"El tiempo vuela como una flecha;
la fruta vuela como una banana."
- Groucho Marx -
Esta es la pieza que faltaba. Ahora entiendo por qué no había podido terminar esto; esto que debí haber entregado qué rato. Tenía que terminarlo (o cerrarlo, como dicen en el mundillo del cine) hoy, martes primero de diciembre del 2020, el mismo día en que Woody Allen alcanza 85 años de edad, 55 películas como director, 80 producciones (cine, televisión, teatro) como guionista, 5 libros como autor y 2 discos de jazz en calidad de clarinetista. O, como él mismo diría: He hecho de todo: he sido comediante, guionista, actor de cine (¿ha sido una estrella de cine?, sin duda, pero no para todo el mundo), he salido con mujeres hermosas, le he dado la vuelta al mundo tocando la música que amo, y aún así siento que la vida me estafó.
Mientras escucho The Bunk Project, su banda, en Spotify, capto que se han añadido albums a la discografía de Woody Allen, que hasta este año constaba básicamente de los monólogos y soliloquios que grabó en los 60s y 70s. Ahora están disponibles, leídos en alemán, todos los capítulos de A propósito de nada, su todavía flamante autobiografía; y, también en alemán pero también en portugués, italiano, noruego, neerlandés (lo que en este lado del mundo llamamos holandés), sueco y español, unos discos que se llaman 100 citas de Woody Allen (escucharlos en español es una tortura, el tipo que prestó su voz para la grabación sabrá leer, pero no contar chistes ni mucho menos darle carne a esos chistes). Esto no es nada raro, el cine del viejo Woody siempre ha sido mejor recibido y consumido y entendido y procesado y agradecido en Europa que en su propio país: bueno, los argentinos también lo aman, pero ya sabemos lo que piensan los argentinos de los argentinos.
Woody Allen se define a sí mismo como un director irresponsable y descuidado y más de una vez ha dicho que intenta ajustar, en sus comedias, todas las bromas posibles porque si el espectador se ríe al menos no pedirá que le devuelvan el dinero. Y sí, algo de eso hay: hasta en la peor película de Woody Allen (más de una, para ser sinceros) está una de las mejores bromas de Woody Allen. Incluso las comedias light del director/guionista/protagonista han sido desmenuzadas hasta los átomos de sus átomos para tratar de encontrar claves, señales ocultas o pistas hacia una especie de nube interior bajo la que podamos ser quienes realmente somos. Mientras, se ha cansado de decirlo: Sólo pretendo ser gracioso.
¿Qué nos hace reír?
Yo suelo divertirme mucho con amigos que no han recorrido nunca un libro de principio a fin, gente cuya sabiduría viene de la experiencia o, digamos, de la investigación de campo, porque la literatura puede mejorar la vida, sí, pero (lamentablemente o no, todavía no me queda claro) no superarla. Y suelo cagarme de risa con amigos que leen demasiado para su propio bien, que ven demasiadas películas tristes o inertes, que ven demasiadas noticias, que se amargan por ver demasiadas malas noticias, que expulsan a mujeres encantadoras de sus vidas porque ellas no han escuchado la discografía completa de The Replacements (o no les parece gran cosa) y tonterías por el estilo. Y me río, muchísimo, cuando sufren porque saben que algún día, quizás hoy, van a morir.
(Yo sueño con morir como en los dibujos animados de la Warner: aplastado por un piano de cola que caiga del cielo, me llene la boca de teclas blancas y negras y la cabeza de pájaros amarillos).
Si nos ponemos a pensar en todas esas cosas que nos hacen sufrir no podemos escoger otro camino que la risa. Llorar sería irresponsable, incluso cuando parezca lo más coherente y oportuno; incluso cuando todos los demás lo estén haciendo para cumplir con el compromiso de. Hay que reírnos. Reírnos fuerte y claro. Reírnos de largo. Reconocer con orgullo el hecho de que al universo nada le importamos, y seguir riendo, más fuerte que antes, más claro que antes, más en serio que antes.
Volviendo a los amigos. Esto, sospecho (pero he estado equivocado antes), es lo que pasa con el público que tiene Woody Allen en Europa: disfrutan, sobre todo, de una conversación que, aunque conduzca a la desesperanza a través del humor, alimenta, hidrata, nutre, con uno de sus cineastas más consentidos; y, nada es coincidencia, el mismo Allen dice que de niño prefería las películas europeas a las norteamericanas. El público disfruta tanto como el cineasta y juntos se ríen de lo francamente ridículo que es preocuparse por la vida y no por vivir; preferir ser existencialista a existir; escoger una noche con Tolstói y no todas las noches con Margot Robbie. Yo no voy a ver cine de Bergman para estudiar, tomar notas o estimular mi mente, dice Allen sobre su director favorito, sino porque me lo paso bien. El cine es y debe ser entretenimiento.
(Para todo lo demás existen la argentina y sectaria Lucrecia Martel, el chanta mexicano González Iñárritu, el húngaro László Némes, el deprimido-mal-medicado de Lars von Trier, los tan belgas como franceses y jugados hermanos Dardenne, el griego Yorgos Lanthimos (un duro) y varios otros de los que puedes hablar para sonar mucho más inteligente y culto y enterado y cinéfilo y relevante que hablando de Woody Allen. Pero, ¿quién quiere hablar de esos perdedores?)
El lanzamiento de A propósito de nada en Francia, Alemania e Italia, estaba anunciado para la primavera del año pasado, para finalmente aparecer en España el 21 de mayo. Pero nada de esto pasó y el chisme se cuenta más o menos de la siguiente manera: La editorial Grand Central Publishing, una división del grupo Hachette, adquirió los derechos del libro para todo el mundo, pero tras un reclamo público de Ronan Farrow (hijo biológico de Woody Allen y Mia Farrow; aunque hablando de chismes, dicen que su verdadero padre es Frank Sinatra), periodista de alta credibilidad, cofundador del #MeToo y quien, investigaciones y artículos mediante se encargó de llevar a Harvey Weinstein a la cárcel, un reclamo al que se unieron decenas de empleados de la editorial, la compañía desistió en sus intenciones de lanzar el libro al mercado y le devolvió la totalidad de los derechos a su autor.
Ahora bien, ojo al piojo: el mismo grupo Hachette publicó Atrapa y mata: mentiras, espías y conspiraciones para proteger al depredador, la serie de reportajes sobre acosadores sexuales en Hollywood que Farrow publicó en una serie de entregas para The New Yorker y que le valieron, justamente, un premio Pulitzer en la categoría Servicio público. Y sí, aunque no sea ilegal ni inmoral (¿es inmoral que una editorial le de voz y papel a dos personas de ideas contrarias?) y parezca, más bien, visionario y conveniente económicamente hablando, trabajar con Ronan Farrow, que ha apoyado abiertamente a su hermana, tan abiertamente como ha atacado a su padre, y al mismo tiempo con Allen, es, como se dice ahora, “problemático”.
Al día siguiente del anuncio corporativo, Dylan Farrow, la hija adoptiva de Woody Allen y Mia Farrow que, según su madre y ella misma, fue abusada sexualmente por Allen cuando tenía siete años, le dedicó un tuit a los empleados de la editorial: A todos y cada uno de los individuos que, ayer, tomando un gran riesgo profesional, se mantuvieron solidarios con mi hermano, conmigo, y con todas las víctimas de abuso sexual: no hay palabras que puedan describir la deuda de gratitud que tengo con ustedes. Para alguien que, como yo, se ha sentido sola en esta historia durante tanto tiempo, lo de ayer fue un profundo recordatorio de la diferencia que puede hacer la gente cuando se une por aquello que es correcto. Muchas gracias, en serio.
A partir de ese momento, los titulares cambiaron. Los diarios que anunciaban que la tan (y esto es cierto) esperada autobiografía del cineasta llegaría a las librerías en la primera mitad del 2020, pasaron a anunciar, primero, que el libro no vería nunca la luz en Estados Unidos; segundo, que en Europa sólo una editorial española se arriesgaría a publicarlo. Eran días, digamos, de cristal: varias celebridades, sobre todo jóvenes o muy jóvenes (Greta Gerwig, Selena Gomez, el ahora llamado Elliot Page), habían dicho públicamente que se arrepentían de haber colaborado con Allen y que donarían su sueldo a fundaciones dedicadas al trato de abuso sexual en menores de edad (ahora bien, lo dice el mismo Allen en su libro: para poder hacer mis películas tal y como quiero, sólo puedo pagar el sueldo básico a los actores, así que tampoco perdieron una fortuna). Y quizás lo más sonado fue lo del simétrico y ahora motivo de adoración y deseo Timothée Chalamet, que en el 2018, tras haber rodado una película con Allen, se unió a la campaña en su contra; meses después, cuando ya había perdido el Óscar al que fue merecidamente nominado por su más que iluminada interpretación en Llámame por tu nombre, Chalamet llamó por teléfono a Letty Aronson, hermana menor y productora de las últimas 27 películas de Woody Allen, y lo hizo para disculparse: según él, le habían aconsejado atacar públicamente al director para aumentar sus chances de llevarse la estatuilla.
Así las cosas, oscuras para unos y radiantes para otros, a menos de veinte días del tuit de Dylan Farrow, el lunes 23 de marzo del 2020 y sin ningún aviso, campaña de expectativa, promoción o estrategia publicitaria de por medio, las librerías de Estados Unidos amanecieron con una novedad en sus vitrinas: A propósito de nada, la autobiografía de Woody Allen, publicada por el sello Arcade Publishing, parte del grupo Skyhorse Publishing, Inc. El silencioso estallido fue tal que el mismo día del lanzamiento Amazon se quedó sin ejemplares en su infinito stock, sólo por mencionar una minucia.
Y bien, aquí algo de lo que es mejor salir rápido: si amas a Woody Allen, lo vas a amar un poco más (sí, es posible); si odias a Woody Allen, ¿por qué no te compras otro libro? Como dijo el ahora, en la segunda o tercera reencarnación del COVID, más realista que nunca Stephen King en una serie de tuits: La decisión de Hachette de renunciar al libro de Woody Allen me pone muy intranquilo. No es él; me importa un bledo el señor Allen. Es quién será amordazado la próxima vez lo que me preocupa. Una vez que comienzas, el siguiente siempre es más fácil. Si crees que es un pedófilo, no compres el libro. No vayas a sus películas. No vayas a escucharlo tocar jazz en el Carlyle. Vota con tu billetera… reteniéndola. Así es como lo hacemos en Estados Unidos.
Y otra cosa de la que es mejor hablar de una vez. He leído en varias reseñas, incluso en las que defienden el libro con uñas y dientes y lanzallamas, que el viejo Woody gastó demasiadas páginas “defendiéndose”: sólo diré que se trata de las memorias de uno de los genios del siglo XX. Pero si me preguntan, cosa que nadie ha hecho, Woody Allen se encarga de revisitar las circunstancias bajo las cuales fue acusado de abusar sexualmente de su propia hija porque, según su recuento, y esto no lo digo como fanático (hay pruebas) aunque tampoco puedo decirlo como un observador imparcial o, mucho menos, como un perito, el crimen del que se lo acusa no pudo haber sucedido sin que mediara, al menos, una dimensión paralela.
Dicho esto, queda el otro escenario, monstruoso por decir lo menos. Woody Allen y Mia Farrow, que nunca se casaron ni vivieron bajo el mismo techo, que siempre fueron novios y cuya relación, cuenta Allen, fue mutando rápidamente de lo pasional a lo profesional (se desvive en elogios para ella; me refiero, claro, a la actriz), estaban rodando en 1992 la que sería su última película juntos, Maridos y Mujeres. Por esos días, como sabe mucha gente, Mia encontró en el departamento de Woody polaroids en las que Soon-Yi, una de sus hijas adoptivas, 35 años menor que Allen, posaba con poca o ninguna ropa pero sí con muchas ganas. (Lo verdaderamente increíble es que, una vez descubierto el romance, Farrow y Allen trabajaron juntos por un par de días más hasta culminar el rodaje de Maridos y Mujeres, dicho sea de paso, una de las mejores cintas que hicieron. Esos últimos días de rodaje serían materia prima de altísima calidad para una película, ¿no?) Meses más tarde, cuando ambos peleaban por la custodia de sus hijos, Farrow acusó a Allen de abusar sexualmente de Dylan. Y todo, todo lo que quieran saber al respecto, por lo menos en versión de Allen, está en el libro.
Queda la posibilidad, para quienes escojan creerla, de que la niña haya sido manipulada por su madre como parte de una venganza enferma y desquiciada contra su padre: y que defienda sus argumentos hasta el día de hoy porque eligió el bando de su madre o, simplemente, porque cree que lo que ella le contó es verdad: después de todo, ninguna madre se atrevería a moldear de esa manera la mente y la vida de su hija, ¿cierto? Y queda la posibilidad, para quienes escojan creerla, y aunque Woody Allen no tenga antecedentes de ningún tipo (habiéndose rodeado siempre de actrices hermosas -así como hay chicas Bond, hay chicas Allen- ninguna ha sugerido siquiera que el director se pasó de copas durante una cena e insinuó algo indebido) de que, en caso de que algo haya pasado entre padre e hija, ese algo no sea considerado por la ley como un abuso sexual pero haya traumado a la pequeña para siempre.
En su columna de El País semanal, en octubre pasado, el español Javier Cercas escribió esto: “A veces me han preguntado qué libro aconsejaría yo a un escritor en ciernes, a un escritor que todavía no es escritor, pero quiere llegar a serlo; siempre respondo lo mismo: la Correspondencia, de Flaubert, un libro que contiene la batalla tremenda de un hombre común y corriente que, combatiendo contra sus propias limitaciones, consigue escribir algunas de las mejores novelas jamás escritas. Bueno, pues de ahora en adelante aconsejaré también las memorias de Allen, que antes que cineasta es escritor, o que es cineasta a fuer de escritor. A propósito de nada está plagado en efecto de cosas que ningún aspirante a escritor, o a cineasta, debería olvidar: la apología del trabajo (“sudad la gota gorda”), el desprecio del espíritu competitivo, de la envidia del éxito ajeno y del narcisismo letal (“la obsesión con uno mismo, esa traicionera pérdida de tiempo”), la conciencia de que la mejor recompensa de escribir o filmar no es otra que escribir o filmar, y de que el éxito auténtico consiste en llegar a filmar o escribir cosas que ni siquiera uno mismo imaginaba que sería capaz de filmar o escribir."
A esto yo le sumaría un mérito aún mayor: la soltura. Me explico. Woody Allen no sabe cómo se llaman las cámaras, lentes o luces que usa en sus rodajes. Sus memorias no son, y demos gracias al cielo por esto, un manual de instrucciones para el joven y ambicioso cineasta que pone los fierros por delante y por arriba de la historia o los utiliza para perforar a los personajes como si fueran muñecos voodoo. Es decir, no hay capítulos en los que relate minuciosamente cómo logró tal o cuál escena, por qué puso la cámara donde la puso, por qué los actores miran hacia un lado y no hacia otro, por qué un plano cerrado transmite mejor ciertas emociones que un plano abierto. Tal vez, si hablamos de consejos prácticos, el único en que insiste es este: contrata gente talentosa y déjala trabajar en paz.
Y, sin embargo, es un libro que tiene todo que ver con el duro oficio: prohibido olvidar que Woody Allen empezó a escribir chistes para columnistas de diarios a los 16 años y desde entonces no ha parado. Pero esto del oficio tampoco se explica porque los que de verdad saben no tienen que explicar absolutamente nada, basta con que muestren cómo se hace, precisamente, haciéndolo. Allen hace un recuento de sus películas (tiene sus preferidas, claro) como quien cuenta cómo le fue en la oficina cuando hubiese preferido estar en el estadio con una cerveza en la mano. Y la soltura con que escribe o recuerda a sus 84 años revela no el talento pero sí el oficio y el empeño y los músculos todavía tensos y bien definidos de quien no ha dejado de escribir una película al año (más obras de teatro, más artículos para el New Yorker, más libros de cuentos) desde 1965. Y, si de verdad quieren saberlo, uno sabe que está en presencia de un escritor, no un gran escritor sino un escritor de verdad, cuando no se nota el inmenso esfuerzo que conlleva poner una palabra después de otra.
En mi triste carrera de editor he aprendido a valorar, como si fueran diamantes rojos, no los buenos textos ni los buenos párrafos ni muchísimo menos las buenas páginas; lo que realmente me conmueve es una buena frase, una frase de esas que parecen haber estado siempre ahí, esperando: una buena frase ya es bastante para quien pretenda escribir otra, o es, al menos, el comienzo o la posibilidad de algo imposible: escribir sin que se note que se está escribiendo. Pues bien, leyendo A propósito de nada, una lectura demorada, debo decirlo, porque subrayé casi todo el libro, me di cuenta de que el sueño existe: escribir hoy lo mejor que puedas escribir y, mañana, tratar de escribir mejor que ayer.
@pescadoandrade / @mundodiners