7.02.2020

Día 108 (mi debut en la NBA)


Los Jordan


¿Te gustaría ser Michael Jordan por un año?
Quizás te gustaría un día, o una semana.
Pero no es divertido.
 - Michael Jordan -

There’s no I in the word team,
but there’s an I in the word win. 
- Michael Jordan -



3 de junio del 2020. 06h33

Tuit de diario El Universo: La @FiscaliaEcuador allanó este miércoles el domicilio del expresidente Abdalá Bucarám, ubicado en Kennedy Norte, dentro de las investigaciones iniciadas por presunto peculado en compras de insumos médicos en el Hospital del Seguro Social.

En la foto vemos al Loco Que Ama de espaldas a cámara. Lleva zapatillas de caucho, bermudas, y una camiseta sin mangas de color morado con los bordes amarillos. Es la camiseta de los Golden State Warriors, de San Francisco, California. Vemos, también en amarillo, el número 30, leemos el apellido CURRY y, sobre él, por encima de todo pero bajo la nuca de Abdalá, el sello de la NBA: National Basketball Association.  

El abogado Bucarám se hizo cargo de este país entre 1996 y 1997.  
En 1992, los partidos de la NBA llegaban a verse en 80 países. Hasta comienzos del 2020, se transmitían regularmente en 215 países.

¿Qué pasó?

La primera respuesta, no la única, es un nombre propio: Michael Jeffrey Jordan. (Michael Jordan, MJ, Jordan, Air Jordan). Nacido en Brooklyn, Nueva York, el 17 de febrero de 1963. Y cuya familia no tardó en mudarse a Wilmington, Carolina del Norte, donde años más tarde asistió a la secundaria Emsley A. Laney. Nunca tuvo las mejores notas pero jugaba, y mucho, y bien, béisbol, fútbol americano, y eso que él cambió para siempre y que ahora llamamos, con ligereza, básquet.



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Woody Allen ha ganado 4 premios de la Academia y ha sido nominado por la misma un total de 16 ocasiones, pero nunca ha asistido a una ceremonia de premiación (salvo en el año 2002, cuando no estuvo nominado, pero, post 911, fue escogido por la Academia para invitar a los cineastas del mundo a seguir filmando en Manhattan, una isla que, según él, “siempre será un buen set, porque es muy romántica”)

¿Por qué?

La respuesta/teoría de Allen es una de esas cosas que deben tomarse como principios morales y existenciales e intransferibles. Según el gran Woody, nadie puede decir que una película es mejor que otra; porque (suscribo con militancia) el encanto del arte reside en su carácter subjetivo, es decir, en la sensibilidad de quien se ve tocado o alterado por ella; no en la intención de un artista sino en la aplicación que de su obra se haga ya sin su permiso. Ergo: no se puede calificar. Dice Allen, “Puedes decir que una película te gusta más que otra; pero no puedes decir que es mejor que otra” Y continúa, “…No es como el deporte, donde el mejor atleta es el que recorre la mayor cantidad de metros en la menor cantidad de tiempo.”   

Me duele en el alma decir esto, porque tengo mis dudas, pero los números no mienten. Una vez establecida (y yo diría que también comprobada) la teoría de Woody Allen, hay que decir que desde la temporada 86-87 de la NBA, a la que entró con 24 años y de la que salió con 3.000 puntos anotados; hasta 1998, cuando le regaló al mundo su última jugada, su último punto, su último verso, en el sexto partido de las finales contra los Utah Jazz, no hubo un mejor atleta (ninguno más rápido, ninguno más eficiente, ninguno más competitivo) en la industria/negocio del deporte que Michael Jordan.

Oprah Winfrey, la Mama Negra de la televisión norteamericana, se refería a él como “La persona más famosa del planeta”.



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Esto es raro. Raro para bien, para mejor. He revisitado los 10 capítulos de The Last Dance y lo primero que se me viene a la cabeza es la idea de llamar a mucha gente y pedirle disculpas. Cuando estaba en el colegio y veía a alguien con una camiseta de los Chicago Bulls que, obvio, tenía que lucir el número 23 en la espalda y sobre éste el apellido JORDAN (mucho mejor si me la trajo mi tía de la yoni), no podía hacer otra cosa que reírme: por dentro, de la manera más discreta posible, porque allá en la mitad de aquellos fabulosos 90’s en mi pueblo había MUCHA gente cuya segunda piel era la camiseta de Jordan.
Ahora lo entiendo todo.

Siempre me he preguntado cómo debió haberse sentido la gente que vio tocar a Mozart en el Palacio Schönbrunn de Viena; a Marlon Brando como Stanley Kowalski en Broadway; a Maria Callas en el Teatro alla Scala de Milán; a Marylin Monroe en el cumpleaños de Kennedy; a Tito Puente en La Calle 8. Pues bien. Ahora me pregunto, ¿cómo se sentía ver jugar a Michael Jordan, por TVCable, en Portoviejo, en 1993, cuando los Bulls ya habían ganado su tercer campeonato consecutivo y aniquilaron en los playoffs a los Hawks, los Cavaliers y los Knicks? Wow, quisiera haber estado ahí, pero me lo perdí. Mis camisetas eran de Nirvana y Superman.

Pregunta el Noble y Nobel: How does it feel? Yo también me lo pregunto. Seguir la carrera de Jordan, en los 90’s, verlo jugar, ¿cómo era eso? Y sólo se me ocurre compararlo con la primera vez que vi a Paul McCartney en vivo: Lima, lunes 9 de mayo del 2011, Estadio Monumental. Estaba lejos, pero lo vi y lo escuché muy de cerca. La primera canción fue All My Loving y me pasó eso que dicen que te pasa justo antes de morir: vi toda mi vida pasar por delante de mis ojos. (Y, si de verdad quieren saberlo, siento que esa noche renací) Y lloré. Y no me limpié ninguna lágrima. ¿Lloraron ustedes viendo jugar a Jordan durante aquellos fabulosos 90’s? Ojalá lo hayan hecho. Porque se merece que (perdón por meter a Maná en esto) le lloremos un río. The Last Dance es lacrimógena, pero no mata ni ahoga; al contrario, mejora la calidad de vida.


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Yo le daría un Óscar al mejor actor de reparto a Jerry Krause (que, en mi humilde opinión, hubiese sido un papel perfecto para Philip Seymour Hoffman, que en paz y en honor y gloria descanse), el general manager de los Bulls. Reclutó a MJ en el verano del 84’, se dio cuenta prácticamente enseguida de que esa cosa no era humana, y de ahí en adelante se dedicó a reunir el equipo perfecto para que el jugador perfecto fuese ya completamente letal; o sea, un equipo que le permitió a Michael Jordan ser Michael Jordan, que hizo todo y más para que él fuera Michael Air Jordan, y entre los cuales hay dos jugadores que se merecen su propio pedestal y su propia serie: Dennis Rodman y Scottie Pippen, quien, dicho sea de paso, pronuncia la moraleja de ésta historia: trabajé con Phil Jackson, el mejor entrenador de todos los tiempos; Michael Jordan, el mejor jugador de todos los tiempos; Jerry Krause, el mejor general manager de todos los tiempos… tuve suerte. Porque al final la serie va de eso y es por eso que Jordan, como dije antes, no es la única respuesta. Para que pasara Michael Jordan tenían que pasar los demás, tenían que pasar mis amigos fanáticos en Portoviejo y los fanáticos de la Isla Norte de Nueva Zelanda; y, evidentemente, un antagonista tan poderoso como invisible.

Me explico. El mismo Jordan dice que él no juega por jugar, él juega para ganar. Sus compañeros de equipo dicen que hasta que lo vieron llorar cuando ganaron su primer campeonato, en 1991, no era una persona nice, o sea, simpática. Dicen que era un bully y que te exigía estar a su nivel y que llegaba a decir cosas como, “Si le pasas la pelota a Rodman nunca más la vas a recibir de mí”, “Mi personalidad innata es ganar a toda costa. Si tengo que hacerlo yo solo, lo haré”, y “Se cansaron de verme en la cima”. Pero uno entiende esas cosas cuando MJ cuenta que durante su primer año en los Bulls lo invitaron a una fiesta (su primera fiesta) en un cuarto del hotel que compartía con el equipo, y que había mujeres, licor, drogas, hip hop, y que pensó, “Si en este momento requisan este cuarto, yo soy tan culpable como todos los que están aquí”, y llegado a esta sabia conclusión, procedió a abandonar dicha habitación… O sea, ese es un man que quiere ganar.

“A Michael no le basta con ganarte; tiene que humillarte, destrozarte”, dicen no uno sino varios de los Bulls que, en los vuelos entre cuidad y ciudad, o en los buses entre el aeropuerto y el hotel, jugaban cartas con Jordan apostando muy probablemente cantidades más altas que las que tú y yo tenemos en nuestras cuentas bancarias en este preciso instante. The Last Dance construye con argumentos sólidos la figura de una víctima de su propio éxito que no se convierte en paciente psiquiátrico, es decir, “enfermo mental”, pero sí en un ludópata-social. Y, atando cabos, que a Michael Jordan se lo viera con tanta frecuencia en los casinos de Atlantic City y Las Vegas, o jugando golf en cada ciudad que visitaba con su equipo, me parece nada más que lógico. Para más detalles, Richard Esquinas, su legendario oponente en el golf, publicó en 1993 un libro de memorias llamado Michael y yo: nuestra adicción al juego… y mi grito de auxilio, en el que contó, entre otras cosas, que MJ aún le debe $1.2 millones de dólares atribuidos a la última apuesta que hicieron antes de enfrentar, juntos por última vez, los nueve hoyos.

En la que quizás sea la secuencia más cinematográfica de la serie (comparable a Rocky IV, nada menos), los Bulls, durante sus entrenamientos de la temporada 89-90, además de mejorar su juego ensayando nuevas estrategias en la cancha, pasan (hartas) horas extra en el gimnasio para ganar músculos y engrosar extremidades y evolucionar hacia una nueva especie de jugadores de básquet: rápidos, ágiles, inteligentes, sí, pero también fuertes, y rudos, capaces de enfrentar a la fuerza de choque que trataba de evitar lo inevitable. Lo hacen para enfrentar al único rival que no habían podido vencer hasta ese momento, los Detroit Pistons (donde jugaba Rodman), un equipo que no jugaba mal pero cuya especialidad era jugar sucio, lastimar, herir, y que (esto era de dominio público) había inventado reglas tan especiales como específicas para enfrentar a Jordan, conocidas y publicadas ahora como The Jordan Rules, y que consistían básicamente en cubrirlo y golpearlo para que sus brazos nunca pudieran elevarse por encima de su cintura.

Eso, desde el gimnasio hasta el partido en que finalmente le ganan a los Pistons siendo más fuertes pero no más sucios que ellos, para mí, no tiene tanto que ver con el deporte como con el cine, y por eso me refiero a eso como una secuencia cinematográfica.

Pero hay otra.
Y es importante.

El 23 de julio de 1993 (año en que se publicó Michael y yo: nuestra adicción al juego… y mi grito de auxilio), James Jordan, padre de Michael Jordan, asistió a un funeral y en el camino de regreso a su casa, sobre la carretera 74, al sur de Lumberton, Carolina del Norte, decidió estacionar el auto en una orilla del camino y tomar una siesta antes de seguir manejando. Tenía 56 años. Su cuerpo fue encontrado 11 días después, el 3 de agosto, en un pantano de McColl, Carolina del Sur, pero no pudieron identificarlo sino hasta el día 13 de ese mismo mes, pues de su cuerpo descompuesto la única parte reconocible era la mandíbula. Y sí, se dijo y se transmitió y se escribió y se publicó mucho: ¿fue la venganza de la gente a la que Jordan le debía dinero por apuestas?

Momento oscuro, pero no inexplicable. Si pensamos en MJ como un tipo obsesionado con el verdadero triunfo, es decir, no con la idea de superar a los demás sino de superarse a sí mismo (porque, ¿quién es mejor que yo?), resulta absolutamente lógico que consuma una sola droga: la ludopatía. Cuando Michael Jordan, el deportista más rico y famoso y eficiente del mundo, del que más afiches se imprimen, juega un juego de azar, y además le gana al azar, está venciendo a la invencible fuerza de la naturaleza, está conquistando acaso lo único que no puede controlar, ese mismo azar, que no es otra cosa que el destino, y quizás es ese el tipo de aprobación que necesita alguien a quien todo el mundo ya le ha dicho, varias veces: eres el mejor.

El 7 de febrero de 1994, siete meses después de la muerte de su padre, Jordan firmó un contrato con los Chicago White Sox, un equipo de las ligas menores de béisbol. Y, alguien recuerda esto en The Last Dance, “su padre había soñado con que se convirtiera en beisbolista”.    



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Los Jordan. En Portoviejo se dice en plural. Y quiere decir los zapatos que todo el mundo tenía cuando Jordan estaba en TV, caminando sobre el aire y colgándose del infinito, cuando éramos jóvenes y hermosos. Durante un tiempo no-tan-corto, Jordan (ese logo de piernas y brazos abiertos) fue el equivalente sport al monárquico jugador de polo de las camisas Polo, de Ralph Lauren. Si te ponías la camiseta, y la gorra, y los zapatos (repito: Los Jordan), estabas diciéndole al mundo qué tipo de persona eras y cuán alto podías llegar (porque sabías que se puede flotar, volar, ser aire; lo habías visto); mejor dicho: esa camiseta roja y sin mangas era la imagen que querías proyectar, la persona que querías que otros pensaran que eras.

Y ahora, mientras pido asesoría a mi gente en Portoviejo vía FB, me dicen que Los Jordan ya los usan hasta los ñengosos (dícese de, según mi comadre, “los pelados vagos que parecen malandrines (ojo, no siempre los son)”; y, según mi compadre, “un pelao batracio”) que, me aclaran, no saben quién es Jordan, ni lo han visto jugar, pero se compran Los Jordan porque combinan con la gorra, la camiseta, la bermuda. Los Jordan cierran o concluyen o definen la parada de un ñengoso. Y eso sólo puede significar una cosa: trascendencia. Jordan trascendió.

Jordan, diría yo, globalizó el básquet, lo hizo viral, nos contagió.

En 1984, cuando MJ aún no era “nadie”, Nike decidió apostar por él y contratarlo como la imagen oficial de su tecnología más avanzada: cápsulas de aire en las suelas. El modelo se llamaba Air, y de ahí viene eso de Michael Air Jordan y me parece nada menos que cinematográfico que en esta historia llegue un punto, más bien temprano, incluso precoz, en el que al personaje principal se lo compara con el aire y los feligreses empiecen a referirse a él como El Aire. Tomando en cuenta que por esos días la marca “oficial” de la NBA era Converse, y que para esa marca hacían comerciales de televisión Larry Bird y Magic Johnson, Nike estimaba vender 3 millones de pares de zapatos a la vuelta de 4 años, pero vendieron, en menos de 12 meses, 126 millones de pares de zapatos Nike Air Jordan; es decir, “Los Jordan”. En ese momento, tengo entendido, los zapatos “para deportistas” dejaron de serlo y se convirtieron en parte de la religión. Eran extravagantes en la cancha pero no fuera de ella, en bautizos y quinceañeras.

Y lo realmente curioso es que la marca favorita de Jordan era Adidas.



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El pasado 25 de mayo, George Floyd fue arrestado por pagar, entre otras cosas, una cajetilla de cigarrillos con un billete de 20 dólares presuntamente falso. Durante el arresto, el oficial Derek Chauvin, quien además trabajó como bouncer en El Nuevo Rodeo, un bar de Minneapolis, y a quien sus colegas recuerdan como bastante violento, sometió a Floyd contra el piso (las imágenes registradas por las cámaras de seguridad no muestran que Floyd se haya resistido al arresto en forma alguna, mucho menos violenta) y oprimió el cuello del detenido con su rodilla durante casi 9 minutos seguidos.

Floyd murió.
Su última frase: no puedo respirar.
Su última palabra: madre.

En 1996, Harvey Gantt pretendía ser el primer afroamericano en llegar al senado de los Estados Unidos, pero perdió contra quien ya había perdido en 1990, el republicano Jesse Helms, un conservador que, entre otras cosas, defendía el derecho a que los padres de familia pudieran escoger si matricular a sus hijos en escuelas sólo para alumnos blancos, sólo para alumnos negros, o, digamos, mixtas. Mucha gente señaló con el dedo del medio a MJ, quien no apoyó públicamente la candidatura de Gantt, y a quien se le atribuye la frase “Los republicanos también compran zapatos”. Lo que dice Jordan ahora, “No lo apoyé porque no lo conocía, pero envié una donación para su campaña”.

El pasado 5 de junio, cuando ya habíamos visto estaciones de policía incendiadas y miles de forajidos en las calles de los Estados Unidos sosteniendo carteles que decían, repetían, No puedo respirar y Las vidas negras importan, Michael Jordan anunció que él y su línea de zapatos Nike, Los Jordan, donarán $100 millones de dólares durante los próximos 10 años a la lucha por la equidad de razas.

El también pasado 17 de mayo, la casa de subastas Sotheby’s (fundada en Londres en 1744), especializada en arte (fina y decorativa), joyería y bienes raíces, consiguió $560.000 por un par zapatos firmados y explotados y sudados por Michael Jordan.       

Según la revista Forbes, Los Jordan le han significado a Michael, hasta el día de hoy, $1.3 billones de dólares.

Las vidas negras importan.   


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@pescadoandrade / @mundodiners