Quizás ustedes también lo hayan notado porque esto viene pasando desde hace ya muchos años, desde comienzos de siglo. Argentina, el país más europeo de Latinoamérica, la sucursal del primer y viejo mundo, ya no queda tan lejos o, mejor dicho, ya no nos parece tan cara ni tan exclusiva. Al contrario, el peso argentino se desplomó y el país soñado tuvo que volverse inclusivo.
A partir del año 2000 Buenos Aires, Argentina, se convirtió en un destino casi local y doméstico para una generación de ecuatorianos, me parece, de clase media-alta en su mayoría. Ya en mi generación, me refiero a los que nacimos alrededor de 1980, hubo no varios sino muchísimos estudiantes que, ante el dolarizado costo de las universidades ecuatorianas, optaron por mudarse a Buenos Aires, Argentina, donde resultaba más barato estudiar y vivir y además se podían usar palabras que antes nos estaban prohibidas o eran vistas y escuchadas como ridiculeces. Palabras como “Mina” o “Minita” para mencionar a ciertas mujeres, no a todas; dicho sea de paso, los ecuatorianos casados con argentinas que conozco están hoy por hoy divorciados. Palabras como “asado”, por ejemplo. Ya nadie te invita a una parrillada, la gente dice “ven a mi casa este sábado y hacemos un asado”. Y yo pregunto, “¿qué vamos a escuchar, Sumo o Los Redonditos?”
Andá a cagar, ché.
Aquí, algo sobre los parásitos. Los parásitos son el motor de la economía. Mucha gente se esfuerza en producir más o mucho más de lo que debería porque está llena de parásitos. Ahora bien, los parásitos suelen llevar vidas desordenadas y esto es una fuente caudalosa de preocupaciones para quienes los mantienen. Los parásitos, entonces, son también el motor de la existencia. Por eso los parásitos deben estar bien atendidos; cuando menos, atendidos de la mejor forma posible. De otro modo, podrían causar un problema.
Ya graduado de la universidad y trabajando en un bar de la Mariscal (no pagaba ni renta ni comida a menos que comiera fuera de casa) podía ahorrar lo suficiente para permitirme tres o cuatro meses al año en Capital Federal más o menos dedicado a leer, escribir, ir al cine, a conciertos, a museos, a tomar Quilmes de litro y a comer carne y vísceras. Me acuerdo de cambiar dólares por pesos argentinos: uno se sentía, más que poderoso, seguro. Pero todo hay que decirlo y por esos días un argentino promedio sacaba comida de los basureros con las manos y en los hoteles de lujo se ofrecían “tours de la miseria”, es decir, recorridos guiados por las villas en las que crecieron D10S y tantos otros mesías. (Algo similar, aunque mejor organizado, pasa ahora con las favelas de Río de Janeiro, por mencionar una referencia).
Era una especie de fiebre y yo también la tuve, también me contagié. Estaban los que hablaban de ir a Miami como de ir a la playa y, capaz un poco más alternativos o más noveleros, los que hablaban de Buenos Aires, de estar allá y sobre todo de “vernos allá”, como si se tratase de un club cuya membresía se conseguía con dólares y no con legado, como herencia. Yo, aunque más o menos enamorado de una ecuatoriana, escogí no ver a mis paisanos y traté de aventurarme con los argentinos.
Hice amigos, sobre todo en conciertos de Charly García, y una vez los escuché hablar de “Méndez” porque, me explicaron, la sola idea de pronunciar el apellido “Menem” les daba asco, era de mal agüero y les traía los peores recuerdos: padres desempleados, empresas locales cerradas, gente sacando comida de los basureros con las manos. Eran todos veinteañeros, algunos incluso menores de edad, y hablaban de “Méndez” queriendo decir Menem y queriendo decir también el fin de una época o simplemente el fin. “Nos dimos cuenta de que no éramos primer mundo, ¿viste?”
Para ubicarnos, todo esto debe haber pasado cerca del concierto de los Rolling Stones del 2006 en el estadio de River, y ya que estamos aprovecho la ocasión para celebrar que Charlie Watts es parte de la religión.
Recuerdo sentirme sobrepasado e intimidado por la oferta cultural y rockera de Buenos Aires, pero también recuerdo que la gente me decía, “Y, no es nada, antes veías a los Rolling el viernes y, qué se yo, a James Brown el sábado”, y que esos conciertos también eran parte de la década ganada por el peronista-neo-liberal Menem, de cuyo apellido nadie quería acordarse.
No recuerdo, o he olvidado, que alguien me hablara de Okupas con el fanatismo y la pasión con la que yo trato de impulsarla hoy por hoy entre mis seres queridos. Quizás porque es una mini-serie o una “serie limitada”, como se llama en nuestro presente a las cosas que nacieron con conciencia de su propio fin: parece haber sido concebida como una película larga o una novela rápida. Fueron once capítulos transmitidos entre octubre y diciembre del año 2000 y esto habla bien de los argentinos porque, como gente de mundo, fueron los primeros en mirar hacia adentro y filmar lo que estaba pasando. Vale verse el ombligo, sobre todo cuando está sucio, sobre todo cuando apesta.
Con Okupas, se dice, se acabó la televisión grabada en sets, bien iluminada y optimista. Esto no es cierto, esa televisión sigue y seguirá existiendo mientras la sigamos viendo: los que dicen “no veo televisión nacional” tampoco ayudan mucho. Pero Okupas, producida por Marcelo Tinelli para saldar una deuda personal con un canal del Estado, se para sobre los hombros de sus contemporáneos y destaca y brilla y tiembla como una cámara, precisamente, sobre los hombros y al lado de la cabeza.
La serie parte con Ricardo, un tipo de clase media (esto es clase media argentina, prohibido olvidar) que pasó de la adolescencia a la primera adultez con “Méndez”, entre 1989 y 1999. Ricky estudiaba, pero ya no; quería trabajar, pero ya no; tenía una banda, pero ya no; tenía futuro o sentía ansias por el futuro, ya no. Ricky es un parásito, uno de los mejores. Lo encontramos viviendo donde su abuela, durmiendo en calzoncillos y hasta el medio día, y ya en el primer capítulo lo vemos mudarse a una casa “abandonada” en un barrio donde aquello de la propiedad privada es más bien subjetivo, donde el más loco le gana al más fuerte.
Ricky, suelto en el recién inaugurado siglo XXI, debe responder con acciones y decisiones un tema del que suele ocuparse la filosofía: ¿Cómo ser bueno en un mundo malo? Y, claro, debe responder también su variante: ¿Cómo ser malo en un mundo perverso?
(Maradona, por ejemplo, metió la mano)
Las circunstancias no dan para pensarlo demasiado: él ya no puede ser bueno.
O eso cree.
Y le convendría, la verdad.
PD: Okupas, vendida como una serie pura, cruda y dura, no se encarga sólo de la calle, habla también y con verdad sobre los códigos, sobre lo que puede hacerse y lo que no, sobre lo que es cariño y lo que es traición, y diferencia la confianza del abuso. Así, con la misma clara y grosera sencillez, habla sobre la amistad entre hombres, que es la amistad entre niños, con sentido del humor y sentido del horror, con responsabilidad y conocimiento de causa. Los personajes, entrañables todos, dan la idea de un mundo entero y autónomo. Y sí, hay un favorito, siempre lo hay. Le dicen “Chiqui” y es la bondad en persona y tiene un corazón que no le entra en su cuerpo agigantado de grandote. Un personaje como “Chiqui” es muy difícil de escribir y casi imposible de filmar, pero los argentinos lo lograron, otra vez. Hoy se me hace necesaria una pregunta antes de cada encrucijada, “¿Qué haría Chiqui?”