Hace poco más de un mes ningún ecuatoriano conocía el significado de la palabra halterofilia. Supongo que quienes la enseñan, la practican y la califican saben de lo que hablan, pero se trata de una minoría sin voz ni voto. Hasta que llegó la fiebre del oro.
Hace poco más de un mes las redes sociales se llenaron con la misma broma repetida mil veces: “No se hagan, ustedes también creían que halterofilia era una perversión sexual”. Y la verdad es que sí, a eso suena, a la prima de la “harpaxofilia” (deseo de ser asaltado con violencia) o incluso de la pedofilia.
Halterofilia, para que lo sepan, es como se llama formalmente al “levantamiento de pesas” competitivo. Y en las pasadas Olimpiadas de Tokyo una atleta ecuatoriana consiguió por primera vez una medalla de oro en esta disciplina. Pero además de ser mujer, lo que ya es trendsetter, se trata de una mujer negra: si quieren ser políticamente correctos, pueden decir “afro-ecuatoriana” o “afro-descendiente.”
La pesista llegó a Quito en un vuelo de KLM y, mientras el avión rodaba por la pista, salió por una de las ventanas de la cabina con nuestra bandera en las manos. El país entero se volvió loco, se emocionó, se excitó. Fuimos uno, dicen, pero yo no siento el triunfo como propio. Yo no competí, ni siquiera vi la competencia, no hice barra ni antes ni después del triunfo, y jamás he militado para que mejoren las condiciones en las que entrenan nuestros deportistas.
La pesista, aunque ya no sea tendencia, sí que figuró, y con razón. Le dieron una vivienda “digna” para ella y su familia; le regalaron un auto del año; recibió una beca completa de la universidad privada más prestigiosa del país; y el mismo presidente de la República le entregó un cheque por cien mil dólares. Su vida cambió, y sólo tuvo que ser la mejor del mundo.
El oro, sólido y redondo y brillante, la separó del ecuatoriano promedio, que vive con cinco dólares diarios o menos.
Ahora, la pesista es el molde del patriota, del que lucha, del que se sacrifica, del que puede vencer toda adversidad. Ese parece ser el mensaje: si eres mujer y vienes de una minoría racial, históricamente excluida, y pretendes lujos propios de la aristocracia como la educación, una vivienda “digna”, un auto propio o algo de dinero en el banco, tienes que ser la mejor.
No la mejor de tu barrio ni la mejor de tu país sino la mejor del mundo.
Si no regresas con el oro entre las manos, o entre los dientes, mejor no regreses.
@pescadoandrade
(ECOS)
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