4.22.2019

A2



Si uno tiene mundo, un mundo propio, interno, y voz, y mirada, tiene algo que mostrar, algo que ofrecer, algo que decir y que nadie más puede decir de la misma forma. Al final eso es lo que importa, hacer que lo personal se vuelva universal, que sea relevante, que gire como un planeta autónomo y soberano, que eso que parte como un pedazo de intimidad u obsesión se proyecte y se expanda como un manto sobre los demás. No siempre pasa, pero cuando pasa no hay nada que podamos hacer para contenerlo.

La segunda temporada de Atlanta es la extensión de un mundo que se mueve a su propio antojo, con momentos de calma y aparente normalidad y también trastornos de personalidad límite. Mantiene la trama central, sí, pero también se arriesga con episodios que funcionan como piezas emancipadas. Y es gracias a eso, a la voluntad de riesgo, al despliegue salvaje de la personalidad creativa, que la serie consigue salirse de cualquier categoría e inventar un género para sí misma, algo así como un lugar sin límites donde la emoción, que es un arma caliente, se toma todas las licencias.

En el episodio seis de esta temporada, uno de los mejores no sólo de toda la serie sino de lo que hayamos visto en televisión últimamente, uno de los personajes, el entrañable y sabio y extraterrestre Darius, llega a una mansión para llevarse un piano de teclas de colores del que alguien quiere deshacerse. El dueño del piano es un músico que alguna vez fue una estrella pero ha pasado demasiado tiempo recluido en esa mansión, un freak inspirado en los últimos años de Michael Jackson (la misma máscara haciendo las veces de rostro, la misma piel lavada y artificial, la misma voz dulce y terrorífica), llamado Teddy Perkins. Darius y Teddy pasan el episodio entero recorriendo la mansión, en medio de una atmósfera de tensión e incertidumbre propia de una película de David Lynch. Llegado un momento, se detienen en un cuarto que para Teddy es el más especial de la casa, y donde le muestra a Darius un maniquí que viste un traje de su padre, el arquetipo del patriarca violento que forja el talento de sus hijos a golpes. La habitación, dice Teddy, será un tributo a los grandes padres de la historia, como el del mismo Michael Jackson o el de Serena Williams. El gran talento viene de un gran dolor, dice Teddy, y de ahí en adelante el episodio toma giros aún más oscuros que terminan con Darius esposado a una silla y un par de cadáveres en bolsas negras. La metáfora del mundo del espectáculo como residencia de la locura es total.

Así, haciéndonos parte del misterio y la maravilla, Atlanta asume con iguales dosis de comedia y drama el impulso inútil de querer vivir cuando nada parece tener sentido o la obligación irracional de tener que hacerlo porque no queda otro remedio. En el cuarto episodio, Earn y Van, pareja disfuncional donde las haya, de esas que cargan con la maldición de no poder terminar nunca una relación en la que ninguno de los dos se entrega por completo, como esperando que sea el otro el que de el paso al vacío y lo lleve de la mano, pasan un día más que extraño en un Oktoberfest lleno de gente blanca. Ahí las cosas se ponen difíciles cuando, arrinconados por la incomodidad, el apremio de lo inevitable, y acomodados en los extremos de una mesa de ping-pong, empiezan a hablar sobre ellos, sobre eso que son y no son, sobre cómo desearían poder ser la persona con la que el otro sueña, la persona en la que el otro pueda apoyarse para seguir adelante, la persona con la que el otro quisiera quedarse toda la vida, pero preferían no tener que cambiar porque saben, lo saben de memoria, que nadie puede cambiar. Con desvíos como este, Atlanta se permite insistir con fuerza en los temas que más le preocupan y que a veces dependen de dos personajes abandonados a su suerte y enfrentados a su verdad. Cuando no queda nada que decir, nada que ocultar, nada que pueda salvarnos de nosotros mismos; cuando la carne aparece cruda y desprendiéndose de los huesos, entonces, sólo entonces, sabemos de qué estamos hechos. Y esa materia prima no es siempre suficiente para conseguir un alimento que pueda nutrir a quienes lo necesitan.

En otro episodio, el quinto, una obra maestra del humor de lo absurdo, el rapero Paper Boi pasa un día entero con su peluquero, acompañándolo en las aventuras más domésticas e insólitas, y digamos que esos rincones improbables en los que suele convertirse la vida diaria se van sucediendo como si lo único que nos pudiera pasar es que las cosas salgan exactamente de forma contraria a como esperábamos. Este tipo de variaciones son una constante en Atlanta, todos los episodios comienzan con un norte más o menos claro, y en el camino derivan en situaciones exclusivas de una realidad paralela que termina imponiéndose y prevaleciendo. Paper Boi sólo quiere su corte regular, el de costumbre, tiene una sesión de fotos y quiere verse como eso que él cree que representa: un tipo al que de la música sólo le interesa eso, la música, sin poses, sin falsas apariencias, sin tener que crear el personaje que quienes lo escuchan quieren consumir (aunque, según las señales que se asientan al final de la temporada, pronto le tocará convertirse en un producto en demanda). Pero tal cosa es imposible. Los elementos en la vida de este rapero, que no le hace demasiado caso a Instagram ni a los protocolos socio-digitales a los que una figura pública de la actualidad está esclavizada, conspiran para transformarlo en una anormalidad, una anomalía acaso anacrónica que pelea por una identidad que no corresponde a estos tiempos.    

Leyendo sobre Atlanta me encontré con varios artículos que la colocan, sin dudas ni reservas ni vacilaciones, como la mejor serie que se esté trasmitiendo en este momento (las temporadas salen primero en la cadena FX y luego en Netflix, donde están ahora disponibles ambas). Y sí, la afirmación es desubicada, no por falta de méritos, que la serie los tiene de sobra, sino porque las calificaciones, vengan de donde vengan, del público, la crítica, la industria o la academia, son manifestaciones personales: en los días que corren todos tenemos una o varias series que satisfacen nuestras expectativas y, en muchos casos, las superan. Pero hay algo que debería quedar claro: Atlanta es el arte como ejercicio de la libertad. Y no me refiero a la libertad como causa social, como búsqueda de la igualdad o conquista de la felicidad, quiero decir que en Atlanta están reunidas las posibilidades que tiene el arte de crecer e independizarse como una criatura que respira el mismo aire que nosotros.

(El Comercio)

4.08.2019

Mopri (In Memoriam)



El cuarto de mi primo David era bacanísimo, como otro mundo, el mundo en el que yo quería vivir. Tenía un televisor Sony pantalla gigante, un equipo de sonido Toshiba con dos parlantotes más grandes que yo y un ecualizador lleno de luces, un Nintendo y unos juegos que nadie más tenía y que yo ni sabía que existían, un futbolín con jugadores azules y amarillos a los que les habíamos puesto números en la espalda y a los que hacíamos jugar un montón de partidos en cada campeonato que nos pegábamos, un aire acondicionado que congelaba, pero así, congelaba, y un aro de básquet de los Chicago Bulls en la puerta.

David era hijo único y lo tenía todo y su cuarto estaba forrado con posters en todas las paredes. Posters de Mötley Crüe, de Poison, de Guns N’ Roses, de Skid Row, de Bon Jovi, de Tesla y hasta de bandas como Slaughter o Scorpions que hablando la plena no nos gustaban tanto pero igual se veían bacanes. O sea, los manes se veían como nosotros queríamos vernos algún día, más claro. El papá de David, mi tío Mario, era piloto de Ecuatoriana, viajaba hartísimo a Miami y cada vez que regresaba le traía revistas Circus y Rolling Stone y Hot Parade. Y también discos. Discos en gajo.  

David me llamaba para que lo ayudara a sacar los posters de las revistas, a veces con tijeras y a veces con el estilete que usaba en las clases de dibujo técnico. El man parecía un doctor cuando cogía esas revistas, hacía todo despacito, y de ahí pegábamos los posters en las paredes con cinta scotch. Una vez arranqué a la fuerza uno de Tommy Lee y se rompió y mi primo casi me caga, nunca lo había visto cabreado, nunca tanto como esa vez, pero igual me lo regaló. David siempre me regalaba par posters para mi cuarto porque sabía que a mis viejos no les gustaba que me gastara la plata en esas huevadas. David era horrendo dato.

Mi tío Mario y mi tía Vivi, la mamá de David, se divorciaron cuando yo todavía estaba en la escuela y me parecía rarísimo, yo no conocía a nadie que se hubiera divorciado o que fuera hijo de padres divorciados. David era el único, pero yo nunca le preguntaba nada porque a mí no me hubiera gustado que me pregunten. Mi tío Mario vivía en Guayaquil, en Urdesa, y a veces David se iba para allá a pasar los fines de semana y me invitaba y pasábamos increíble. Íbamos a vagar al Policentro, nos metíamos al cine a ver cualquier película que estuvieran dando, y después mi tío nos llevaba a comer Burger King.

Pero lo más bacán de estar en la casa de mi tío Mario era encerrarnos en el cuarto de David. No era igual al de Portoviejo, no tenía las mismas cosas, era más pequeño, como estrecho, pero tenía televisión por cable y pasábamos toda la noche, hasta que amanecía, viendo MTV y grabando videos en VHS. A Portoviejo todavía no había llegado el cable así que teníamos que aprovechar y aunque mi tío Mario nos jodía por pasar ahí encerrados medio como la gaver nunca nos castigaba ni nada. Yo llevaba casetes en blanco y los llenaba con videos y algunos de esos los vendía en Portoviejo porque nadie más tenía esa música.



David tenía tres años más que yo, pero como que nunca me di cuenta. O sea, no parecía un man mayor. Lo único raro era que no le gustaba salir de caleta. Yo me podía pasar toda la tarde en la cancha o andando en bicicleta por la ciudadela o tumbando jobos y mangos de los árboles del patio de mi casa, pero él nunca quería, su huevada era escuchar música. Hacía como que tocaba la guitarra con una raqueta de tenis, cantaba mirando a la pared pero como si estuviera en un estadio lleno de gente, me tenía armada una batería con tarros de galletas y siempre me decía buena tocada, gordito, buena tocada.

Había bandas que mi primo tenía en disco y en casete, y yo lo jodía por eso, le decía angurriento, crúzate ese material, regálame los repetidos, pero el man me explicaba que los casetes los podía escuchar en su walkman y en el carro de mi tía Vivi, pero los discos no, y él sólo escuchaba originales. Entonces me grababa la música que yo quería en mis casetes y yo se la pasaba a los panas. Nos pasábamos días armando casetes, David era como un DJ profesional, pensaba mil veces qué canción poner antes que otra, y yo escribía la lista en el cartoncito ese con el que venían, primero el nombre de la canción y después el de la banda. Todo en orden y hasta con los minutos que duraba cada canción. Éramos unos duros. 



Un día pasó una huevada más tuca que cualquier otra que nos hubiera pasado antes. Yo había estado toda la tarde fuera de caleta, andando en bicicleta con los panas de la ciudadela. Me acuerdo que nos fuimos hasta la Avenida del Ejército, lejísimo, y dimos vueltas por el Parque del Niño hasta que los manes de ahí nos miraron mal. Cuando llegué a mi casa, como a las seis de la tarde o capaz a las siete porque ya estaba medio oscuro, me lo encontré a David acostado en la vereda, frente a la puerta, como muerto. Tenía un discman en el pecho, los audífonos en las orejas, y la música sonaba a todo volumen. 

Mi primo estaba como perdido en el espacio, como loco estaba el man. Dejé mi bicicleta en el suelo y me le acerqué. David tenía los ojos abiertos pero no me miraba. Era una cosa rara, miraba a través de mí, como si yo fuera un fantasma o un espíritu transparente o una de esas huevadas que uno ve flotando en las películas de terror. Le pregunté qué te pasa, pero no me respondió. Le volví a preguntar, oe, ¿qué te pasa?, y nada. Así que me le senté al lado y me quedé ahí porque me parecía que había que cuidarlo, que le podían robar el discman. Después de un ratote me pasó los audífonos y escuché lo que él había estado escuchando.

Ese día mi tío Mario le había traído a David el discman y un disco nuevo, el Nevermind. Me acuerdo que me quedé colgado viendo la portada, ese niño nadando en la piscina detrás de un billete de un dólar. No sabía qué hacer, me parecía maldita, pero también me hacía cagar de la risa. En Portoviejo todavía no había cable, pero ya cazábamos que a la media noche, después del himno nacional, Ecuavisa ponía la señal de MTV Latino y desde que escuchamos Nirvana nos quedábamos despiertos hasta que pusieran sus videos. Tomábamos Coca Cola y hablábamos por teléfono, cada uno en su casa, para estar pilas. No importaba si al otro día había clases. El que se dormía, perdía.


Nada fue igual después de Nevermind. Una tarde David me pidió que fuera a su casa a sacar todos los posters de las paredes. Al principio, como el gran cojudo que soy, no entendí muy bien qué le pasaba, pero lo acolité de todas maneras porque era mi primo y pensaba robarme cualquier cosa que el man fuera a botar. Sacamos los posters y los guardamos en cajas de zapatos y los más grandes los enrollamos y los metimos en un clóset, fue como un entierro. David tenía otros posters, unos nuevos, todos de Kurt Cobain y Nirvana, y forramos el cuarto con esos y recién ahí entendí por dónde iba la jugada. Mi primo me ofreció algunos posters viejos, pero yo ya no los quería, qué iba a querer a esos muertos.

Era inverno y hacía un calor recontra que hijupeuta, pero nos poníamos camisas manga larga de franela, a cuadros, como en Seattle, y andábamos era con pantalón largo, jeans con huecos en las rodillas, esa nota. Pasábamos todo el día encerrados en el cuarto de David escuchando Nirvana y a veces teníamos que apagar el aire porque mi tía decía que se gastaba mucha luz y que mi tío, que era el que pagaba, se ponía bravo. David se trepaba en el escritorio donde hacía los deberes y se lanzaba desde allí a la cama y se revolcaba como Kurt Cobain. Todo el día. Todos los días.



Yo no me di cuenta porque era pelado, pero de ley que mi primo como que se traumó. Los panas del man salían a dar vueltas en la Avenida, en carro, con peladas, pero David siempre estaba encerrado en caleta, escuchando música, grabando casetes, escuchando las mismas putas canciones. Escuchaba música hasta en la mesa, cuando mi tía nos servía la comida, era un pobre hijueputa. Tenía un cuaderno donde había escrito todas las letras de Nirvana, en inglés y en español. Un día me invitó a dormir y me hizo leerlas todas y escuchar todas las putas canciones como mil veces y después quería conversar pero yo le dije estás loco, primo, y me quedé ruco. Nunca más me invitó a dormir, ni cuando pasaron un concierto de los manes en MTV, por un año nuevo, creo.   

David se volvió un enfermito y yo me cagaba de risa y le decía habla, Nirvana. Le pidió a mi tío Mario todos los discos que iban saliendo y cuando le llegaban me llamaba y nos sentábamos a escucharlos y él me explicaba porqué cada uno era mejor que el otro. Son más salvajes, me decía, se nota que al man le cabrea lo comercial, va a destrozar la industria, vas a ver. Y yo me seguía cagando de la risa pero él nada, ponía cara seria, como los grandes. Yo quería hablarle de una pelada que me gustaba, pero él quería escuchar otra vez el Incesticide. Yo quería contarle que ya me había amarrado con la man, que la había besado en la boca, con lengua, pero él ya estaba perdido en el In Utero, que para qué, era la huevada más bacán que habíamos escuchado en la vida. 



El 8 de abril de 1994, me acuerdo clarito porque faltaban diez días para que  yo cumpliera 13 años, pasó otra cosa, peor que cualquiera que nos hubiera pasado antes. Era viernes y estábamos de vacaciones. Ese día me levanté temprano para grabar videos. En mi casa ya había cable pero mi viejo no me dejaba tener televisión en el cuarto entonces tenía que ir a la sala, y ahí me la pasaba, acostado en el sofá, rockeando. Vi la noticia apenas prendí el televisor, que siempre estaba en MTV. Habían encontrado a Kurt Cobain muerto en su mansión, se había volado la cabeza con una escopeta. Así dijeron: se voló la cabeza con una escopeta. Turrísimo, no lo podía creer. Llamé a la casa de David pero nadie contestó.

Lo llamé un millón de veces más, pero nada, y cuando fui a su casa mi tía Vivi me dijo que estaba encerrado en el cuarto y que no quería hablar con nadie. Igual le toqué la puerta del cuarto durísimo, a veces siguiendo el ritmo de las canciones que estaba escuchando, pero nunca me abrió. Me cansé y me fui donde mi pelada, que era un año mayor que yo. Me vio bajoneado y le conté de Kurt, de David, y ella me dijo que tenía una amiga que le podíamos presentar a mi primo y que capaz podíamos salir los cuatro a dar vueltas por la Avenida y a comer en el Big Burger. Me alegré, lo juro. Quizás después de la muerte de Kurt, pensé, David pueda tener una vida normal.

Lo encontraron en la cocina, tirado al lado del fregadero. Se había tomado un frasco entero de Pinoklin y no sé qué otra huevada. Lo llevaron al hospital, mi tía Vivi me dijo que le habían lavado el estómago, y le pusieron un suero. Cuando entré a verlo, parecía que estaba durmiendo. El man estaba pálido, pero yo creía que se iba a despertar porque estaba sonriendo. Sonreía, lo juro, y yo pensaba este man es el auténtico bacán, se va a despertar y nos va a mandar a todos a la mierda. El man estaba sonriendo y yo creía que se iba a despertar. Pero nada. De ahí mis tíos se lo llevaron en un avión-ambulancia a un hospital en Miami. Pero nada. Mi primo nunca se despertó. Era tres años mayor que yo, ya había cumplido los dieciséis.  

Lo enterraron en el Cementerio General, al lado del colegio Rey de Reyes. Eso siempre me ha parecido como la gaver porque a David lo botaron de ese colegio en tercer curso y el man siempre decía que los curas estaban enfermos. Yo lo vengo a visitar todos los años, de noche, cuando sé que mis tíos ya se han barajado de aquí. Mi tío Mario ya no volvió a comprar discos pero mi tía Vivi me dio todos los de David, y el walkman, y el discman. Traigo el discman y me pongo a escuchar Nirvana frente a su tumba. Escucho todos los discos y termino con el Unplugged, que fue el que mi primo nunca llegó a escuchar. Quién sabe, de pronto si veía a Kurt tan feliz como estuvo esa noche el man se salvaba. Quién sabe. David todavía no se despierta, pero yo igual le hablo aunque el man no me diga nada. Pasamos bacán. ¿Sí o no, primo?


@pescadoandrade / @mundodiners