No se parece a nada que conozca
y me recuerda a todo lo que admiro.
- Jean Cocteau -
You and me we're goin' nowhere slowly
And we've gotta get away from the past
There's nothin' wrong with goin' nowhere, baby
But we should be goin' nowhere fast
- Fire Inc. -
Hablo con mi dealer de películas (antes me pasaba DVDs o hacía transfusiones intravenosas a mi disco duro externo; ahora sólo me cruza links) vía Facebook y le digo: acabo de ver I’m Thinking of Ending Things. ¿Recién?, me pregunta, no sé si asustado o preocupado o pensando en terminar esta conversación antes de que comience. Sí, en este momento, le digo, los créditos todavía están rodando. (Quisiera estar en el cine, pienso, ver esos nombres en letras más grandes y aprovechar la oscuridad de la sala para abrazar a quien tenga al lado, sea quien sea). Se hace un silencio. Y, me dice, ¿cómo estás? Mal, en shock. Pero bien, encantado. Hay esperanza.
Me levanto de la cama por primera vez en más de dos horas, mis piernas tienen cien años más que yo. Voy a la cocina. En realidad, no voy a ninguna parte, pero voy muy rápido, volando (¿algún problema con eso?). No necesito nada, sólo moverme, comprobar que sigo existiendo aunque ya no sea el mismo.
Un escritor que ha decidido pasar unas semanas acuartelado en mi apartamento, como roommate, como si esto que nos pasa fuese el final de una sitcom infinita en la que uno y otro ríen hasta morir porque qué otra cosa van a hacer (hubiese sido complicado hospedar a una persona que se ocupe en otra cosa: uno lee solo, escribe solo, piensa solo; necesita su tiempo, su espacio; necesita que nadie joda y está en su justo derecho de ser mala persona y no atender más que a su cabeza), me ve la cara, pone su mano sobre mi hombro, preocupado, y me pregunta: ¿Qué te pasa? Acabo de ver I’m Thinking of Ending Things. ¿La de la pareja que va a visitar a los papás del man? Esa. Se ríe. Se caga de risa. Y me dice: abre la ventana y dile a todo el mundo que vamos a morir pronto.
Recibo un mail de un amigo que se dedica a escribir y dirigir películas y, lejos de responder al asunto por el que me escribe, le digo: Acabo de ver I’m Thinking of Ending Things y me partió la cabeza como una sandía. Me responde de inmediato, a una velocidad más frecuente en el chat que en el mail: Es una maravilla. No entendí nada pero me fascinó y me la quiero repetir. Mucho dolor, mucha incomodidad, mucho absurdo. Llena de referencias (la mayoría se me pasaron). Y es para cortarse las venas. Pero es una peli muy bella. Hay algo increíble ahí.
Una colega, que además es profesora de cine en una universidad privada, me escribe para decirme que el texto que prepara para esta revista avanza, un poco más lento de lo que habíamos previsto, pero avanza. Le digo: Acabo de ver I’m Thinking of Ending Things, el cine como lo conocíamos se acabó, ya fue, chao; Charlie Kaufman está al nivel de Buñuel (luego pienso: hace ya qué rato). Ella me dice: Ya Anomalisa no entendí nada, jajajajaja.
El personaje/narrador de Anomalisa, estrenada en 2015 y lo último que habíamos visto de Kaufman hasta este año, hasta ESTO, sufre de algo que la Enciclopedia de esquizofrenia y otros trastornos psicóticos (gran nombre para una serie documental) llama Síndrome Frégoli en honor al actor italiano Leopoldo Frégoli (1867-1936); quien, cuenta la leyenda, podía transformarse no en cualquier personaje sino en cualquier persona, animal o cosa. En teoría, es una especie de delirio monotemático. El paciente cree que todas las personas que lo rodean –todas, en cualquier lugar, en cualquier momento– son en realidad una misma: un individuo omnipresente que se disfraza para perseguirlo. La manifestación más radical de la enfermedad ocurre cuando el paciente comienza a percatarse de que el resto del mundo, hombres y mujeres y niños, todos, hablan con la misma voz; y se trata con antipsicóticos, anticonvulsivos y antidepresivos. Y eso es, dentro de una trama más bien sencilla, lo que pasa en la cinta. En los días anteriores a su estreno comercial, medios tan disímiles y competitivos como Rolling Stone, Time Out de Londres, Now Toronto y la decididamente hollywoodense LAWEEKLY concluyeron que era, sin exageraciones ni hipérboles, “Una obra maestra”. Y la revista Esquire la presentó en sociedad de la siguiente manera, “La película más humana del año”. Nada mal, sobre todo tratándose de una película que se hizo animando cuadro a cuadro los ojos y los dedos y el cabello de muñecos que ahora me parecen juguetes tristes; juguetes abandonados; juguetes que crecieron para que ya nadie pueda jugar con ellos.
Francamente, no sé si todos esos medios y esos críticos pensaban exactamente eso que escribieron y publicaron sobre Anomalisa (a veces, se sabe, escriben para recibir ellos también un poco del prestigio de las películas que celebran; y a veces, se nota, quieren ser raros por un minuto o dos); sospecho, desde mi propia experiencia, que independientemente del resultado de una u otra reseña (que, por otro lado, debería ser siempre el mismo: que la gente vea la película) lo que querían era viralizar una forma de la belleza que no conocíamos antes pero que no tuvimos ningún problema en reconocer a primera vista.
¿O sí?
Mi amiga, profesora de cine, dijo, “no entendí nada”, y, luego, “jajajajaja”.
En el 2016, Anomalisa estuvo nominada a mejor película animada. Perdió. Ese año ganó Intensa-Mente, del binomio Disney-Pixar.
En 1972, cerca del estreno de El discreto encanto de la burguesía, Buñuel respondió a una pregunta cuyo contenido le parecía tan incomprensible como al periodista la secuencia que originó el cuestionamiento. “En su película”, le dijo, “hay varias escenas en las que los personajes [con el tan buñueloni Fernando Rey al centro] caminan por una carretera abandonada, a veces en un sentido, a veces en otro, pero sin hablar entre ellos ni llegar a ningún lado. ¿Tiene eso algún significado, se trata acaso de una especie de simbolismo?”. Buñuel, sin alterarse, respondió: el significado es muy claro, lo que ves es lo que estás viendo, la burguesía yendo hacia ningún lado”.
Nuestra obsesión por entenderlo todo, que nos ha volcado lo mismo hacia religiones dogmáticas y criminales que hacia partidos políticos dogmáticos y criminales pasando por cultos, grupos de WhatsApp y programas de televisión dogmáticos y criminales, está compitiendo amplia y peligrosamente con nuestra experiencia de vida. Preferimos, por una extraña razón, estar detrás de cámaras, saber qué viene después, saber quién va a morir y quién no, saber, estar seguros de que al final las cosas van a resultar: porque deseamos para esos personajes lo mismo que deseamos para nosotros.
Lo mínimo que queremos saber, diría yo, es si los buenos volverán a sus casas con vida y si los malos recibirán la condena que merecen.
Ojalá.
No me consta.
Hubo una época en que Woody Allen mostraba a sus actores sólo las páginas del guión en las que intervenían sus personajes, justamente para que pudieran reaccionar con naturalidad a lo inesperado, que, siempre lo hemos sabido y ahora nos estamos cansando de saberlo, es aquello que mayores oportunidades tiene de suceder. El mismo Woody, en Medianoche en París, juntó en una dimensión añorada a su personaje principal con Buñuel y Dalí (recuerdo la carta firmada por ambos y dirigida a Juan Ramón Jiménez en 1929, sobre todo el final: Especialmente: ¡¡Merde!! para su "Platero y yo", para su fácil y malintencionado "Platero y yo", el burro menos burro, el burro más odioso con que hemos tropezado.). El personaje, enamorado de una mujer en el siglo XXI y de otra a comienzos del siglo XX, no puede empezar a entender lo que le está pasando ni cómo manejarlo ni cómo amarlas a ambas o resignarse a vivir sin ninguna. Buñuel y Dalí, otra vez sin despeinarse, le dicen: estás enamorado de dos mujeres en dos líneas de tiempo distintas, es perfectamente comprensible. Y el personaje responde: claro, porque ustedes son surrealistas, pero yo no.
Ok, yo tampoco. Pero, ¿por qué?
Si la realidad nos ha fallado tanto merece de nosotros no la caridad de la indiferencia, sino la virtud de una traición que sólo se puede hacer de frente porque de otra forma sería miserable, como todas las traiciones.
¿Qué estás viendo?, me pregunta una amiga a la que le gusta pescar a río revuelto en Netflix. Acabo de ver I’m Thinking of Ending Things, respondo, la nueva película de Charlie Kaufman. ¿Buena? Superior ¿Tanto así? Mira, no podría decirte de qué se trata, pero sé que volveré a verla, y pronto, quizás esta misma noche; es más, creo que la seguiré viendo toda la vida, que creceremos juntos aprendiendo el uno de la otra. Puta, huevón, puedes decir que es de miedo, de acción, no sé, una comedia romántica, una película para adultos, un bodrio, algo, ¿no? No, no puedo. ¿Por? Una vez le dije a una abogada que Synecdoche, New York no tiene género y eso la hace una película, si no perfecta, única; la abogada no estuvo de acuerdo, pero tampoco pudo describirla ni excusarla con eso de un género total. ¿Nueva York qué?, ¿ahora estás viendo Sex and The City? ¿Debería? Deberías. Ok, pero no, Synecdoche… es otra película de Charlie Kaufman: peliculón. ¿Y esa de qué se trata? Se hace un silencio. Digo, con orgullo: de cómo la vida es lo realmente importante. Ya, me dice, me aburriste, la odio; dime cómo se llama la otra para no verla ni por volada. Y mis labios se abren y mi lengua se mueve y puedo darme cuenta de lo que estoy diciendo, puedo ver lo que estoy diciendo, una palabra después de la otra apenas separada por un espacio mínimo de aire blanco, y esto que estoy diciendo es lo que algún día tendré que decir de todas maneras: I’m Thinking of Ending Things.
@pescadoandrade / @mundodiners