon; pero yo uso la de una amiga y Dios sabe que es pecado compartir una clave que te han entregado como muestra absoluta de confianza. Ella habla de las obras de teatro del Nobel Harold Pinter, de la música de Tom Waits (que antes odiaba y ahora ama con locura), y me cuenta que una vez fue a un concierto de Patti Smith, en un bar minúsculo de Nueva York, que todo el mundo estaba sentado en el piso alrededor de la cantante y que a ella le tocó sentarse al lado de Emma Watson, la Hermione de Harry Potter.

Ella ya no es esa persona que se reflejaba y se proyectaba en Julia Roberts, ya no la necesita. Mejor así, supongo, aunque no deja de ser una pequeña tragedia en este momento. Nos despedimos con una abrazo. ¿Nos vemos otro día? Sí, dale, me avisas cuando tengas chance. De una, te aviso. Chau. Chau.

(Mundo Diners)