5.24.2021

Bob on the Tracks




You never know how the past will turn out. 
 - Jude Quinn - 

Audacia salvaje sin esperanza. 
- Hōmei Iwano - 


Así como no es obligación hacer casi nada en esta vida, no es obligación tampoco escuchar a Bob Dylan: la única obligación es intentarlo. 


Según el horóscopo chino estamos en el año del buey de oro, un animal arriero y trabajador que representa el regreso de la prosperidad a cambio del esfuerzo y supongo que también de la necedad. 

Según La Junta del Condado de St. Louis, en Minnesota, hoy comienza El año de Dylan, un animal de mil cabezas y mil patas y mil lenguas al que se asocia con la esperanza, igualmente necia, de la creación. La creación, se entiende, de cosas que no existen. Canciones que no existen todavía y gente que no existe todavía: gente como uno. 

Dylan nació en Duluth, una ciudad que hoy por hoy no llega a los cien mil habitantes, sobre la costa norte del lago más grande de Norteamérica. (Este lago, que podría llamarse, no sé, Hércules o Sansón o María o Juana, se llama El lago superior). La casa en la que creció, ninguna cosa del otro mundo, es un destino de turismo religioso, místico, y para ubicarla no hace falta más que buscar un letrero que dice Bob Dylan Drive. Dicen en mi tierra: no hay pierde. 


Nunca he estado en Duluth, pero sí en Minnesota. Conozco Rochester, 400 kilómetros al sur de Duluth si se pasa por Minneapolis. 
Como uno de esos pueblos gringos cuya existencia gira en torno a las actividades de alguna universidad (pienso en la Universidad de Niágara, por ejemplo, en las casas de metal que rodean el campus), en Rochester todo gravita alrededor de la Clínica Mayo. 

Hay hoteles con piscina temperada en el techo y gimnasio en la planta baja. 
Hay moteles en los que puedes dormir pagando seis o siete dólares por noche; o negociar tarifas semanales y mensuales: todo depende de cuánto te pienses quedar en esa ciudad o en este mundo. 
Hay un restaurante holandés en el que chicas robustas y rubias venden Pannekoeken y gritan ¡Pannekoeken! cada vez que salen de la cocina y me da miedo adivinar cuántas de ellas terminarán volviéndose locas. 
Hay un sitio elegante, el Lord Essex Steakhouse, en la planta baja del hotel Kahler; la botella de Dom Pérignon cuesta 250 dólares y ningún corte de carne está por debajo de los 40 dólares y lo que recomiendo especialmente son los espárragos jumbo
Hay un sitio llamado Old Country: all you can eat por diez dólares. 
Y, claro, hay un mall, el Apache Mall, donde te encuentras con la misma gente que ves en la clínica y en los restaurantes y hasta en la piscina del hotel. Mucho del personal administrativo de la Mayo trabaja por la tarde-noche en el mall, así que de pronto estás en una tienda, cualquier tienda, y vas a pagar y terminas saludando a la misma persona que te agendó una cita médica horas antes. Hola, ¿cómo le fue?, oh, la doctora Bhargavi es la mejor, ¿no le pareció simplemente encantadora? No es nada grande ni presumido. Un mall de pueblo, digamos (no hay mall que por bien no venga, dicen), pero hay una Barnes & Noble donde se puede quemar tiempo. 

En Rochester se quema mucho el tiempo. 
Hasta cuando nos estamos quedando sin tiempo hay tiempo que sobra. 

La última vez que estuve ahí un médico internista me preguntó por mis abuelos. Le conté que habían muerto. ¿Los dos? Primero ella y tres meses después él. Me dijo que lo sentía mucho, le dije que gracias. Suficiente para sentirse dentro de una canción de Dylan. 
Suficiente para sentirse un invento de Dylan. 

Un día al que llamamos noche, me acuerdo, decidí no salir del hotel más que para acudir a las citas o conseguir alimentos. El resto del tiempo lo quemé viendo Runnin’ Down a Dream, un documental de Peter Bogdanovich que repasa la obra completa de Tom Petty y dura más de cuatro horas. 

Tom Petty, Dios lo tenga en su gloria, cuenta detalles de la gira que compartió con Dylan en 1986. No servía de nada ensayar con él, dice, porque cada noche cambiaba el tono y el ritmo de las canciones minutos antes de empezar el show o ya en el escenario y con la guitarra puesta. Dylan empezaba a tocar y nadie sabía lo que estaba haciendo y todos lo seguían tratando de ver para dónde iban sus dedos y por qué iban hacia allá. Podía pasar un minuto entero hasta que la banda se diera cuenta de lo que estaba tocando y podían pasar años enteros hasta que el público reconociera las canciones. 

Él mismo lo recuerda en Crónicas, sus nunca sabremos cuán verdaderas memorias: 

Estaba de tour con Tom Petty y me sentía perdido. No podía conectar con mis canciones, no podía encontrar mi voz. Cuando esto termine me voy a retirar, pensé. […] había llegado el punto en el que abría la boca y no salía nada. El terror era sobrecogedor, pero entonces, de la nada, emergió un sonido. No era un sonido muy lindo, pero pude reconocerlo. Mis canciones habían regresado. […] La música folk era un paraíso y, como Adán, tuve que marcharme. 

Tres años después, en1989, Dylan lanzó Oh Mercy, el álbum que en mi opinión lo liberó de su ya envejecida juventud y anunció lo que vendría: el sonido de las mil cabezas y las mil patas y las mil lenguas avanzando hacia la entera comprensión de su naturaleza. 


A mediados de 1974, mucho antes de todo lo que he contado hasta ahora, Dylan se dedicó a estudiar durante ocho semanas en el estudio de Norman Raeben, el pintor de origen ruso. “No te enseñaba a dibujar, te enseñaba a poner tu mente, tu cabeza y tu mirada en el mismo lugar”, dijo. Luego, en septiembre, empezaron las grabaciones de Blood on the Tracks, su glorioso disco sobre gente que alguna vez se amó. El álbum se lanzó en enero de 1975, fue recibido como una verdad absoluta y Dylan dijo, “No sé cómo les puede gustar algo tan doloroso.” Dos años después se separó de su primera esposa, Sara, y así se cumplió la profecía que él mismo había anunciado con rabia y resignación, como si aún habiendo presenciado la agonía o precisamente por eso esperase otro final: menos sangre en los rieles del tiempo. 

En el presente, si es que existe tal cosa como el presente, Bob Dylan, si es que existe tal cosa como Bob Dylan, habla con frialdad e indiferencia sobre Blood on the Tracks. “La gente piensa que es un disco autobiográfico, pero las canciones están basadas en cuentos de Chéjov”, dice, y quién soy yo para negarlo. Si algo puedo asegurar, porque lo he escuchado de su boca, es que Dylan supo que había estado viviendo en una prisión la noche en la que fue a ver un concierto de rock y Elvis Presley abrió la puerta de la celda y lo invitó a salir. 

Y algo más, lo último. Antes de sentarme a escribir esto busqué en YouTube un tutorial y aprendí los acordes de Tangled up in Blue, la primera canción de Blood on the Tracks. Tocarla, al menos en guitarra, es bastante menos complicado de lo que pensé, pero cantarla es imposible: en manos de Dylan, entre los dientes de Dylan, arrastradas por esa voz que no conoce otra forma de ser, las palabras que he escuchado desde hace más de veinte años me desconocen. Tengo que encontrar mi propia voz y mi propia manera de cantarla. Tengo que ser yo, quienquiera que sea.


@pescadoandrade / @mundodiners 



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