Marco Bermúdez y su hermano Eduardo
estaban cenando en un pequeño restaurante mexicano. Llevaban ya varios meses en
Chicago, la ciudad de los vientos, pero nunca habían visto lo que estaban a
punto de ver. Al mirar por la ventana, entre bocado y bocado, se dieron cuenta
que del cielo caían pequeños y cristalinos copos de nieve. Dejaron los
cubiertos sobre la mesa, tragaron lo que estaban masticando, se levantaron de
las sillas y salieron a la calle. Allí, afuera, abrieron los brazos y las
palmas de las manos para sentir la nieve, que les caía también sobre la cara y
se les derretía en las mejillas. Marco sólo la había visto en los libros con
los que estudiaba inglés en el colegio, cuando su profesor, señalando las
manchas blancas en la página, decía This
is winter time.
Lo que les estaba pasando no estaba en
sus planes, pero se había convertido en su vida. Llegaron a Norteamérica a
comienzos de 1984 como parte del grupo musical Los Profetas de Manabí, contratados por un empresario cuencano,
para tocar en eventos organizados por la Asociación de Ecuatorianos Residentes en
Estados Unidos. Harían, en principio, seis presentaciones en tres ciudades,
Miami, Chicago y Nueva York, pero los contratos se cancelaron a mitad de camino
y fue entonces, en Chicago, que Marco le dijo a su hermano, Quedémonos, quedémonos y de aquí vamos a
Nueva York, allá es que queremos llegar, allá está el sueño. El empresario
cuencano les pidió la mitad de lo que había gastado en los pasajes, les
devolvió sus pasaportes y se despidió dejándolos a su suerte. Tenían visa por
seis meses, así que cuando los sorprendió la nieve ya eran ilegales. Entre
semana trabajaban como obreros en una empresa que fabricaba parlantes para la
marca Bose, y los fines de semana,
viernes, sábados y domingos, trabajaban como músicos en el Night Club que recogía toda la escena latina de Chicago, The Latin Village.
Marco todavía no cumplía los 23 años de
edad, pero ya estaba casado, tenía una hija, otro hijo en camino y cursaba la
carrera de arquitectura en la Universidad Estatal de Guayaquil. Es decir que
tenía una vida que decidió cambiar por otra que, mirando para atrás, ya parecía
un destino inevitable. Nació en Portoviejo en 1961 y lo primero que escuchó fue
música. Su madre y sus tías cantaban a dúo, su padre, que se marcharía del
hogar cuando Marco tenía diez años, tocaba el acordeón y la guitarra; y dos de
sus tíos eran ya artistas reconocidos:
Eduardo Brito Mieles, compositor de la música del Pasillo a Manabí, y Filemón Macías, autor de la música del Romance a una Tejedora Manabita. De
hecho, la primera vez que Marco entró a una cabina para que registraran su voz,
a los catorce años, cuando ya conocía el temblor de los escenarios pero todavía
no el rigor del estudio, fue también la primera vez que se musicalizó La Tejedora, en los estudios Ifesa, en
Guayaquil, en 1975.
En Chicago, los hermanos Bermúdez
llevaban lo que Marco llama la vida
americana. Eran independientes, alquilaban un apartamento, cocinaban su
propia comida, planchaban su propia ropa y rodaban por la ciudad en un Fiat
Zastava, color amarillo, modelo ’74, que hoy parecería un juguete. Tenían la
vida del migrante que trabaja, extraña y ahorra, y se preocupaban por
relacionarse con los músicos que llegaban a tocar desde Nueva York para ir
tendiendo poco a poco un puente hacia la isla de Manhattan. En Chicago crecían
los espacios y las audiencias para la música Tex-Mex y las baladas, pero lo que
ellos querían era tocar salsa, salsa dura, lo que se conoce como Hardcore Salsa y Marco define de la
siguiente manera: Es el sonido agresivo
de la ciudad de Nueva York que impuso La Fania en los 70’s. Ahora lo que tú ves es una orquesta convencional en la
que sólo destaca un cantante bonitillo, pero en la salsa dura destaca toda la orquesta, hay descargas de
piano, de congas, de trompeta, de timbales, es como un jazz agresivo pero con
ritmo latino, sobre el que dos o tres cantantes van armonizando.
Tomaron la decisión de irse de Chicago en
noviembre, durante el primer día de
acción de gracias que les tocó pasar, cuando Marco ya había tenido ese
momento, clásico y doloroso, en el que con lágrimas en los ojos le había
confesado a sus amigos que se quería regresar al Ecuador. Pero no fue más que
eso, el momento en que pensamos que lo más seguro, lo sensato, es volver por
donde vinimos pisando nuestras propias huellas. Pero Marco no se dejó tentar
por sí mismo, y ahora dice, me armé de
valor y dije para adelante es que vamos, todo tiene un precio en la vida.
Lo que Marco buscaba en Nueva York era lo
que había escuchado en los discos de La
Fania que llegaban a Portoviejo, en los conciertos que había visto en
casetes VHS, eso que uno sabe que existe aunque esté en otra parte y nunca lo
haya tocado con las manos; eso que uno quiere que por lo menos lo salpique. Y Marco
tenía kilometraje, empezó a subirse a las tarimas a los nueve años, a cantar y
a tocar la batería. En la secundaria, tocaba en Misas A Go Go (digamos que una fiesta consentida por la iglesia) en las que los compañeros del colegio
jesuita en el que estudiaba, el Cristo Rey, se encontraban con las alumnas del
Mariana de Jesús. Y eso, que lo vieran, que lo escucharan, estar parado en el
centro del universo, le parecía la mejor forma de vivir (¿hay otra?). Luego
formó parte de un grupo llamado Los
Galeones y dice que con ellos ya se sentía exitoso, que sentía el
privilegio de los pocos elegidos que se dedican a ejercer lo que asumen como
vocación, eso que los reclama y les va mostrando el camino que deben abrir como
sea. Tocaban en todas partes y por cualquier motivo, desde fiestas privadas a
elecciones de reina; desde aniversarios de bancos hasta fiestas patronales;
desde bautizos hasta quinceañeras. Marco, que aún estudiaba arquitectura, ya
intuía un giro definitivo, pero todavía tenía que girar.
*
Cuando llegaron a Nueva York se
instalaron en Queens, un barrio donde la comunidad latina es tan grande que, en
los supermercados, los pasillos no señalan los productos que ofrecen sino los
países de donde provienen esos productos (para que así, según su nacionalidad,
los clientes puedan abastecerse de un poquito de patria). A los dos días, junto
a otros cinco músicos, formaron el Combo
New York, y empezaron a trabajar en el circuito de Night Clubs de la vena más caliente de Queens, la Avenida
Roosevelt. Tocaban en tres lugares icónicos de la época, el ChibCha, el Aguacatala y el Añoranzas, administrados
todos por una empresa colombiana llamada Joral Producciones (recuerden este
detalle). Tocaban sets bailables de
45 minutos y, acompañando a los artistas que venían de otros países, conciertos
que pasaban de la hora y media. Y tocaban de lunes a lunes, de diez de la noche
a tres de la madrugada. Para mí, dice
Marco, eso fue como un cuartel musical,
la Casa de la Cultura que nunca pude tener en Ecuador, el conservatorio al que
nunca pude asistir en mi país: la verdadera escuela de la calle. Tocaba
tanto las congas, dice, que cada semana tenía que limarse los callos que le
salían en las manos.
Por esos días, dedicado exclusivamente a
la música, Marco ganaba más que cualquier empleado en una factoría: su sueldo podía llegar a los $650 semanales cuando la
renta mensual de un apartamento eran $500 y las letras para comprar un auto
$120 cada una; el sueldo en una factoría,
en cambio, eran alrededor de $200 semanales. Con esos ingresos pudo tomar clases
de solfeo, aprender a leer partituras (yo
tenía el oído musical, la pasión, el deseo, pero no sabía leer, y para ser
competitivo tienes que estar al mismo nivel que todo el mundo, dice) y llevar a su familia a vivir con él en
Queens: cuando no estaba trabajando, era el niñero de sus hijos, con los que
practicaba un inglés que para ellos era orgánico y para él indescifrable. No era fácil, dice, pero yo era joven y lo aguantaba todo. Quería ser el mejor conguero del
mundo, el mejor baterista del mundo. Y esa, supongo, es la diferencia entre
él y los otros, entre una clase de seres humanos y otros: los que lo quieren
todo, lo dan todo.
Aquí, lo que un periodista –morboso por
naturaleza– quisiera escuchar y escribir es que Marco Bermúdez se hizo rico, famoso,
que abusó de las mujeres y de las drogas, que lo tuvo todo, que lo perdió todo,
que terminó en la calle y comiendo de los botes de la basura; pero nada de eso
va a pasar porque nada de eso pasó. Cuando le pregunto si en su vida hubo una
estación de excesos, me responde como aclarando algo de lo que tendría que
haberme dado cuenta desde el principio. Hermano,
me dice, tengo 57 años, empecé a los 9,
hay artistas que yo conozco que por no llevar una vida disciplinada no alcanzan
a llegar a los 35 y están acabados. No han faltado, te lo digo de corazón, las
tentaciones: en esos clubs, en Queens, estaba en la mata, donde se manejaba el
traqueteo de la droga, pero esto [la música] es lo único que sé hacer en la vida, es mi pasión, y siempre he tratado
de cuidarme. Nunca tuve intención de consumir ni de meterme en el micro-tráfico
[como ciertos colegas a los que conoció]. Quizás por cómo me criaron, vengo de una familia muy humilde pero muy
recta, nunca he mirado hacia otro lado que no sea el progreso.
La carrera del Combo New York, a la que Marco se refiere también como la lucha, el camino o el entrenamiento, se sostuvo en pie
durante ocho años, y le permitió
conocer y acompañar a artistas como Celia Cruz, Lola Flores, Marco Antonio
Muñiz, Sandro, Leonardo Favio y Armando Manzanero. Cuando los veía, me dice, cómo
viajaban por todo el mundo, yo pensaba: yo también quiero eso para mí. Y
entre ellos Marco hace una pausa especial para recordar las palabras que le
dijo alguna vez La Reina de la Salsa, con quien viajó en varias ocasiones como
conguero y cantante, Usted tiene mucho
talento, pero rodéese de músicos buenos y usted va a ver el fruto.
La escena de Queens entró en decadencia,
de manera no tan extraña, a principios de los 90’s, mientras el imperio de
Pablo Escobar en Colombia se desmoronaba (¿recordaron el detalle?). Marco ya
pasaba de los treinta y era, gracias a una amnistía migratoria, residente legal
en Estados Unidos; tenía cuatro hijos, había conseguido ser el director de su
propia orquesta y se preguntaba, ¿qué más quiero? Volver al Ecuador era una
opción, pero la desechó enseguida: no vivía en Nueva York sólo por su carrera,
quería que sus hijos vivieran allá, que fueran bilingües, que se convirtieran
en profesionales, que fueran parte de esa sociedad. El Combo New York se disolvió y su hermano Eduardo se retiró del
negocio, pero él siguió poniendo un pie delante del otro sobre el mismo camino.
*
Un día, mientras se encontraba
desempleado, apareció en la pantallita de su beeper un número desconocido, Marco lo vio y marcó los dígitos en
un teléfono. Del otro lado de la línea estaba Isidro Infante, uno de los
salseros más famosos de su generación. Tengo
referencias tuyas, le dijo, quiero
que vengas a hacer una audición. (Hace otra pausa para decirme que allá, en
Estados Unidos, tienes que
audicionar, seas quien seas) Al día siguiente, Marco se puso una levita chévere, fue al estudio donde
estaba trabajando Infante y se presentó. ¿Usted
es el ecua?, ¿el cantante? Marco
asintió con la cabeza. Pase, pase,
licenciado, dijo Infante, y después lo condujo a una sala donde había
solamente un piano de cola: el maestro se sentó frente a las teclas y le pidió
que cantara La Negra Tomasa (en clave
de salsa) y el bolero Inolvidable. Me gusta el tono de tu voz, le dijo
Infante, es la voz que ando buscando para
mi grupo. ¿Tienes papeles?, le preguntó,
porque esta orquesta es para las grandes ligas, para grabar y viajar, ¿estás
dispuesto a olvidarte de todo lo demás? Marco no le dio tiempo ni a la duda
ni al misterio y dijo, sí. Entonces
Isidro Infante le dio a Marco Bermúdez el disco que acababa de grabar, un
casete VHS con un concierto de la que había sido su banda anterior, y le dijo, El trabajo es suyo, apréndase estas
canciones, que son las que va a cantar, y de las demás apréndase los coros.
Marco escuchó el material, copió las letras en hojas de papel y pasó cuatro
días aislado en la terraza del edificio en el que vivía, entrenando como un
boxeador al que le acaban de decir que tiene que pelear mañana, lanzando golpes
más allá del desmayo. Pensé que era mi
única oportunidad, me dice (y esto hay que saberlo: todas las oportunidades
son la única oportunidad), y después de
esos cuatro días lo llamé y le dije, ¿cuándo ensayamos, maestro? Al final
de ese ensayo, el primero de lo que se llamaría Isidro Infante & La Élite, el maestro le dijo a Marco que
empacara esa misma noche porque salían para Zúrich, en Suiza.
En su cuarto, Marco tiene un mapa en el
que ha marcado todos los países a los que ha ido de gira, y está casi lleno de
marcas: han pasado más de veinte años desde la época de La Élite, a la que siguieron una temporada en el Conjunto Clásico (donde empezó Tito
Nieves) y los dieciséis años que lleva en la Spanish Harlem Orchestra. También tiene, distribuida en distintas
gavetas, una colección que él llama “tonta” (así, entre comillas), conformada
por los pases de abordaje de cada vuelo que ha tomado, las tarjetas magnéticas
de los hoteles en los que se ha quedado y las acreditaciones de los festivales
en los que se ha presentado: deben haber
más de mil, me dice. Si te digo que sólo puedo ir a una ciudad en todo el
mundo, ¿a cuál me mandarías?, le pregunto. Lo piensa un poco y me dice, Me encantó Viena, cantamos en un escenario
en el que poca gente se presenta, la Casa de la Ópera. Me lo dice así, como
si un escenario fuera toda una ciudad, y luego se refiere con la misma emoción
al Teatro del Palacio en Inglaterra, a la Casa de la Ópera en Sídney, a las
calles de San Petersburgo, a las luces de Tokyo y a la Gran Muralla China. Esa es la herencia que le voy a dejar a mis
nietos, me dice, y se ríe, pero yo pienso que si un niño ve todas esas
“tonterías” juntas puede hacerse una idea del tamaño del mundo y salir a
buscarlo.
Marco ha tocado dos veces en el Palacio
de Rabat, la capital de Marruecos, en África, y dice que si algo lo ha
impresionado es eso. Rabat, en sus palabras, es una ciudad pobre, polvorienta,
atrasada, como fuera del tiempo, pero todo eso se acaba cuando entras a una
especie de ciudad interior en la que una gran avenida, que podría estar en
Miami o Mónaco, con mansiones de lado y lado, desemboca en el Palacio. Te revisan hasta la última aguja, me
dice, no permiten ninguna cámara, ningún
celular, porque no quieren que nada quede documentado. Y continúa con este
monólogo: ¿Por qué crees que nos llevan a
nosotros? El príncipe es un muchacho que estudió en Nueva York y frecuentaba el
Copacabana con sus amigos, habla español, así que cada vez que hace una fiesta
tiene que llevar una orquesta de salsa. Hacemos un set de una hora y de ahí en
adelante, por órdenes suyas, pasamos a ser invitados de honor. Eso es como otra
dimensión, sin pobreza. Si la fiesta es para 300 personas, entonces hay comida
para 3000, trailers de comida
francesa, italiana, japonesa, y filas de meseros sirviéndote. ¿Tu sabes lo que
ha sido para mí estar en esa fiesta dos veces, donde te puedes quitar los
zapatos y bailar con esas chicas que son princesas, hijas de los grandes
petroleros de Arabia Saudita, gente famosa? Y hay una costumbre: nadie puede
irse hasta que el príncipe no se asome en su balcón y se despida primero.
Entonces llega una orquesta de tambores africanos y le dan una serenata, eso
significa que ya se va a dormir, pero te pueden dar las cinco o seis de la
mañana en eso. Una vez, a lo que la gente se iba yendo poquito a poco, me quedé
hablando con uno de los empleados, algunos de ellos hablan español porque están
al lado de España, y le pregunto, ¿qué van a hacer con tanta comida?, y él me
hace así con el dedo [se lo lleva a la boca de labios cerrados], y me dice “es la misma pregunta que todos
los músicos me han hecho a través de los años: eso se va a la basura porque
nadie puede saber que aquí hubo una fiesta.” Después, a lo que nos regresaban
al hotel, en una luz [un semáforo], una
viejita se nos acercó a golpear los vidrios de la van y pedirnos dinero. Eso,
concluye Marco, lo tengo en mi mente y en
mis pupilas, porque de ahí nadie se puede llevar nada.
*
Marco me habla desde su casa, en Teaneck,
Nueva Jersey, a diez minutos de Manhattan si se cruza el puente George
Washington. Su acento es una mezcla entre manabita y caribeño: hispano,
migrante, un castellano que sólo se habla en Estados Unidos. Está rodeado de
teclados, pantallas, instrumentos, todo muy ordenado (incluyendo las fotos
enmarcadas y colgadas en la pared, en las que se adivinan celebridades), como
en una galería o un almacén, y todo necesario para grabar las pistas en las que
está trabajando, las de su primer álbum como solista.
Hemos conversado por más de dos horas y
recién a estas alturas, como por descuido, me dice, Ahí están los Grammys, ¿si los ves? Y sí, los veo, dos pequeños y
brillantes gramófonos: falta uno, el que le entregaron en febrero pasado. Los
tres los ha ganado como parte –uno de los vocalistas– de la Spanish Harlem Orchestra, creada y
dirigida por Óscar Hernández, uno de los compositores y arreglistas más
importantes de la música latina contemporánea: entre otras credenciales,
Hernández ha trabajado con Rubén Blades y los Seis del Solar, con Paul Simon, y
con la familia/marca/sello Estefan en Broadway.
Marco me pide una pausa y va a buscar un
poco de agua, después de todo, tiene que cuidar su voz porque, como él mismo
dice, es la que me da el guiso. Me
quedo quieto frente a mi computadora, pensando que estoy en problemas, que esta
historia no tiene conflicto, es una línea
ascendente, y resuelvo que lo verdaderamente sorprendente es cuánto me asombra la
historia de un hombre que simplemente ha hecho las cosas bien, como si eso
fuera simple. Este es el cuento de un tipo jugado y resuelto que ha trabajado
duro y ha recibido las recompensas que merece. Falta, acaso, la coronación, el
tercer acto, que vendría a ser su triunfo como solista: seguiremos atentos.
Le pregunté cuál había sido su peor noche
como músico y me dijo que una en la que le cancelaron un show y no le pegaron
pero igual se pegó una buena farra en el hotel. Le pregunté si en la Spanish Harlem Orchestra tienen horarios
de ensayo marciales, inhumanos, y me dijo que no, que el director comparte las
partituras por Internet, que cada uno se aprende lo que debe, que ensayan sólo
una vez antes de cada concierto, que son adultos y profesionales. Le pregunté
cuáles eran sus momentos de fragilidad y me dijo que a veces, después de una
gira exitosísima y con el dinero
suficiente para vivir los siguientes seis meses, cae en un vacío, se pone down dos o tres días, pero que no se
deja y enseguida empieza a trabajar en alguna cosa, que sólo existe el
presente. Le pregunté qué es la música y me dijo la música es mi idioma. Le pregunté cuál era, realmente, el mayor
reconocimiento que había recibido, y me dijo que una fiesta que le organizó su
mamá la última vez que estuvo en Portoviejo (donde, de paso, vio a la Orquesta
Sinfónica Juvenil de la ciudad y recordó que él ni siquiera podía soñar con
clases de música), más precisamente, ver el orgullo asentado en el rostro de su
madre. Y al final me dijo que, con la mente limpia y el corazón sano, todo se
puede, todo, que la pasión tiene que
aplicarse con disciplina, que él llegó a los Estados Unidos con nada más que
una mochila al hombro y ahora está donde está, que Dios va poniendo las cosas
en su lugar.
Mente limpia, corazón sano, pasión,
disciplina, la mano de Dios… todas estas cosas me parecen improbables,
inciertas, mucho menos si las pensamos reunidas en un conjunto y puestas sobre
la tierra, pero aún así hoy he decidido creer que existen y que las estoy
viendo con mis propios ojos. Y bueno,
me dice, háblame de ti, por ahí vi unas
fotos en las que estás como en un espectáculo, ¿también tocas?, cuando
necesites un coro, hermano, me avisas y yo te lo grabo de una.
(Mundo Diners)