Si uno tiene mundo, un mundo propio,
interno, y voz, y mirada, tiene algo que mostrar, algo que ofrecer, algo que
decir y que nadie más puede decir de la misma forma. Al final eso es lo que
importa, hacer que lo personal se vuelva universal, que sea relevante, que gire
como un planeta autónomo y soberano, que eso que parte como un pedazo de
intimidad u obsesión se proyecte y se expanda como un manto sobre los demás. No
siempre pasa, pero cuando pasa no hay nada que podamos hacer para contenerlo.
La segunda temporada de Atlanta es la extensión de un mundo que
se mueve a su propio antojo, con momentos de calma y aparente normalidad y también
trastornos de personalidad límite. Mantiene la trama central, sí, pero también se
arriesga con episodios que funcionan como piezas emancipadas. Y es gracias a
eso, a la voluntad de riesgo, al despliegue salvaje de la personalidad creativa,
que la serie consigue salirse de cualquier categoría e inventar un género para
sí misma, algo así como un lugar sin límites donde la emoción, que es un arma
caliente, se toma todas las licencias.
En el episodio seis de esta temporada, uno
de los mejores no sólo de toda la serie sino de lo que hayamos visto en
televisión últimamente, uno de los personajes, el entrañable y sabio y
extraterrestre Darius, llega a una mansión para llevarse un piano de teclas de
colores del que alguien quiere deshacerse. El dueño del piano es un músico que
alguna vez fue una estrella pero ha pasado demasiado tiempo recluido en esa
mansión, un freak inspirado en los últimos años de Michael Jackson (la misma
máscara haciendo las veces de rostro, la misma piel lavada y artificial, la
misma voz dulce y terrorífica), llamado Teddy Perkins. Darius y Teddy pasan el
episodio entero recorriendo la mansión, en medio de una atmósfera de tensión e
incertidumbre propia de una película de David Lynch. Llegado un momento, se
detienen en un cuarto que para Teddy es el más especial de la casa, y donde le
muestra a Darius un maniquí que viste un traje de su padre, el arquetipo del patriarca
violento que forja el talento de sus hijos a golpes. La habitación, dice Teddy,
será un tributo a los grandes padres de la historia, como el del mismo Michael
Jackson o el de Serena Williams. El gran
talento viene de un gran dolor, dice Teddy, y de ahí en adelante el episodio
toma giros aún más oscuros que terminan con Darius esposado a una silla y un
par de cadáveres en bolsas negras. La metáfora del mundo del espectáculo como residencia
de la locura es total.
Así, haciéndonos parte del misterio y la
maravilla, Atlanta asume con iguales
dosis de comedia y drama el impulso inútil de querer vivir cuando nada parece
tener sentido o la obligación irracional de tener que hacerlo porque no queda
otro remedio. En el cuarto episodio, Earn y Van, pareja disfuncional donde las
haya, de esas que cargan con la maldición de no poder terminar nunca una
relación en la que ninguno de los dos se entrega por completo, como esperando
que sea el otro el que de el paso al vacío y lo lleve de la mano, pasan un día
más que extraño en un Oktoberfest lleno de gente blanca. Ahí las cosas se ponen
difíciles cuando, arrinconados por la incomodidad, el apremio de lo inevitable,
y acomodados en los extremos de una mesa de ping-pong, empiezan a hablar sobre
ellos, sobre eso que son y no son, sobre cómo desearían poder ser la persona
con la que el otro sueña, la persona en la que el otro pueda apoyarse para
seguir adelante, la persona con la que el otro quisiera quedarse toda la vida, pero
preferían no tener que cambiar porque saben, lo saben de memoria, que nadie
puede cambiar. Con desvíos como este, Atlanta
se permite insistir con fuerza en los temas que más le preocupan y que a
veces dependen de dos personajes abandonados a su suerte y enfrentados a su
verdad. Cuando no queda nada que decir, nada que ocultar, nada que pueda
salvarnos de nosotros mismos; cuando la carne aparece cruda y desprendiéndose
de los huesos, entonces, sólo entonces, sabemos de qué estamos hechos. Y esa
materia prima no es siempre suficiente para conseguir un alimento que pueda
nutrir a quienes lo necesitan.
En otro episodio, el quinto, una obra
maestra del humor de lo absurdo, el rapero Paper Boi pasa un día entero con su
peluquero, acompañándolo en las aventuras más domésticas e insólitas, y digamos
que esos rincones improbables en los que suele convertirse la vida diaria se
van sucediendo como si lo único que nos pudiera pasar es que las cosas salgan
exactamente de forma contraria a como esperábamos. Este tipo de variaciones son
una constante en Atlanta, todos los
episodios comienzan con un norte más o menos claro, y en el camino derivan en
situaciones exclusivas de una realidad paralela que termina imponiéndose y
prevaleciendo. Paper Boi sólo quiere su corte regular, el de costumbre, tiene
una sesión de fotos y quiere verse como eso que él cree que representa: un tipo
al que de la música sólo le interesa eso,
la música, sin poses, sin falsas apariencias, sin tener que crear el personaje
que quienes lo escuchan quieren consumir (aunque, según las señales que se
asientan al final de la temporada, pronto le tocará convertirse en un producto
en demanda). Pero tal cosa es imposible. Los elementos en la vida de este
rapero, que no le hace demasiado caso a Instagram ni a los protocolos
socio-digitales a los que una figura pública de la actualidad está esclavizada,
conspiran para transformarlo en una anormalidad, una anomalía acaso anacrónica que
pelea por una identidad que no corresponde a estos tiempos.
Leyendo sobre Atlanta me encontré con varios artículos que la colocan, sin dudas
ni reservas ni vacilaciones, como la mejor serie que se esté trasmitiendo en
este momento (las temporadas salen primero en la cadena FX y luego en Netflix,
donde están ahora disponibles ambas). Y sí, la afirmación es desubicada, no por
falta de méritos, que la serie los tiene de sobra, sino porque las calificaciones,
vengan de donde vengan, del público, la crítica, la industria o la academia,
son manifestaciones personales: en los días que corren todos tenemos una o
varias series que satisfacen nuestras expectativas y, en muchos casos, las
superan. Pero hay algo que debería quedar claro: Atlanta es el arte como ejercicio de la libertad. Y no me refiero a
la libertad como causa social, como búsqueda de la igualdad o conquista de la
felicidad, quiero decir que en Atlanta están
reunidas las posibilidades que tiene el arte de crecer e independizarse como
una criatura que respira el mismo aire que nosotros.
(El Comercio)