Las cosas han cambiado. O mejor: ciertas cosas han cambiado. Antes uno llegaba a una fiesta, al tipo de fiesta en la que no se conoce prácticamente a nadie, una fiesta a la que se va justo con el propósito de expandir la lista de contactos, digamos, y trataba de mezclarse con los demás prendiéndose de alguna conversación que por lo general giraba en torno a la actualidad. Y ese intento, sobra decirlo, acababa muchas veces en fracaso y uno, ya agotado de tratar sin éxito de conectar con los demás, regresaba a su casa solo y bajoneado pero a conversar con sus verdaderos amigos: sus discos, sus libros, sus películas. Pero ya no. Ahora existe un código, una suerte de contraseña universal, las palabras mágicas: ¿Qué estás viendo? Porque todo el mundo, al parecer, está viendo algo (está increíble); está empezando a ver algo (el primer episodio promete); está viendo algo y ya va por más de la mitad (capaz me la termino esta misma noche, qué chucha); está acabando de ver algo (no me cuentes cómo termina); o está esperando que alguien le recomiende algo que ver (no muy denso, plis).
Pasa. Me pasa. Me está pasando. En una fiesta, un tipo al que no conocía, un amigo de amigos, me contó que hace poco se lesionó una rodilla jugando en un campeonato de fútbol con sus ex compañeros de colegio, que la lesión (más grave de lo que pensó en un principio) lo obligó a pasar más de una semana en cama, y que aprovechó su temporada horizontal para ver Breaking Bad de principio a fin: dijo, también, que era la primera serie que había visto en su vida. Entonces fue posible hablar con él, no necesariamente conectar, pero sí bajar una puerta levadiza y encontrarnos sobre las aguas que rodean el castillo de nuestras soledades. Tengo mis sentimientos hacia Breaking Bad claramente procesados y asumidos hace rato: entre la primera y la cuarta temporada, cuando Walter White vivía y padecía una doble vida que lo obligaba a multiplicarse y que finalmente lo obligó a dividirse, la serie jugaba en lo más alto y varios de sus capítulos alcanzaron la gloria; pero entre la quinta y sexta temporada, cuando White se convirtió en un criminal más bien genérico, efectista y conveniente, el imperio narrativo que había levantado se derrumbó en una explosión de cristales azules.
Mi nuevo amigo, que dicho sea de paso se dedica a la venta y distribución de suministros médicos, no estuvo de acuerdo. Él pensaba que era justo al final de la serie, cuando Walter White es ya un hombre duro, un arrecho que se faja con cualquier narco, cuando las cosas encajaban mejor y se embalaban y zumbaba la bala que daba gusto. Pero el punto, al menos para mí, no era quién tuviera la razón (hablando de arte, a Dios gracias, nadie, nunca, tiene La Razón), sino que en cuestión de minutos habíamos pasado de ser perfectos desconocidos a revelarnos intimidades: cuando uno habla de las cosas que le gustan, esas que defiende porque lo representan o porque lo han ayudado en momentos difíciles, está hablando en realidad de su propio engranaje moral. Mi nuevo amigo me dijo que iba a empezar a ver series, que en su casa las que le sacaban el jugo a Netflix eran su esposa y sus hijas, que él prefería ver programas de fútbol en DIRECTV, y me pidió que le recomendara algunas: pero así, como Breaking Bad, me dijo, bacanísimas.
Recomendar series se ha convertido en la responsabilidad más grande de nuestro siglo, no sólo por el (cada vez mayor) tiempo que los otros invierten en verlas o el desgaste emocional que pueden causarles, sino y sobre todo porque de acuerdo a esas recomendaciones seremos juzgados el día del juicio final. ¿Por dónde empezar, entonces? Por el principio, supongo. Le dije comienza con los clásicos, y me sentí como un profesor de literatura. Le recomendé Los Soprano (estoy seguro de que esa mezcla de mafia-sensible y vida-doméstica-casi-de-provincia le va a encantar); Mad Men (sé que lo puedo perder en el primer capítulo, que la sofisticación retro de Draper y compañía puede ser demasiado para cualquiera, que hay muchos más diálogos que acciones; pero también sé que, si resiste, si se deja caer en la trampa y se queda quieto por un momento, podrá ver claramente por qué hacemos lo que hacemos sin saber por qué); y, finalmente, le recomendé The Wire, esa catedral a la que conducen todas las peregrinaciones y que con el tiempo se va volviendo más alta y maciza. (Volviendo a leer esto, semanas después de haberlo escrito, capto que Los Sopranos es la única con oportunidades reales de conquistarlo, y me siento tonto. Pero, ¿cómo no hablarle a alguien que quiere empezar a ver series de Mad Men y The Wire? La tentación fue mucha, y me venció).
No hablamos mucho más. Mi nuevo amigo tuvo que irse temprano, al día siguiente debía madrugar para llevar a su hija, la mayor, a las olimpiadas de la escuela. Cuando nos despedimos me dijo que, como sea, entre la familia y el camello, encontraría el tiempo para ver las series, y que si alguna le gustaba me iba a invitar un whisky para comentarla. Tú, por suerte, no tienes quién te joda, me dijo, puedes ver series todo el día. Pensé que ciertas series (no todas), al menos ciertos momentos o secuencias, se disfrutan más cuando estás empiernado con otra persona. Nos dimos la mano, nos dijimos qué bacán conocerte, mucha suerte, compa. La escena me pareció buena para terminar un capítulo.
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Esto no es una fiesta, es una reunión. Gente reunida en un apartamento, unos sentados a la mesa, otros alrededor del mesón de la cocina, otros en los sillones de la sala, otros en una esquina de la terraza, fumando pipazos y levantando la frente para echar el humo por encima de sus cabezas. El lugar es nuevo, moderno, digamos que podría estar en Brooklyn y no aquí: paredes de ladrillo visto, ventanales enmarcados en madera, un gran ambiente minimalista. Yo sólo conozco a los dueños, una pareja cool que diseñó el apartamento a su medida, y que me invitó a esta reunión para, ya saben, ver gente de verdad de vez en cuando.
Suena una canción de Los Beatles, me fijo, pero no reconozco de quién es la versión y cuando le pregunto a mi anfitriona ella tampoco lo sabe. Es una lista de Spotify, me dice, y me muestra la portada en su teléfono. No me digas que sigues preocupándote por qué música poner cuando caen los panas, me dice, cómprate un iPhone, déjate ayudar. No me preocupo, le digo, pero tengo un método: escucho música, mi música, la música que tengo guardada en mi computadora, durante la mitad de mi jornada laboral, es decir, tres o cuatro horas al día, y la programo en orden aleatorio, así que cada vez que descubro una canción nueva (para mí) y que me gusta la agrego a una lista que es la que pongo en rotación cuando caen los panas. Por Dios, dice mi anfitriona, y se ríe. Luego me pregunta si uso aplicaciones para conocer gente, para salir con gente. Le digo que no. Ella ya no se ríe. Pobre hombre, me dice.
Hubo un tiempo en el que intentaba estar al día en todo, música, libros, películas, todo. El internet facilitaba las cosas, pero nos terminó rebosando o por lo menos a mí me terminó rebosando, ahogando, agotando: hay demasiadas cosas allá afuera y ya acepté que la vida no me alcanzará para verlas/escucharlas/leerlas todas; además, prefiero vivir, al menos intentarlo. Ahora me muevo por recomendaciones. Sigo a una serie de columnistas que opinan sobre cultura pop, gente en la que se puede confiar o en la que por lo menos yo confío, y tengo amigos muy cercanos con los que compartimos una especie de ADN-melodramático que nos califica para decir cosas como esto te va a gustar. Y así, depurando, filtrando, asumiendo que no a todo el mundo se le puede dar el beneficio de la duda, sobrevivo.
Estoy conversando con una chica, en rigor, con una mujer, o sea, ya pasa de los cuarenta, pero ahora todos estiramos la juventud y seguimos vistiéndonos como chicos, ¿no?, mejor así. No puede creer que me paguen por ver series o películas para luego escribir si me gustaron o no. No es tan así, le digo, hay que explicar por qué, tratar de que la gente que te lee entienda lo que sentiste, lo que se te movió por dentro, lo que te hizo inclinar la balanza: un amigo, abogado de profesión, me dijo una vez que el trabajo de un crítico debe ser demostrar con pruebas quién miente y quién dice la verdad. Igual, me dice, me parece un trabajo tan bacán que no me parece un trabajo, sorry que te lo diga. Paga poco, si te sirve de consuelo. Nos reímos. Yo, me dice, podría escribirte un libro entero sobre Trollhunters, mi hijo y yo la hemos visto toda, enterita, las tres temporadas, y es increíble. (Información básica: Trollhunters, estrenada en el 2016,es una serie/fenómeno-social creada por el mexicano Guillermo del Toro para Netflix; es la serie animada más exitosa en la historia de dicha plataforma; y es la serie de “contenido infantil” con más nominaciones y premios en su género). Te juro, me dice, que el guión de Trollhunters es perfecto, no le quitaría nada, cuando la vemos siento que mi hijo aprende más ahí que en la escuela, o sea, que la vida se parece más a Trollhuntersque a cualquier otra cosa. Dice esto y se ríe, se caga de risa.
Pienso que seguirá hablando sobre su hijo (es una tendencia, la gente que arranca no para), pero no, sigue hablando sobre televisión, sobre lo que está viendo. Me pregunta si he visto One Strange Rock. Ni siquiera sé qué es, le respondo, y me explica que es una serie-documental sobre nuestro planeta, más precisamente, sobre la cantidad inmensa de cosas que suceden a cada segundo en nuestra superficie para que la vida pueda existir. El universo es infinito, me dice, como si fuera la primera vez que piensa en esto o que lo asume como cierto, y hasta donde sabemos, el único lugar donde se puede vivir es aquí. (Más tarde, esa misma noche, vi el primero de los diez capítulos, dedicado al oxígeno. Me venció, me aburrió. La serie es una producción NatGeo, tiene esa arrogante autoridad moral que se hace pasar por intención didáctica; y lo peor es que trata de disfrazar su verdadera naturaleza con una estética insegura, empeñada en mostrar una imagen “sorprendente” en cada plano, así como en alivianar el relato con la conducción de un sonriente Will Smith y los testimonios de varios astronautas) ¿Crees que se va a acabar?, me pregunta. ¿Qué cosa? El mundo, ¿crees que es verdad eso de que un día ya no se va a poder vivir ni en este planeta? No me deja responder, sigue hablando. Yo ni siquiera puedo creer que un día me voy a morir, me dice, el universo es infinito y eterno y todo lo que tú quieras, pero nosotros, mi hijo y yo, somos cualquier huevada. Dice esto y sonríe, trata de sonreír. Necesito una comedia, me dice, ¿qué me recomiendas?
(Mundo Diners)