You may be a fucking tough guy, but I’m a crazy guy.
The difference is crazy guys don’t give up.
- Billy McBride -
El escritor uruguayo Mario Levrero, cuya fanaticada creció exponencialmente a partir de su muerte en 2004 (cosa rara en la literatura), llenó su último año de vida escribiendo La novela luminosa, auspiciada por una beca de la fundación Guggenheim. No era sólo un libro, era El libro, La novela, y Luminosa, además. La intención del autor era reconstruir en formato ficción ciertas experiencias ocurridas a lo largo de su vida, experiencias luminosas, es decir, que lo habían iluminado de alguna manera, ayudándolo a entender la vida o mejor dicho a sobrellevarla con menor dificultad, concentrándose en atravesarla y no en comprenderla.
Ya con el asunto económico resuelto, y después de comprar un par de muebles que él consideraba esenciales para su trabajo y para que en su apartamento hubiese muebles, Levrero quiso ponerse en forma escribiendo algo que llamó El diario de la beca, en el que registró todo tipo de eventos. En él describe, por ejemplo, la disposición que ha resuelto para sus muebles nuevos; los pájaros que aparecen en su ventana o en el techo del vecino y a veces aparecen muertos sin que medie explicación alguna; su progreso en el juego que tiene instalado en la misma computadora que debería usar para escribir; las visitas de las amigas que cada tanto se aseguran de que siga con vida y lo acompañan a caminar un rato para que haga ejercicio sin querer.
Lo anota todo y escribe mucho sobre escribir muy poco.
El diario de la beca alcanza las 450 páginas, a éstas le siguen poco más de 100 páginas de novela propiamente dicha y luego 7 páginas finales, El epílogo del diario, en las que Levrero se fija en los huesos de una paloma y se pregunta dónde estará la calavera.
Mario Levrero murió a finales de agosto del 2004, a los 64 años, y ojalá haya alcanzado a gastar todo el dinero de la beca. La novela luminosa se publicó al año siguiente y fue mejor recibida (o más escandalosamente recibida) que todos sus trabajos anteriores: más de veinte libros entre novelas, volúmenes de cuentos, cómics y hasta un Manual de parapsicología editado en 1978. Era un autor prolífico y en esto se parece mucho a los autores de las novelas negras que consume, una tras otra (hasta tres por día), mientras debería estar escribiendo su próxima y gran y consagratoria novela. Levrero lee historias policiales que compra en su librería de confianza, pero sobre todo que consigue, muy usadas y muy baratas y casi regaladas si les falta la portada, en un kiosko de su barrio.
En El diario de la beca hace unas cortas y no tan cortas reseñas de estas novelas negras, a ratos con entusiasmo pero también y con cierta frecuencia citando algo de culpa: podía haber estado escribiendo su propia novela, adivinó el final desde la primera página o se dio cuenta, a la mitad, de que ya la había leído. Dicho esto, no puede contenerse, no puede parar, y sigue comprando y leyendo novelas que ya no circulan pero lo ayudan a pasar el día -otro día- sin escribir. Lo maravilloso, lo verdaderamente luminoso, es que cuando escribe en su diario cosas como ésta (que ha malgastado otra jornada resolviendo misterios que no son suyos) uno capta que Levrero puede contar la vida con la claridad de un autor mayor, que tiene los súper poderes para transformar en literatura cualquier cosa que mira, toca, piensa o recuerda.
Las novelas negras pueden hacer lo mismo: necesitan un narrador entrañable; personajes secundarios que, al mismo tiempo, aligeren y compliquen la trama; diálogos que reflejen algo de inteligencia o algo de sabiduría o algo de información; mujeres hermosas, fatales, y hombres ingenuos que acabarán muertos; descansos para el humor también negro; giros (in)esperados que desvíen el camino natural de la historia y despierten en nosotros la célebre pregunta: ¿Y ahora?
Una novela negra debe cumplir con las demandas del género a las que está acostumbrado el gran público. Por eso, por querer caerle bien a todos, las hay tantas y tan malas. Y por eso, porque algunas logran satisfacer lo mismo al asesino que a la víctima, siguen y seguirán existiendo en la lista de los más vendidos o en las tiendas de aeropuertos, da lo mismo.
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Esto del género es más importante de lo que parece.
Agatha Christie, que algo sabía de género y sociedad y margen de ganancia, ha vendido más de dos mil millones de copias de sus libros de misterio, cifra solamente superada por William Shakespeare y los varios autores de esa antología llamada Biblia.
El género es clave.
Cuando uno trata de vender un guión para televisión o cine, lo primero que preguntan no es ¿De qué se trata? sino ¿Qué es? Y la respuesta que buscan es un género: comedia, terror, misterio, drama. Si una película (o un libro, o un disco) encaja dentro de un género es, en teoría, más fácil de marketear, promocionar y vender. Mal que mal, el inconsciente colectivo tiene una idea de lo que significan las palabras drama o terror, las conoce, cree entenderlas a cabalidad, y puede hacerse una idea más o menos clara de lo que está a punto de meterse en la cabeza.
La mayoría de la gente, creo, escoge la película que quiere ver segundos antes de comprar su entrada en el cine, y lo hace aplicando la teoría del género.
O al menos así era en la vieja normalidad.
Uno, que había pasado varios minutos o varios meses decidiendo qué cinta ver, dónde, a qué hora, en qué silla y con quien; que se había dado el trabajo de armar lo que se dice un plan, se encontraba de pronto haciendo fila a las espaldas de una pareja insoportablemente indecisa (él usualmente de terno, onda after office; ella acaso sobre-producida) que gastaba media hora en la taquilla preguntando este tipo de cosas: ¿De qué se trata Pesadilla en el infierno IV? O sea, ¿de qué se va a tratar?, dudo que sea un documental sobre Nelson Mandela (aunque con ese título quién sabe). Y ella pregunta, ¿Da mucho miedo? Y él, recio varón, comenta, Es una película, vida, no seas tontita. Y el pobre empleado del cine dice algo tan científico como esto: No da taaanto miedo, si le gustan las de terror, le va a gustar. Y así diez o quince o veinte minutos más hasta que compran dos entradas para Nunca te olvidé no sin antes preguntar, Pero no voy a llorar, ¿verdad?, júreme.
El género es una especie de garantía. Si te gusta el terror, y te asustas, no pedirás tu dinero de vuelta; si te gusta el romance, y te conmueves, no pedirás tu dinero de vuelta; si te gusta la comedia, y te ríes un par de veces, no pedirás tu dinero de vuelta; si te gustan las mujeres y ves a un par de chicas jóvenes en una playa nudista y, ya que estamos, una escena de sexo entre ellas, no pedirás tu dinero de vuelta.
A mí me basta con una chica linda que tenga sentido del humor, que escuche buena música, que sepa quién es Murakami o quiera saberlo, y que sea pretendida por un tipo (esto es importante) no-tan-guapo, ojalá rockero, más autista que cool, y que al final se quede con la chica o esté mejor sin ella. Si el cine me garantiza eso, una comedia romántica, no pediré mi dinero de vuelta. El dinero tiene que quedarse en el cine para poder hacer más cine o distribuir más cine y ganar más dinero; para eso hay que ver películas y la forma más sencilla de elegir en qué vas a gastar tu dinero esta noche no es preguntar ¿De qué se trata? sino ¿Qué es?
Hay, también, otro género, el del reparto, ¿Con quién es?, ¿Quién sale? Por algo en ciertos afiches el nombre de los actores (o del director, en caso de que valga como garantía) ocupa más espacio que el título de la película. Pero ese es un tema interminable y me dicen que escribir largo pasó de moda, así que vamos al grano.
Yo veo, digamos, casi cualquier cosa en la que se encuentre involucrado Billy Bob Thornton: a veces se compromete con proyectos que están por debajo de su categoría, pero él siempre está bien, él siempre llena la pantalla siendo un saco de huesos y tatuajes, él siempre se echa el equipo al hombro y terminamos ganando todos. Billy Bob es una gran persona y mirando para atrás resulta simplemente correcto que haya sido él, y no otro, quien se casó con Angelina Jolie cuando la actriz y ahora embajadora de la ONU (su especialidad son los refugiados) era la mujer más deseada del planeta. Ella solía lamerle las mejillas, me acuerdo.
La semana pasada vi las hasta ahora tres temporadas de Goliath, la serie de Billy Bob Thornton en Amazon. Fue una maratón que duró 4 días y 24 capítulos (de una hora cada uno, en promedio). Primero me maldije con piedad (igual veo harto, capaz demasiado) por no haberla visto antes, por dudar de mi instinto; segundo pasé del asombro a la felicidad y de la felicidad a la euforia y de la euforia a ser capaz de prostituirme por otro capítulo (escucho ofertas, dicho sea de paso). Y me acordé de Mario Levrero y su adicción a las novelas negras.
Billy McBride (Billy Bob Thornton) no es un detective, es un abogado, pero tiene todo lo que se le puede pedir a un detective de los 40 y en blanco y negro. Pienso en Philip Marlowe, que habitó la piel de Humphrey Bogart, del gran Elliott Gould y de Robert Mitchum entre varios otros; el personaje creado por Raymond Chandler trabajó en todos lados, en Hollywood, en la radio, en la televisión y hasta en una obra de teatro, montada en Londres, en la que el mismo Chandler le encarga a Marlowe la misión de recuperar un manuscrito que ha desaparecido misteriosamente.
Pienso en Marlowe porque McBride pertenece a un tiempo que no es este. Pasa de los sesenta años y bebe más de lo necesario, incluso para los altísimos estándares de la novela negra; está emocionalmente discapacitado, sentimentalmente lisiado, no puede relacionarse ni conectar con nadie de forma orgánica, todos sus lazos afectivos se distorsionan y liberan la personalidad de un hombre que sabe que lo mejor, por el bien de todos, es estar o seguir estando solo. McBride es ese tipo de persona a la que el mundo debe adaptarse, no al revés.
Goliath cumple con todos los requisitos del género policial, los potencia y los vincula con la función judicial mostrando la naturaleza salvaje de ambos. Está el malo-malísimo, un abogado que escucha ópera y está desfigurado, a lo James Bond. Está la colega, más encantadora que guapa, más irónica que cariñosa, más mamá que hermana, más trabajadora que nadie. Están los enemigos, que pueden ser lo mismo abogados de una transnacional que sicarios de un cartel mexicano o ricachones rurales que seguro votaron por Trump y buscan la verdad en el peyote. Está la exesposa, que siente por él un cariño bipolar y violento. Está la hija, que ya no es una niña y se preocupa por su padre, porque su padre ingiera proteínas al menos una vez al día, y se preocupa también porque está empezando a parecerse demasiado a él. Están las secuencias de diálogos memorables en la corte, frente a un juez, frente a un jurado, a la velocidad del WhatsApp pero mejor redactados y sin la opción de dejar a la gente en visto: juraste decir la verdad, ¿lo recuerdas? Están los clientes, los que sufren, los que dudan, los que nunca abandonan la esperanza, esos a los que nos referimos como la gente. Está la gente sentada a la barra de un bar, bebiendo en la oscuridad de un interior a medio día, escuchando música country y hablando como si los estuvieran entrevistando para un documental de HBO. Están, como en las mejores novelas negras, todos los personajes secundarios que brillan intensamente y luego se apagan para siempre. Están los muertos. Están las mujeres con las que Billy McBride no debería meterse pero claro, ya es muy tarde para eso: en una escena están tomando un trago y en la siguiente ella comienza a vestirse y pregunta si en esta casa hay café. Están los informantes y los traidores, están los que prefieren hacer justicia con sus propias manos y están las mansiones de California pero también está el mar de California. Está la amiga joven y prostituta que quiere estudiar derecho, que no siempre toma las decisiones correctas pero es leal y tiene una nariz inolvidable.
Goliath usa las mismas técnicas de seducción que la novela negra, revuelve las mismas sábanas, pero resuelve los casos en posiciones nunca vistas.
Resolver, como dicen en Cuba.
Billy McBride quizás no pueda resolver su propia vida, quizás no pueda hacer por sí mismo lo que hace por los demás, pero, francamente, ¿quién puede?
Y ese es el gran misterio. ¿Podrá?
Sólo hay una forma de saberlo.
- ¿Qué es?
- Una novela negra.
- Un, ¿cómo se dice?... ¿thriller?
- Digamos que sí, pero con Billy Bob Thornton, eso lo cambia todo.
- No lo conozco, dijo, hizo una pausa, ¿debería?
- Más te conviene, dijo el otro, y prefirió no mirarlo de vuelta.
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